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En verano llegó al país un grupo de gitanos, dispuestos a tocar el acordeón en el centro de Reikiavik a cambio de un poco de calderilla, pero la policía los expulsó del país inmediatamente, sin hacer constar su expulsión en los archivos legales, con la excusa de que se estaban llevando a cabo los preparativos para la Fiesta del Arte de Reikiavik, que empezaría con el gran concierto de Goran Bregovic unos días después. Por todo el país se expulsó a los vendedores callejeros extranjeros, con sus cuadros de flores y sus joyas de circonita. La Sociedad Islámica de Islandia había solicitado (muchos, muchos años antes) un solar para construir una mezquita, pero la solicitud se quedó atascada en algún recoveco de la burocracia municipal de Reikiavik, por algún pretexto nada claro, al mismo tiempo que las empresas constructoras edificaban viviendas por toda la ciudad y los hombres de negocios organizaban el derribo de los edificios más antiguos del centro de la ciudad para edificar más castillos de cristal. A raíz de los dos atentados terroristas de Londres, a finales de junio, los blogueros islandeses tuvieron ataques de histeria que duraron varias semanas. En otoño se reeditó el «libro para niños» Diez negritos —(dicho sea sin la menor ironía)— del año 1922, con dibujos «clásicos» del artista gráfico Mugg. Se produjo otra tormenta en los blogs.
Toda esa turbación estaba como hecha a propósito para la tesis, y las mezquinas proclamaciones de individuos e individuas desconocidos, pero también de honorables periodistas, popes de la cultura y políticos diversos, se acumulaban a tal velocidad que Agnes apenas llegaba a comentarlas todas.
Después llegó Ayaan Hirsi Ali a la Fiesta de la Literatura y enseñó a los islandeses que la cultura occidental es distinta a la oriental, que la cultura islámica es una cultura de salvajes. A comienzos del 2008 se creó la sección islandesa de la organización racista internacional Blood & Honour-Combat 18. Apenas se hablaba de sus acciones violentas, bien organizadas, y aunque de vez en cuando se decía algo sobre la violencia ejercida en Islandia contra extranjeros, no parecía despertar mucho interés en los medios, de modo que Agnes tenía dificultad para seguir el curso de los acontecimientos. En primavera, Magnús Þór Hafsteisson, alcalde de Akranes, se opuso a recibir a treinta palestinos que vivían en campos de refugiados de Irak, madres solas con sus hijos, alegando, entre otras cosas, que la ciudad tenía que acabar primero con la lista de espera de viviendas sociales. Durante casi dos años no se habló más que de extranjeros en Islandia, musulmanes en Europa, gitanos, europeos orientales y otros mandriles insignificantes e inmorales.
Fue ciertamente una época próspera.
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«No hay motivo para desesperar», dijo Albert Einstein a los periodistas poco después de la victoria electoral de los nazis en 1930 —en dos años habían pasado de un 2,6 % de los votos al 18,3 %—. «El éxito electoral de Hitler es solamente un síntoma, no tanto de odio a los judíos, sino de una irritación temporal por la pésima situación económica y el desempleo entre los jóvenes alemanes, que no saben cuál será su futuro. Durante el caso Dreyfus en Francia, en una época quizá más peligrosa, la mayoría de los franceses compartía el antisemitismo. Espero que, en cuanto la situación mejore, también el pueblo alemán pueda ver las cosas con más claridad.»
A Albert se le consideró siempre un hombre razonable, y así se le sigue viendo hoy en día.
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A finales del 2008 fue reduciéndose poco a poco el «debate», como se llamó siempre a esta discusión, que oscilaba entre lo inane y lo racional. A principios de año cayó una estrella fugaz: la corona perdió valor y en verano las noticias trataban casi en su totalidad de asuntos económicos. ¿Podía seguir creciendo en Islandia una industria de elevadas necesidades energéticas? Las empresas pesqueras ¿se verán beneficiadas por la caída de la corona? ¿Qué está pasando realmente en los bancos? Finalmente, en octubre se supo lo que estaba pasando en los bancos, y que ahora conocemos perfectamente: se iban derrumbando uno tras otro y se produjo una crisis total.
