De la misma manera, ¿cómo concebir que una lección dada para enseñar a tocar un instrumento, por ejemplo el piano, el violín u otro, la pueda dar un melómano que no haya tocado nunca, ni de cerca ni de lejos, dicho instrumento? Sin duda podrían fluir buenos consejos por lo que se refiere más especialmente a la interpretación, a los sentimientos, a las diferentes inflexiones que requiere la interpretación musical. Pero, aunque se le dispensaran al sujeto nociones sabias bien orientadas respecto a la utilización del instrumento, en relación con el tecleo, el apoyo y todo lo que se refiere específicamente a la técnica instrumental pura, no se podría comparar con la enseñanza que emana de un experto en la materia y que además es experto en la técnica, capaz de haber vivido, es decir, sentido y ejercitado miles de veces, lo que quiere trasmitir.
El que accede al virtuosismo toca con facilidad el instrumento que le ha sido propuesto o al que él se consagró espontáneamente. Pero no lo logrará si no ha alcanzado el dominio de su propio instrumento corporal, en definitiva, de su sistema nervioso. ¿No es cierto que es la estructura nerviosa la que dirige el cuerpo y que todo instrumento musical es la prolongación del cuerpo con el fin bien definido de formar una única y misma entidad? Así, cuerpo e instrumento son una sola cosa. Entonces se da la fusión entre la propia música y el instrumento por la mediación del sistema nervioso. Este último actúa realmente como un unificador dinámico.
De modo que el conjunto del cuerpo contribuye a la buena ejecución de la obra musical, aunque toda la infraestructura del aprendizaje, que de hecho depende de la educación del sistema nervioso, debe estar perfectamente organizada. A fin de que haya reproducción real es necesario que la integración sea posible en el sentido profundo de la palabra, es decir, que haya una memorización sensoriomotriz suficiente para que la pieza musical pueda ser reproducida íntegramente. Así es tanto en la ejecución instrumental como en la utilización del cuerpo en el lenguaje. Es necesario que haya habido previamente encarnación, o sea, absorción neurosensoriomotriz. Esa “incorporeización” se prolonga en el momento en que se trata de tocar un instrumento.
Aprender música a través de un instrumento, el violín por ejemplo, es integrar esa música en el sentido que le acabamos de atribuir. También es llegar a imbricar íntimamente la imagen corporal con la del instrumento: en ese caso el violín. Una vez convertido en experto en el arte de fundirse con su instrumento, el gran músico sabe, si lo desea, objetivarse en su totalidad. A partir de ahí, eso le permite dejarse atravesar por la música que le habita a semejanza del compositor en el momento de componer su obra. El artista que se consagra a la interpretación de una partitura lo hace sumergiéndose en un espíritu próximo al del compositor.
En el canto el cantante es a la vez instrumento y ejecutante. Para ello debe llegar a percibir su instrumento corporal totalmente como una entidad fuera de él mismo, del mismo modo que un músico, cuando lo desea, llega a observar su instrumento.
Entonces el cuerpo cantante forma igualmente un todo con el cuerpo. Cabe destacar que ciertas partes se individualizan para que se produzca la acción de cantar. Sin embargo, acceder al nivel profesional del virtuoso es poseer neurológicamente el instrumento corporal, es tocar con maestría las partes seleccionadas, especializadas en el canto, como si se tuviera la posibilidad de dominar un instrumento musical.
Expuesto esto, lo mejor para el alumno es estar seguro de que su maestro es un experto en el arte del canto y de que dispone de un órgano que sabe manejar con holgura. También es necesario asegurarse de que ese maestro es capaz de transmitir a sus alumnos las sensaciones propioceptivas que ellos están llamados a descubrir acto seguido en su propio cuerpo. Cierto, el profesor de canto tiene que tener dotes pedagógicas, pero, por innatas que éstas sean, deben ser fortalecidas por una adquisición experimentada. Sólo se sabe enseñar lo que se conoce, y para conocer verdaderamente un tema es conveniente haberlo realmente encarnado, como decíamos hace poco. Es necesario haberlo destilado y luego integrado corporalmente antes de atreverse a impartir una enseñanza que, hay que decirlo, va a revelarse difícil, delicada y algunas veces ingrata. Para el profesor de canto tomar un alumno a su cargo es un auténtico compromiso. Es guiarlo a la vez en la vida y en el conocimiento de un arte del cual posteriormente deberá poseer todas las claves. Es hacerle descubrir, en ese arte, el sentido mismo de su razón de vivir.
