Y entonces nos acordamos de… eeeeh… de Irak, por ejemplo: quizá 650 000 desde la invasión hasta junio del 2006, no lo sabemos.
E Irak la vez anterior: aproximadamente cien mil en pocas semanas, más o menos, en números redondos, no lo sabemos.
Y luego, el embargo económico a Irak: como millón y medio en veinte años, en su mayoría, niños; sin duda es una exageración, dirán algunos, pero otros confirman que esa cifra representa el mínimo; en cualquier caso, no lo sabemos.
Y luego la guerra civil que siguió a la invasión: unos trescientos mil hasta el 2008, aproximadamente, desde luego no lo sabemos con exactitud.
Todavía sigue muriendo gente en Irak: sin que nadie tenga la menor idea del número de muertos. Se realiza una contabilidad exacta de todos los nuestros que mueren (muertos lituanos: 1; muertos islandeses: 0), pero nadie cuenta a los muertos nativos. Y es que es evidente que hay algún problema con una gente que confunde una toalla con una prenda de cabeza, como lo expresó en cierta ocasión un cantante pop islandés.
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Al anochecer, el sol desapareció. Agnes sintió de pronto mucho frío y de pronto le entró un miedo horrible a estar haciendo el ridículo. Hasta que bajó la temperatura, ni se le había pasado por la cabeza que a lo mejor no era lo mismo hacer topless en una playa de Ibiza que en un balcón de Genzano. Que aquí las reglas eran distintas. Le dio un estremecimiento y entró corriendo, con el portátil en brazos. Había pasado como tres horas allí sentada, todo el tiempo mirando un documento de Word vacío. Debía de estar perdiendo la cabeza.
Los primeros tiempos tras el comienzo de la crisis, la vida era fantástica. Como si todos estuvieran más vivos que antes. Más animados. Más amorosos. Más guapos. Pero un año después todo se volvió más apagado que nunca. La sociedad floreció para volver a marchitarse enseguida. El nuevo Gobierno del país era tan lamentable como el viejo, el debate era tan penoso (y estúpido) como siempre, y la nueva Islandia era tan penosa como la vieja Islandia. Ya no se hacía nada más que mirar sin ver, con la esperanza de que todo aquello terminase algún día. Con la esperanza de que pronto echaran algo entretenido en la televisión. De que pronto uno se interesara locamente por algo asombrosamente emocionante, que le haría olvidarse de tanto fastidio.
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Cuando Adorno dijo que escribir poesía después de Auschwitz es un acto de barbarie, no fue porque la belleza fuera una frivolidad en un mundo feo por naturaleza, ni porque los seres humanos no merecieran un poco de distracción o de reposo refugiándose de las fatigas cotidianas en brazos de los artistas, sino porque él (y la población mundial) habían visto de pronto, en un instante, con toda claridad, que la verdad de los artistas era al mismo tiempo manipuladora y autoritaria. La belleza era letal. El arte mataba. Ese artista austriaco de la acción, Adolf Hitler, se había apropiado de la lógica de la belleza y la había exprimido hasta el fin, la había puesto a prueba, y el resultado fue el mayor baño de sangre en la historia de la humanidad. Escribir poesía siempre había sido una forma de barbarie, pero hasta los días del Holocausto podíamos negarlo. Podíamos cerrar los ojos y hacer como si la pulsión de belleza no tuviera nada que ver con la pulsión de muerte. Pero después de Auschwitz, la realidad ya no es así. No lo será hasta que consigamos olvidar de nuevo.
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Agnes cogió otra cerveza. Echaba de menos a Ómar. ¡Joder, qué horrible! Pensaba que ojalá no se hubiera marchado. Debería estar al lado de Ómar, cuidándolo, claro que sí. Ni siquiera sabía si había recibido el alta en el hospital. O si podía vivir en casa —los antiguos dueños no estaban seguros y pensaban llamarlo en cuanto tomaran una decisión—. Pero qué iba a hacer él solo en la casa. Había goteras y el viento entraba por los marcos de las ventanas, cuando soplaba crujía hasta la última plancha de madera. Y ella allí, en tetas, bebiendo cerveza como si en la vida no hubiera más que lujo desenfrenado. Agnes se sentía mezquina.
