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Bogdan Kowalczyk fue un ídolo del balonmano polaco. Pertenecía a la tropa de modelos de los jóvenes islandeses, aunque un tanto a escondidas. Que Agnes recordara, Bogdan nunca hizo anuncios de refrescos Svala. Fumaba cigarrillos como un poseso y, sobre todo, se había ganado fama de portarse mal con «nuestros chicos». Bueno, la palabra no era exactamente «mal». Se decía que se pasaba con la disciplina. Los islandeses eran hijos de la naturaleza y para refrenar un poco esas fuerzas naturales (sacadas de volcanes, vientos, glaciares y mares) fue preciso ir a buscar a alguien nada menos que a Varsovia, Polonia. Hacía falta alguien capaz de enfadarse. De enfadarse mucho mucho. Alguien capaz de echarles broncas a esos hijos de la naturaleza. Y hacer de ellos auténticos guerreros. Hacía falta aplicar historia del bloque del Este.
Pero lo cierto es que no pasaba nada porque Bogdan se enfadara, porque hablaba un islandés rarísimo. Y aunque se pusiera furioso, nunca lo estaba tanto como para no resultar ridículo al mismo tiempo. Lo imitaban hasta en la última salita de café de la última empresa de todo el país. Los humoristas se burlaban de él en las festividades, y en cierta ocasión incluso se pudo ver a uno esforzándose por hablar como él en un talkshow tan serio como Hablando con Hemmi Gunn. Pero todo lo hacían en broma.
Bogdan Kowalczyk era lo más próximo a un modelo lituano de que dispuso Agnes en Islandia. Pero era polaco, no lituano. Bueno, ahora tenía a Dorrit Moussaieff, la esposa del presidente. Era de origen judío, no lituano. Y Agnes no lo había pensado hasta ahora. Ni se había pensado en relación con Dorrit ni con Bogdan. Cuando ella era niña, Bogdan no era más que un extranjero raro que no sabía hablar islandés correctamente. Igual que sus propios padres. Igual que Dorrit, ahora. «El país más grande del mundo». Todo eso. Cuando cayó el comunismo, Bogdan volvió a Polonia. Igual que sus propios padres. Claro que él se fue ya al año siguiente, mientras que sus padres esperaron casi diez años. Pero es igual. Pensándolo bien, en ella había más de Bogdan que de Hófí y Jón Páll.
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El Rey Chaim era el jefe máximo del gueto, y gozaba de la confianza de los nazis. Probablemente, pensaban que los judíos se dejarían manejar mejor con una autoridad judía, y a lo mejor les parecía hasta poético dejar que fuera uno de los suyos quien ejerciese de tirano. Para los nazis, eso confirmaba lo que habían pensado siempre sobre la traicionera naturaleza de los judíos, y por eso mismo les alegraba. El Rey Chaim imaginaba, probablemente, que habría más supervivientes si él les pedía que se esforzasen más aún en el trabajo, si se convertían en objetos valiosos para los nazis, un número mayor de personas se salvaría del exterminio. Nadie mata a la vaca mientras sigue dando leche, como dice el refrán. Y hasta cierto punto tenía razón. De todos los guetos judíos, del que se discutió más y en el que más se retrasó el exterminio fue el de Łódź.
Pero ese día enviaron a veinte mil judíos a Chełmno.
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Agnes se despertó con un escalofrío. No recordaba lo que había soñado, pero se sentía como si alguien la estuviera vigilando. Se levantó de la cama y fue al baño a hacer pis. La sensación era insoportable. Tenía la sensación de que los ojos de alguien estaban abriendo un agujero a sus espaldas. Pero detrás de ella no había nada más que la tapa del inodoro. Se secó, hizo correr el agua y fue a la entrada. Echó el pestillo, miró por la mirilla, cerró con llave la puerta del balcón y se tumbó en la cama. Mierda de escalofríos. Pero ¿qué estaba soñando? Algo le había arrebatado la sensación de seguridad. Y aunque sabía que no era más que un sueño, no conseguía quitárselo de encima.
Eran las seis.
Después de pasar casi una hora en la cama sin sentirse mejor, decidió levantarse e intentar trabajar un poco.
