—¿Un pater familias? ¿Estás enfadada conmigo?
—No estoy enfadada. Solo molesta.
—¿Conmigo?
—No. Déjame en paz.
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Prácticamente nadie cree que Hitler fuera capaz de amar.
Se dice que Hitler amó a Eva Braun. Pero era un amor sin sexo. No se amaban. No había cariño entre ellos. No había un cariño auténtico. Ella admiraba la autoridad que tan bien le sentaba. A él le venía bien tener una mujer bien sujeta, le venía bien para su imagen de político responsable. Son viejos chismorreos que a veces se repiten en escritos serios.
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Agnes empezó a dejar de lado su tesis de máster y a no asistir a las clases. A continuación, avisó que dejaría el apartamento a partir de diciembre, incluido. Así ahorraron 200 000 coronas. Después rebajó un tercio el precio del coche y lo vendió al día siguiente por 400 000 —lo había comprado de segunda mano, tres años antes, por 800 000—, pero el préstamo estaba ya pagado del todo, así que pudo quedarse el dinero de la venta. A continuación, cogió un trabajo de recepcionista de noche en un hotel, al mismo tiempo que se dedicaba a traducir al lituano folletos publicitarios de una fábrica de prótesis. Los folletos los traducía por la noche en el hotel. Los fines de semana, Ómar y ella iban al rastro de Kolaport y vendían sus libros, sus CD y sus películas en DVD —más tazas, platitos, platos hondos y de vez en cuando otros trastos—. Ómar hacía todos los turnos que podía en Domino’s y solía trabajar desde las doce del mediodía hasta las doce de la noche, y más horas aún los fines de semana. Por las mañanas revisaba traducciones de series de la Radiotelevisión Nacional. Desayunaban gachas de avena y cenaban espaguetis y zanahorias. Renunciaban al almuerzo, al café, a los cigarrillos y (naturalmente) a la cerveza.
Cuando Agnes volvía a casa al terminar su turno de noche, recorría diarios, editoriales y revistas intentando vender su (inacabada) tesis de máster, entera o por partes. Los diarios ya no compraban artículos remitidos, había crisis. En un sitio le ofrecieron trabajo de periodista con un sueldo inferior al que ganaba como portera de noche, pero con más horas de trabajo. Dijo muy educadamente que no.
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Prácticamente nadie cree que Hitler fuera capaz de amar.
Se dice que Hitler amaba a su pueblo, pero era más con violencia animal que con amor humano.
Dicen que el Führer amaba a los niños. ¿Pero no era más bien, bueno, ya sabéis, porque era un poco… eh? ¿Amar a los niños? Vamos, hombre.
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Las revistas preguntaban a Agnes si tenía algo más animado. Todos estaban con una depresión de muerte por la coyuntura económica y las revistas tenían que contrarrestarlo con una alegría vacía e infinita. ¿A lo mejor podía escribir sobre la fiesta de pompas de jabón de Vilna o sobre el Baltic Pride? Agnes intentó explicarles que la fiesta del orgullo gay en los países bálticos no era una celebración festiva como la de Reikiavik, era una manifestación reivindicativa y no se hacía para que la gente estuviera feliz y contenta. Las revistas preguntaron, a su vez, si no sería una exageración. ¿Maricones y violencia? ¡Pero si los maricones son una ricura!
Algunas editoriales se mostraron interesadas por la tesis. Citaron a Agnes a una reunión para discutir una serie de cosas, asuntos diversos, que había una gran carencia de libros serios sobre ese tema y que qué bien que las mujeres jóvenes progresen como lo hacen escribiendo cosas serias, y que estaba más que justificado luchar contra el avance de la xenofobia y el fascismo en el mundo. En cuanto Agnes mencionaba el dinero, los editores respondían al instante que tenían que acudir a una reunión en algún sitio, pero le pedían que volviera a la mañana siguiente para hablar más del asunto. Finalmente, los editores reconocían que ellos no tenían poder de decisión en la edición de sus libros, y que «los del dinero» les habían pedido que no malgastaran más fondos en café para Agnes, a menos que estuviera dispuesta a escribir algo vendible. Y entonces Agnes iba a la siguiente editorial, y así una vez tras otra.