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Primero, los nazis mataron a los discapacitados. Pero encontraron considerable resistencia. Padres y tutores, hermanos y hermanas se pusieron furiosos, escribieron a los periódicos y telefonearon a las autoridades. No matéis a nuestros hijos, dijeron, no matéis a nuestras hermanas ni a nuestros hermanos. Se cerraron los campos de exterminio para discapacitados.
Cuando, más tarde, los nazis empezaron a matar judíos, el pueblo no puso pegas, precisamente porque las dos sociedades estaban separadas. Padres y autoridades, hermanos y hermanas se encontraban sencilla y exactamente en la misma situación que los niños a los que querían matar. Pertenecían a la misma sociedad, que fue totalmente exterminada. Lo esencial era que sus miembros estaban todos en el mismo lado de la línea divisoria.
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El (hasta entonces) desmesurado interés suyo por la segunda guerra mundial o el Holocausto comenzó cuando su abuelo le dio un cachete. Como en cualquier manual de psicología. O en una de las novelas de formación del siglo xix.
Era el año 1987, y Agnes tenía ocho años. Estaba en Jurbarkas con sus padres (aunque uno huyera del comunismo, eso no significa que no pudiera volver de visita de vez en cuando). Su lituano no daba para entender todo lo que pasaba. Cuando era pequeña, a sus padres les dijeron que no causaran problemas a los niños haciéndoles aprender muchos idiomas, y cuando Dalia y Kestutis consiguieron adquirir un dominio aceptable del islandés, dejaron de hablar con Agnes en lituano, aunque siguieron haciéndolo entre ellos. Dalia aprendió islandés muy deprisa, pero Kestutis siempre cometía errores, y cuando Agnes era niña, hablaba en correcto islandés con su madre y en islandés chapurreado con su padre, y a veces hacía de intérprete entre ambos.
El padre de Dalia era Henrikas Zubovas. Su mujer, y abuela de Agnes, Sara Zuboviéne (Banai de soltera), era judía. Sus padres fueron asesinados por los nazis en el verano de 1941. O al menos eso es lo que se afirmaba en voz alta, si bien la verdad era un poco más complicada y no tan agradable (quizá recordaréis que ya hemos dicho que fue Vilhelmas quien mató a Izsak —¡después habrá más cosas!)—. Ella huyó al comienzo de la invasión, volvió después de la guerra y se casó con Henrikas, que era católico, y nunca hablaron de la guerra, ni siquiera cuando su hija se casó con el hijo de Lukauskas, aunque su padre y su abuelo paterno hubieran sido sicarios de los nazis.
Sara Zuboviéne era uno de los ocho judíos que vivían en Jurbarkas. A su muerte, el año 1999, solo quedaba ella. Era la única. De adulta, nunca practicó la religión judaica. Pero, con todo, fue la última persona judía de Jurbarkas, y algunos lo recordaban con pena al hablar de ella, aunque a ella esas palabras no le agradaran lo más mínimo.
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Y todo esto encaja maravillosamente con la paradójica esencia del fascismo. Los nazis sentían una inmensa nostalgia del pasado, al mismo tiempo que un gran entusiasmo por la técnica, eran a un tiempo música retro y contemporánea, naturaleza y acero, holocausto organizado y masacres caóticas, pornografía, magia y cultura sublime, con una mano administraban medicamentos homeopáticos y, con la otra, gas nervioso, estudiaban astrología y estrategia militar, numerología y burocracia —un partido de derechas e izquierdas al mismo tiempo—. Y precisamente por esa idiosincrasia nos fascina —nos fascinan sus espantosos logros—. ¡Que fuera posible algo así! ¡Qué energía, qué capacidad de liderazgo, qué empuje!
¡Ay, jo, te amo!
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Agnes no sabía nada de los judíos. Había oído la palabra, pero no la relacionaba con nada específico. En ese momento estaba sentada a la mesa de sus abuelos, en Jurbarkas, mientras los adultos hablaban de judíos en lituano, Žydai. De pronto, ella intentó participar en la conversación, nerviosa y agitada. No se estaba quieta en la silla.
—Sabéis —dijo en su imperfecto lituano—. Sabéis… esto…
Pero los adultos siguieron hablando sin hacerle caso.
—Sabéis… bueno, ¿cuántos se pueden meter…?, esto…
Nadie la escuchaba.
—… esto…