—No lo sé.
—Yo tampoco.
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Sé que no es nada divertido leer esto, pero ni se te ocurra dejarlo. Es importante. Estamos hablando contigo.
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Agnes localizó el coche de alquiler y pasó tres cuartos de hora en el aparcamiento antes de ponerse en marcha. El empleado que le había entregado el coche fue dos veces a comprobar si todo iba bien. Sí, sí, dijo Agnes. Stanno tutti bene. Recordaba esa frase desde que era niña, de un anuncio de fútbol italiano. Stanno tutti bene. Todos están bien. A lo mejor también era una película. El empleado sacudió la cabeza y se fue.
Agnes estaba intentando acumular ánimos. ¿Qué iba a hacer ella sola en Roma una semana entera? Casi se sentía inclinada a pedir audiencia al papa, después de todo. A lo mejor, a él se le ocurría alguna buena idea. Al papa, vamos. Al papa Ratzi. Al cardenal panzer. Al rottweiler de Dios. Había pertenecido a las Juventudes Hitlerianas. Seguramente no habría tenido opción de elegir. Pero incluso así. Las Juventudes Hitlerianas. Al pensarlo, Agnes se ruborizó.
Era tres de diciembre, había cinco grados bajo cero y nevaba. Agnes tenía frío en el trasero cuando por fin puso el coche en marcha e introdujo en el GPS la dirección de su alojamiento. Y salió del aparcamiento. La casa que había alquilado estaba en la aldea de Genzano, en los montes Albanos, aproximadamente a una hora del aeropuerto. Cuando llegó, lo primero fue meter la maleta en la casa. Luego fue en busca de una tienda de alimentación y volvió con yogur, fruta, café, pasta (penne rigatte), pesto y pollo al ajillo en pedazos.
Llenó la bañera y luego estuvo llorando hasta la hora de la cena.
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Los alemanes perdieron la segunda guerra mundial pero treinta años después eran una de las naciones más ricas y poderosas del mundo.
También los japoneses perdieron la segunda guerra mundial y les pasó como a ellos.
Naturalmente, nadie salió tan malparado de la segunda guerra mundial como los judíos. Y sin que yo pretenda dar pie a las teorías de la conspiración de los neonazis, según las cuales el pueblo de Israel ejerce un dominio real sobre el mundo entero, parece que fueron capaces de arreglárselas estupendamente, dadas las circunstancias. Bueno, los judíos, no los neonazis.
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Agnes tenía la mirada fija en la pantalla vacía del ordenador. Había dieciocho grados y brillaba el sol, y estaba sentada en el balcón, vestida solo con las braguitas. Dos días antes la temperatura era bajo cero y estaba nevando, y ahora había dieciocho grados. Los dioses tienen que estar locos.
No había escrito aún ni una letra, pero miraba la brillante pantalla con los ojos entornados, como si fuera suficiente concentrarse un poco para que las letras brotasen por sí solas. Se quitó el sudor de los pechos con la mano y se las pasó por el cabello reseco y ardiente, y cerró los ojos. En Roma había dieciocho grados. Era diciembre, invierno, y dieciocho grados no eran tantos, pero se sentía como si se estuviera asfixiando. Al mirar a la calle, a sus pies, vio que los italianos paseaban arriba y abajo por calles y plazas —vias y piazzas— con anorak y abrigo. Como si estuvieran en plena Islandia. Pero allí estaba ella, con una braguita blanca de dos gramos como única ropa, una cerveza helada entre las rodillas y un matamoscas en una mano. Era mediodía y aún no había tomado ni café. Hacía demasiado calor para un café.
Tenía la mirada fija en la vacía pantalla del ordenador.
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Nadie puede dudar de las grandes proezas realizadas en este campo en el siglo xx, pues en tiempo de guerra se producen progresos un día sí y otro también —no solo en el siglo xx, también antes y después—. Pero, quizá precisamente por eso, es imposible decir nada verdadero o correcto sobre el siglo xx sin contar calaveras y describir exhaustivamente los tanques. Naturalmente, la admiración por estos aspectos no ocupa el primer plano de los libros de historia, sino que se halla cuidadosamente oculta detrás de un dolor respetuoso; probablemente, la intención no es disfrutar ni admirar la tragedia. La intención, desde luego, sí que es admirar bellas fotografías, el lustroso papel glasé, la exquisitez del estilo, el imponente formato y la precisión de las investigaciones expuestas, pero la reverencia ante el propio trabajo acaba contagiando a la mercancía misma que vendemos, la historia de la humanidad, de modo que de pronto, el Holocausto se convierte en un mundo mágico al estilo de Narnia y Nangijala.