La crisis.
De pronto, fue como si no existieran los extranjeros, excepto como protectores, consejeros y ayudantes: el Fondo Monetario Internacional, la Unión Europea y Joseph Stiglitz, Eva Joly, Noam Chomsky, Yoko Ono, Hardt y Negri, David Lynch, el dalái lama y Dios único y omnipotente sabe cómo se llamaba o se llama toda esa gente que vino de visita a salvar a los islandeses (pero ¿dónde andaba Bob Geldof?).
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No sabíamos, ponía en las pancartas que los alemanes sacaron a calles y plazas en los días posteriores a la guerra. Bien claro, y negro sobre blanco: no sabíamos. No se especificaba cuál era el objeto de su ignorancia. El mundo, la guerra, el nazismo. La frase carecía de complemento directo. Los alemanes no declaraban su inocencia, pues de poco serviría en una nación derrotada. Declaraban su ignorancia absoluta, sin límites: no sabíamos. Bien claro, y negro sobre blanco. No sabían a qué hora empezaba el día ni a qué hora terminaba, cuándo se abrían las flores, cómo nació la música, por qué era azul el cielo, o qué había sido de toda esa gente. Simplemente, no sabíamos.
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Agnes estaba segura de que la crisis perjudicaría sobre todo a los extranjeros. «Si somos tan racistas cuando tenemos los bolsillos llenos de dinero en efectivo, ¿os imagináis cuál sería la situación si fuéramos pobres? Y antes o después volveremos a ser pobres. Esperad y veréis».
Pero se equivocaba. Al estallar la crisis, las iras de la gente no se descargaron contra los trabajadores polacos de la construcción ni las mujeres tailandesas de las congeladoras de pescado. Ni siquiera se descargó sobre los traficantes de drogas lituanos ni las putas estonias. Se descargó sobre varones islandeses con traje de chaqueta: políticos u hombres de negocios. Los enemigos favoritos de los populistas: la élite. Estos degenerados poderosos que están tras los bastidores y que son el extremo opuesto de todo lo que se puede llamar «bueno y honrado», más allá de la gente «normal».
Con los extranjeros se evaporó también el Partido Liberal. Con la desaparición del Partido Liberal, Agnes perdió su entusiasmo por la cuestión de la inmigración. Un día tras otro no hacía más que mirar la pantalla sin escribir ni una sola palabra. Aparte de con Arnór, al que veía todas las semanas, en todo el invierno hizo como cuatro o cinco entrevistas. Habló con un politólogo en un café. Básicamente de la crisis, más que de populismo o xenofobia. Lo único a lo que se dedicó en realidad fue a profundizar en las cuestiones económicas y legales, como indexación de valores y préstamos multidivisa. Las operaciones del Banco Nacional a lo largo de las semanas previas al hundimiento. Hacía mucho tiempo que no se enfrascaba en la lectura de sus montones de libros. Incluso había dejado de acumular libros. Iba todos los días a la Biblioteca Nacional, se encerraba en su despacho y se dedicaba a mirar las musarañas o internet. Para estirar las piernas, subía al piso de arriba e iba al despacho de Arnór a decir hola. Miraba internet. Iba a por un café. Cuando se le metió en la cabeza la fijación de visitar a sus padres en Lituania (y matarse a trabajar para pagarse el viaje), encontró la excusa ideal para dejar la tesis de lado sin sentir remordimientos. Además, sentía la necesidad de salir de Islandia. Escapar de la crisis y de la mentalidad de crisis. De tanta economía y tanto derecho. No tenía que descansar de legalismos, sino de excusas legales, de todas las grandes palabras que parecían imprescindibles para implantar la justicia en el mundo.
Ahora estaba en bragas en una terraza en una aldea de las afueras de Roma. Era invierno y tenía los ojos fijos en la pantalla del ordenador. Pensaba en economía, en derecho y en su novio, que estaba en Islandia, en algún sitio, delirando por la gripe porcina y que no respondía a sus SMS.
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