En efecto –y ya lo he explicado más ampliamente en otro lugar*–, yo había determinado cómo Caruso había podido cantar controlándose por medio de su autoescucha. Y la curva envolvente que yo había dibujado no era otra que la que encontraba en el oído derecho de ese joven paciente italiano pintor de profesión y que hasta la fecha no había pensado demasiado en emitir ni un solo gorgorito.
En todo caso, si mi hipótesis de control mediante el oído derecho era válida, ese joven debería sentirse a gusto si se ponía a cantar y, por añadidura, debería estar dotado de una voz de tipo carusiano. Así que me las ingenié para enseñarle una o dos frases de modo que él pudiera reproducirlas. Y cuál fue mi sorpresa al oír unos sonidos llenos de sol, todo un estallido napolitano, llenar mi gabinete con una resonancia y una coloración completamente al estilo de Caruso.
Mi alegría de joven investigador era tal que decidí dar a escuchar lo antes posible la grabación que yo había efectuado a aquellos profesionales que me sabían implicado en este tipo de trabajo. Decidí dar a escuchar la grabación en primer lugar al ilustre cantante del que hemos hablado anteriormente explicándole, no sin emoción, lo que acababa de constatar. Le presenté, entre otras cosas, la historia de los hechos que habían conducido a ese paciente hasta mi gabinete. Entonces le pasé la secuencia vocal, con los agudos y el asombroso timbre del joven pintor italiano. Con un aire serio y desde mi punto de vista casi digno de lástima, el gran tenor me notificó que ese joven cantaba como un... No me atrevería a escribir aquí el calificativo.
Decir que estaba destrozado es decir poco. Pero entonces, más que superar mi desasosiego intenté comprender por qué él había reaccionado
de esa manera. Acordándome de cómo él percibía los sonidos, se me ocurrió hacerle escuchar un disco de Caruso sobre el que yo había trabajado especialmente, puesto que había extraído todas sus notas sostenidas para hacer el análisis espectral y las fotos. Se trataba del aria de Luisa Miller “a la paterna mano” grabado en el año 1914.
Desde las primeras frases, con una agitación increíble, el ilustre tenor se levantó y empezó a dar pasos de un lado a otro del despacho, entonces bastante grande, haciéndome partícipe de su irritación. Añadió que jamás había podido ni podría comprender cómo una voz tan fea, tan ronca, tan vacía, tan oscura, tan en la garganta, había podido armar tanto revuelo, cómo había podido despertar tantas pasiones, cómo había podido cosechar tanto éxito en el mundo entero. Me sentía decepcionado y apasionado.
Es cierto que habría podido pensar que se trataba del antagonismo de dos grandes de la escena, una especie de celos que se habría podido comprender e incluso admitir. Pero mi interlocutor era una persona tan amable, de naturaleza tan poco agresiva, tan complaciente, que eliminé esa hipótesis. Pensaba que ese impulso aun habiendo podido existir en él, no podía llegar a provocar la negativa absoluta a proseguir con esa experiencia.
Así que, cuando él se fue, preparé, gracias a un conjunto de filtros, una instalación capaz de reproducir un control idéntico al suyo, y me puse a escuchar a Caruso. Debo confesar que se volvió inaudible, francamente inescuchable. En cuanto a la voz de mi joven paciente italiano, reciente cantante, no quedaba nada de ella, y entonces comprendí la brutal respuesta del ilustre cantante que, sin ninguna duda, con su humor particular, había intentado contrapesar mi entusiasmo.
Sin embargo, eso no terminó allí, hay que remarcar dos elementos interesantes. El primero consiste en que ese antagonista incondicional de Caruso fue, sin saberlo, reeducado, gracias al oído de Caruso. Y que si volvió a cantar en la Opéra, fue gracias a la ayuda de la escucha carusiana que yo le sobreimpuse. En efecto, su propia emisión, limitada a 1.500 Hz, es decir, situada muy por debajo de la franja aguda carusiana, no manifestaba una escucha lo suficientemente elevada para llevar a cabo y mantener la reeducación de la actividad del conjunto sinérgico audiovocal.