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Año y medio antes, cuando decidió el tema de la tesis, este era muy relevante. De lo más relevante. Chisporroteantemente fresco. Al principio, las palabras clave de la tesis eran desgarrador presente, sangrante presente, nuestras costumbres y expectativas frente a la decepción y la desesperanza inevitables. ¡Oh, tiempos modernos! El racismo populista de Islandia, contextualizado con los estudios sobre movimientos comparables en Europa.
En poquísimos años, se vio una gran cantidad de extranjeros —polacos, lituanos, tailandeses, filipinos y otros— en un país que prácticamente carecía de historia de inmigraciones desde que los nórdicos se establecieron en él con sus esclavos irlandeses (si no contamos el ejército estadounidense ni a los pocos marineros que llegaron por accidente a Islandia justo después de la baja Edad Media —como los vascos, que en realidad fueron todos asesinados por nativos enloquecidos y sedientos de sangre, en lo que se denomina «Masacre de españoles»).
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Cómo me gustaría haber sido un superviviente de Auschwitz, se dice el niño a sí mismo durante la clase de Historia. En esos días, la gente no derrochaba los productos de primera necesidad, dice el ama de casa con remordimientos de conciencia al echar al cubo de basura los restos de comida del plato y meter la vajilla en el friegaplatos. Hitler podía no ser el mejor de los tipos, pero joder, fue una estupenda muestra de astucia eso de quemar el Parlamento, dice el hombre al que regalaron el libro en Navidad. Y tiene a su favor haber sido capaz de detener la inflación. Y nosotros vomitamos y ponemos unos ojos enormes y llenos de admiración.
—¡Cojonudo!
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A raíz de las enormes inversiones realizadas en la industria, y que no vale la pena especificar aquí en detalle, de pronto había en Islandia tantos inmigrantes como en Dinamarca —y todos y cada uno de ellos, de primera generación—. El invierno anterior, Jón Magnússon, magistrado del Tribunal Supremo y parlamentario del Partido Liberal, publicó su famoso artículo «¿Islandia para los islandeses?», en la misma época en que Agnes pasó por delante del kebab recientemente inaugurado en Reikiavik, sobre cuya pared alguien había pintado una esvástica. Aquel artículo echó a rodar la pelota, con la consiguiente atención de los medios de comunicación, y se produjo un auténtico acoso sobre la rama xenófoba del Partido Liberal —un partido que hasta entonces se había limitado a manifestar opiniones sobre la pesca del bacalao— cuando Viðar Helgi Goebbelson se hizo cargo de la Asociación de Jóvenes Liberales y se dedicó a asociar a los inmigrantes con «violaciones organizadas», «trabajo esclavo», «tráfico de personas» y «propagación de la tuberculosis», además de exigir que se obligara a los inmigrantes a seguir cursos de «formación nacional» —alguien debería especificar lo que significaba tal cosa—. En primavera se celebraron elecciones parlamentarias: por primera vez entró un inmigrante en el Parlamento y durante un tiempo se produjeron discusiones histéricas por todos los rincones sobre si el tal Paul Nikolov, llegado de la gran potencia americana, sabía o no sabía hablar islandés, pero todos se pusieron de acuerdo, al parecer, en que hablaba islandés —pero con acento—. Después, Jóhanna Sigurðardóttir, recién nombrada ministra de Asuntos Sociales, tomó la decisión de retrasar hasta el año 2009 la autorización a búlgaros y rumanos para viajar al país sin limitación, al contrario de lo que sucedía con los residentes del Espacio Económico Europeo y la Unión Europea (más tarde, Jóhanna prorrogó el plazo hasta el 2012 —aunque en ese año iba a terminar el mundo, según las teorías de Hollywood sobre las teorías de los mayas de México, de modo que daba igual).
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