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Un chiste viejo (y de mal gusto que, gracias a Dios, casi nadie se atrevía a contar en voz alta en esa época): Adolf Hitler y Heinrich Himmler están en el bar de una pequeña ciudad de Austria mucho después de la guerra, cuando el hombre de la mesa vecina se vuelve hacia ellos y pregunta:
—Perdonen, pero ¿no son ustedes…?
—Sí —dicen Himmler y Hitler, con una sonrisa tan amplia que se les veían los dientes—. Lo somos.
—¿Pero no están ustedes muertos?
—¿Eso cree? —responden los líderes arios.
—Bueno, es que, vaya… —dice el hombre—. Pero estoy muy extrañado. ¿Qué están haciendo ustedes aquí?
—Estamos organizando nuevos crímenes, peores que cualquiera que haya habido nunca. Esta vez no pensamos limitarnos a aniquilar a todos los judíos del mundo, sino que además robaremos la Venus de Milo y le pegaremos los brazos de Sylvester Stallone, los antebrazos de Justin Bieber, los dorsos de las manos de un gorila y las palmas de las manos de Steven Spielberg.
El hombre hizo un gesto de total desconcierto:
—¿Pero por qué demonios quieren robar la Venus de Milo, pegarle los brazos de Sylvester Stallone, los antebrazos de Justin Bieber, los dorsos de las manos de un gorila y las palmas de las manos de Steven Spielberg?
Himmler mira a Hitler con gesto de victoria y dice:
—Te dije que a nadie le importarían los judíos, ¿no?
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Pese a no lograr vender la tesis de máster, la pareja consiguió acumular 1,3 millones de coronas en cuatro semanas. Quedaba algún sueldo por cobrar, pero no tardaría. Pagaron 800 000 como depósito por una casucha cerca de la avenida Sæbraut —el hogar que les estaría esperando en febrero— y el resto bastaría para los billetes de avión a Vilna, los billetes de autobús a Jurbarkas y un tren de vida aceptable hasta finales de febrero, cuando recibirían los cheques de sus sueldos.
Se organizarían. Se sentían casi capaces de todo, podían hacer cualquier cosa. En algunos momentos no comprendían cómo la gente podía ser pobre. Luego recordaban que ellos eran jóvenes, felices, sanos, sin hijos, con formación, de una clase media decente y que, a fin de cuentas, vivían en un país donde el desempleo era prácticamente desconocido. Lo que no cambiaba nada al hecho de que se les abrían innumerables posibilidades, ni a la pequeña hazaña personal que habían conseguido llevar a cabo.
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Hitler está ahí. Me saluda como a un viejo amigo. Y se preocupa por mí. ¡Cuánto lo amo! ¡Qué hombre! Luego habla. Me siento tan pequeño. Me da una foto suya. Con saludos a los países renanos. Heil Hitler! Quiero que Hitler sea mi amigo. Su foto está en la mesa de mi despacho.
Del diario privado de Josef Goebbels.
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—Me parece que lo más barato es hacer escala en Roma.
—¿Me tomas el pelo?
—No, qué va. Ir por Copenhague cuesta 77 329 coronas cada uno, y 59 297 si viajamos por Roma. Fui a una agencia de viajes y…
—¿Pero qué locura es esta? ¿Y si vamos en avión a… Berlín, por ejemplo, y tomamos el tren desde allí?
—El tren es mucho más caro que el avión.
—Pero ¿no es mucho más ecológico? Yo creía que el combustible estaba por las nubes.
—No lo sé. Pero es mucho más caro. Ya lo he comprobado.
—Vaya.
—Pero bueno, si me dejas terminar, en realidad