El segundo paréntesis de esa aventura fue el siguiente: por una parte, yo conocía la audición del célebre cantante y, por la otra, disponía de la del joven pintor italiano. Operado por mí mismo hacía algún tiempo, había conservado su perfil vocal carusiano, que debía conducirle naturalmente al canto. Entonces pedí a nuestro experimentado cantante que ayudara al joven dándole lecciones y consejos respecto a la emisión vocal.
Siendo las curvas de escucha opuestas, yo preveía lo que iba a pasar, pero me creía lo suficientemente competente para vigilar y prevenir cualquier peligro. Ahora bien, en algunas lecciones, tres o cuatro, el joven cantante superó mis expectativas... en cuanto a la incompatibilidad, puesto que… ¡Se quedó afónico durante algunas semanas! Fue necesario reeducarle. Le rogué que a partir de entonces sólo escuchara su propio oído, lo que hizo, y le funcionó.
Más elocuente de lo que podrían ser las abundantes explicaciones es la comparación de esos dos esquemas que reflejan las curvas auditivas de nuestros dos protagonistas: el maestro y el alumno; nos permite ver de manera tangible lo que significa “no estar conectados en la misma longitud de onda”.
Figura 1
CURVAS COMPARATIVAS DE LAS RESPUESTAS AUDITIVAS DE LOS DOS PROTAGONISTAS
Para completar esa ilustración y volverla aun más inteligible, aportamos el espectrograma de la voz carusiana. Sobre esa reproducción gráfica tan específica, superpondremos la curva de nuestro cantante refractario a la de la voz del gigante italiano. Nos ha parecido interesante comparar el análisis de la voz de Caruso con el espectrograma del artista francés del que acabamos de hablar. Recordemos que su voz era en un principio de una calidad excepcional, pero que en cambio su técnica era como mínimo defectuosa puesto que había alterado hasta la extinción su fabuloso potencial vocal.
Figura 2
CURVAS DE ENVOLTURA COMPARATIVAS
El profesor de canto
De todo ello se deduce que es mejor que el alumno y el maestro estén “afinados”, sin lo cual el alumno se expone a numerosos peligros. Evidentemente, en el ejemplo escogido hemos expuesto un caso extremo. Sin embargo, y por desgracia, no es una excepción. Siempre habría que asegurarse de que el oído del maestro sea de calidad. El mejor criterio para convencerse de ello es, sin lugar a dudas, la calidad de su voz. Si ésta es excelente, se puede fácilmente deducir que su oído será el requerido para ofrecer una escucha adecuada. Pero es mejor ser prudente, incluso circunspecto si la emisión del enseñante no parece responder a las exigencias de autocontrol necesarias para el buen funcionamiento de su laringe.
Ciertamente, el maestro puede tener una voz cuya calidad no se distinga ni sobresalga por su especificidad, como la voz de un Caruso, de un Gigli, de una Tebaldi o de una Callas. En cambio, la emisión sí debe ser perfecta, o en todo caso acercarse a la perfección.
Es verdad que se puede dirigir una educación vocal sin que uno mismo emita los sonidos. Puede darse, pero sólo en cierta medida, y, reconozcámoslo, bastante limitada. Se puede recibir de un enseñante, o de “un susodicho”, algunos consejos. Estos últimos pueden ser juiciosos, pero por pertinentes que puedan ser, difícilmente sustituyen los ejemplos que el profesor de canto puede ofrecer a su alumno para aportarle elementos comparativos adecuados con el fin de indicarle sus errores al mismo tiempo que lo que debe hacer. Lo ideal es indicarle el camino que debe seguir para alcanzar la base donde querríamos que apoyara sus fundamentos. Desde ahí