Me parece inútil recordar aquí que algunos profesores de canto deben su reputación a unas “voces naturales” que pertenecen a alumnos dotados en principio de una voz excepcionalmente bien colocada y que, por consiguiente, poseen un control audiovocal perfectamente estructurado.
Una de las celebridades de París en materia de enseñanza del canto debió su reputación, durante un tiempo lamentablemente demasiado largo, a una de esas voces suntuosas que, de todos modos, iba a hacer una carrera. En efecto, esa alumna, contratada entonces en los coros de la ópera, tuvo la posibilidad de acceder a un primer plano gracias a la calidad indiscutible de su voz mezzo-contralto. Ése fue el arranque de la gloria del maestro que pensaba que se le debía atribuir la progresión manifiesta de su protegida. Convencido del efecto irresistible de su pedagogía y gracias a esa dichosa o desdichada oportunidad, se vio inundado de peticiones. Y su enseñanza se extendió durante un tiempo entre los cantantes, permitiéndole de ese modo propagar ciertos daños que habrían podido quedar reservados sólo a unos pocos si el azar no le hubiera conducido a encontrarse con su artista de antes.
¿Cómo es posible que no le causara demasiados problemas a su alumna preferida? Sencillamente porque esa cantante particularmente dotada de una audición de gran calidad y de fuerte vitalidad pudo resistir durante largo tiempo las agresiones que el maestro sabía prodigar. Para ese pedagogo especial, todo estribaba en la respiración y, en función de su teoría, no solamente en la respiración, sino también en el vientre. El sonido sólo podía y debía salir del abdomen, del sexo, por decirlo todo. La imagen valía lo que valía, y había que conformarse con ella.
Buena parte de la enseñanza se hacía con una pila de partituras –y es conocido el peso de esos documentos– colocada sobre el vientre del alumno, que, tendido horizontalmente en el suelo, intentaba emitir algunos sonidos en esa posición incómoda. Para “subir”, es decir, para acceder a los agudos, ese mismo maestro tenía también algunos “trucos”. Uno de ellos consistía en descargar un puntapié en las nalgas del infortunado timorato en el momento de emitir un do de pecho. ¿Cuál era el resultado? Dejo que el lector lo adivine.
Por desgracia, esos maestros son numerosos y si éste es caricaturesco, otros muchos no están lejos de esos extremos. Y si no son tan tóxicos, no por ello son menos peligrosos. Recuerdo a uno de ellos que fundamentaba esencialmente su enseñanza en el apoyo laríngeo. ¿Qué podía resultar de ello, salvo el bloqueo? Así que sus alumnos se ahogaban regularmente y él mismo, cuando decidía emitir un sonido para dar un ejemplo, se paraba, prácticamente en síncopa, con el pretexto de una alteración emocional. De hecho, no podía reconocer que él llegaba a un espasmo laríngeo tal que le imposibilitaba inspirar sin hacer un ruido de fuelle de forja con su laringe cerrada al máximo. Sin embargo, tuvo sus horas de gloria. Cantando tan mal como enseñaba, no pudo realmente hacer una carrera, pero su voz de sonoridades bellas, cálidas, suntuosas, no dejaba indiferente a quienes le escuchaban.
¿Cómo es posible que se pueda cantar con una bella voz cantando mal? Simplemente porque es posible extraer bellas sonoridades de un instrumento sin saber realmente tocarlo. Si las propiedades intrínsecas de ese instrumento son de buena calidad, los resultados son mejores que los obtenidos con un instrumento ordinario. Un stradivarius es un violín, pero tiene más posibilidades de dejar emerger la calidad que un violín cualquiera, más allá incluso de los errores de la ejecución.
¿Cuántos cantantes pueden así hacerse ilusiones por la suntuosidad de su voz sin que sea posible, para el que no está prevenido, prever que se avecinan daños que engendrarán problemas más o menos acusados? A decir verdad, los que tienen más posibilidades de conseguir hacer una carrera son paradójicamente los que inicialmente no están dotados de una voz muy bonita y que, además, no tienen facilidades aparentes. Eso sí, ¡necesitarán encontrar un buen profesor de canto!
Pero, ¿qué es un buen profesor de canto? Sin duda es rara avis. Existen pocos en el mundo. Sería necesario que se instituyera, un