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Por delante de las cámaras cinematográficas de los nazis pasaron tres niños, podían tener unos ocho años, y no tenían ni idea de que alguien tuviera intención de matarlos. Se detuvieron al ver las cámaras, miraron directamente a la lente y sonrieron de oreja a oreja, como la gente que se pone detrás de los periodistas en una calle llena de gente y saluda a los espectadores sentados en su salón. Allí se quedaron un ratito, sonrientes, dejando que el mundo entero los mirase por última vez. Finalmente, se pusieron en marcha, riendo, y se fueron a por sus padres.
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Los lituanos eran ladrones. Vendían drogas y violaban gente. No había sido siempre así, pero era así cuando Agnes empezó su tesis, dos años atrás. Cuando era pequeña, en Islandia podían vivir entre cinco y diez lituanos, aparte de sus propios padres. A veces se reunían para celebrar la fiesta nacional —los primeros años, la antigua, el 16 de febrero (fue el día de 1918 en que se creó la República lituana); después de 1991, se reunían para festejar la nueva, el 11 de marzo, y al final, las dos—. Si invitaban también a estonios y letones, llegaban a juntarse treinta personas. En una ocasión asistió Jón Baldvin Hannibalsson, ministro de Asuntos Exteriores, que fue el primero en reconocer la independencia de los países bálticos. Algunos tuvieron la impresión de que bebía muchísimo y era un poco raro, pero nadie se atrevió a criticarlo en voz alta. En los años noventa, Jón era casi Dios a los ojos de los lituanos islandeses.
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Es un gusto dejarse mirar por una cámara de cine. Te sientes bien cuando otros te dedican su atención. Te das cuenta de tu importancia. Algunos te consideran lo bastante importante para querer verte cuando se les antoje, mientras estés aún en el mundo, o cuando ya estés en el cielo. Sientes la eternidad en tu interior. A un lado de las cámaras de cine hay algo incomprensiblemente grande. Algo divino.
Esto es lo que dejo tras de mí. Da igual lo que suceda, aquí seguiré yo, sonriendo a las cámaras de cine de los nazis. Sé que estás mirando. Sé que me observas.
Y aquí estoy yo, sin parar de mirar a los tres niños sonrientes —todo el tiempo— por última vez. Como si el fantasma fuera yo, y no ellos.
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Los lituanos se multiplicaron rápidamente a partir del cambio de siglo. Según documentos oficiales, en el año 2000 eran quince. Tres años más tarde, 254. Un año después, Lituania se convirtió en miembro de pleno derecho de la Unión Europea y los lituanos pudieron viajar y trabajar libremente. Entonces llegaron a ser unos 1500. Un cero con cinco por ciento de la población. Como el número de habitantes de una ciudad islandesa de cierto tamaño. Pronto empezaron a aparecer lituanos en los medios de comunicación. De repente, los islandeses, que no habían mostrado ni el menor interés por ese país desde que dejaron de darse palmaditas en la espalda a sí mismos por haber reconocido su independencia, adquirieron un interés incontrolable por los súbditos de Lituania. Los lituanos partían rodillas, formaban bandas organizadas y atracaban tiendas. Torturaban a unos jóvenes honradísimos para que les sirvieran de camellos en la venta de drogas. Vivían por decenas en pequeños apartamentos, bebían, se drogaban y se peleaban, y causaban pánico a las personas honradas. E introducían en el país putas tan drogadas que no sabían ni en qué lugar del mundo estaban. Al poco, era casi imposible abrir un periódico sin encontrar un reportaje sobre «la mafia lituana».
Pero si preguntabas por el escritor Balys Sruoga, la poetisa Salomeja Néris, el artista Jurgis Maciunas, la actriz de Hollywood Ingeborga Dapkunaité, el pintor Sarunas Sauka, el violinista Jascha Heifetz o el matemático Jonas Kubilius, que era de Fermos, justo al lado de Jurbarkas, por no hablar del escultor Vincas Grybas, que era del mismo Jurbarkas y fue asesinado allí por los nazis, nadie sabía nada. Sobre esa gente nunca se escribió ni una letra. Pero seguramente habría habido alguien que