Utopías inglesas del siglo XVIII. Lucas Margarit. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Lucas Margarit
Издательство: Bookwire
Серия: Colección Mundos
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9788869343001
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Un inglés auténtico”) sino que hace evidente su intención satirizante a través de la palabra “Transactions”. Al respecto, Mark Jordan señala el juego de palabras que subyace a este término:33

      Defoe utiliza la palabra tanto en el sentido coloquial de “acontecimiento” o “evento” como en un sentido más especializado de “informe (o apunte) filosófico”. Incluso si este segundo sentido más específico no es percibido de inmediato por los lectores contemporáneos (aunque el complemento “en el mundo de la Luna” sugeriría el segundo sentido de “transactions”), luego de leer unas cuantas páginas se haría evidente, entre otras cosas, que El consolidador es la descripción de nuevos inventos y novedosos artefactos mecánicos y que, de un modo jocoso y paródico, algunos fragmentos son similares en contenido y tono a escritos científicos entonces corrientes, como los informes

      filosóficos de la Royal Society. El juego de palabras de Defoe se volvería, entonces, evidente. (pp. 6-7, la traducción es mía).

      Un lector familiarizado con los escritos de la época podrá notar de inmediato que la obra de Defoe dialoga no solo con todo un contexto político conocido por sus contemporáneos, sino también con una producción científica y filosófica que estaba incidiendo profundamente en las formas de la percepción. Entre algunas de las obras más visiblemente aludidas están, por un lado, tratados científicos como los Principia de Isaac Newton (1687), Nuevos experimentos físico-mecánicos: Notas sobre la elasticidad del aire y sus efectos, de Robert Boyle (1660) o El descubrimiento de un Nuevo Mundo de John Wilkins (1638). Por otra parte, relevamos que hay una clara referencia a relatos novelados sobre viajes lunares, como el de Francis Godwin, El hombre en la Luna (1638) y el de Cyrano de Bergerac, Historia cómica de los Estados e imperios de la Luna (1657). Finalmente, se mencionan los trabajos de Francis Bacon, Thomas Hobbes y John Locke, entre otros.

      El protagonista del escrito de Daniel Defoe es comerciante y viajero, y su narración está enmarcada por la presentación de un contexto cambiante en el mapa de las relaciones europeas: el imperio Ruso –afirma el narrador– se refina y sus cortesanos se educan. Este escenario entiende que algunos aspectos culturales están íntimamente vinculados con estrategias políticas; para el Emperador ruso el aprendizaje tiene como correlato el beneficio de poder sentarse a negociar en igualdad de condiciones ante las más poderosas cortes europeas. Paralelamente esta “educación del gusto” crea necesidades en los actores mayormente implicados, las que impactan en la ampliación de los mercados para un comercio siempre presto a complacer los pedidos más diversificados y sofisticados de bienes y –en consecuencia– ensanchar los perímetros de sus rutas comerciales.

      La contrapartida de esto y de las analogías que seguirán a lo largo de todo el relato parece sugerir –como adelantamos más arriba– que si Inglaterra no ordena sus asuntos internos puede perder terreno y oportunidades ante el surgimiento de jugadores cada vez más sagaces en la partida que distribuye las tajadas derivadas de la especulación mercantil. Las caravanas del Emperador de Rusia “llegan [a China] dos o tres veces al año, casi tan numerosas y poderosas como las que van de Egipto a Persia”, afirma el narrador, quien se propone –entonces– proporcionar al lector un panorama preciso de lo hallado en el curso de un viaje a China, ese país remoto hasta el cual este emperador hace llegar sus expediciones comerciales. China tenía un gran prestigio en la Europa dieciochesca por cuanto se creía que sus habitantes poseían grandes habilidades técnicas y una sabiduría poco común, que se hacían evidentes en la factura de sus productos: la East India Company, fundada en 1612, ya operaba activamente con productos chinos en la época en que escribe Defoe y, si bien no había podido establecer una sede en ese territorio, importaba a Inglaterra principalmente té, porcelanas y sedas.(9) En su libro The Chinese Taste in Eighteenth-Century England,(10) David Porter ilumina precisamente el aspecto de la percepción que tenían en los habitantes de la Inglaterra del siglo XVIII de los territorios del lejano Oriente, motivada en gran parte por el creciente tráfico mercantil en la zona, disputado a holandeses, franceses y portugueses:

      Los compradores ingleses del Siglo XVII estaban […] infatuados con los artículos chinos y de estilo chino, aunque se mostraban divertidos, perplejos o turbados por la sensibilidad estética forastera que los objetos representaban.

      Aunque el fenómeno aquí mencionado no era totalmente inédito, éste se relacionaba con un mapa mundial cambiante ante nuevos territorios descubiertos y la multiplicación de las rutas marítimas y comerciales, los que pusieron mayormente en evidencia un poder y un dominio territorial que el Imperio Chino detentaba con anterioridad a la presencias imperiales europeas que pretendía disputarlos; Porter indica que

      A lo largo de los Siglos XVI y XVII, los escritores ingleses jamás olvidaron que estaban lidiando con un imperio que controlaba un enorme tráfico con Europa del Este y un tercio del mundo conocido, y no con un espacio atrasado, vulnerable y “orientalizado” a la espera de ser conquistado y controlado. (5-6)

      Porter, que analiza especialmente la incidencia de nuevos valores estéticos estimulados por los productos chinos en el gusto de la población inglesa a lo largo del siglo XVIII, relaciona estrechamente el fenómeno

      con la expansión de la actividad comercial y su diseminación allende las fronteras, y los consiguientes debates acerca del lujo, el consumo, el refinamiento y el gusto que produce. (17)

      Es también a partir de este particular contexto de creciente revalorización de una sofisticación y un refinamiento orientales que cobra interés el hecho que, al bucear en los orígenes del magnífico desarrollo de los saberes en ese extenso país del Este, el narrador halle que los mismos no han sido generados ahí sino que fueron implantados por una civilización mucho más avanzada que no pertenece a este mundo. El recurso no es nuevo, en efecto, ya a fines del siglo XVI Godwin, en El hombre en la Luna –la obra que mencionamos anteriormente y que puede considerarse intertexto y pretexto de la de Defoe–(11) había imaginado un intercambio entre los seres de los territorios terráqueos y lunares, sugiriendo en su fantástico relato –y basándose en cuentos populares del siglo XII– que algunos niños lunarios considerados defectuosos o perversos eran enviados a la tierra, donde crecían y se mezclaban con la población terráquea:

      (…) quienes manifiestan una disposición malvada o imperfecta son enviados lejos (ignoro por qué medios) a la Tierra y cambiados ahí por otros niños, antes de que tengan la capacidad u oportunidad de hacer algún mal entre ellos.

      En Godwin –y podemos inferir que también en Defoe– las características psicológicas, físicas y espirituales de quienes habitan lugares ubicados más allá del espacio sublunar pueden considerarse más perfectos porque no afectados por las perversiones morales y cognitivas asociadas con la Caída. En la novela de Godwin los habitantes de la Luna poseen –como es de suponer en un texto escrito en las últimas décadas del siglo XVI– un entendimiento superior y privilegiado ligado a un conocimiento científico cuyos poderes están vinculados esencialmente con la alquimia y la magia y no con el tipo de racionalidad supuesta en la era postbaconiana. En Godwin el viajero finaliza su extraordinario periplo en China, que es donde comienza la azarosa aventura del narrador de Defoe y en ambos casos resuenan los relatos de misioneros y comerciantes que llegaban a Inglaterra describiendo el complejo ambiente cultural y político del país de Oriente.

      Al hallarse en China, el viajero de Defoe toma conocimiento de descubrimientos tan prodigiosos que la consideración de los mismos obliga a rever la valoración que sus contemporáneos pueden tener de su modernidad científica y los adelantos conseguidos:

      todo lo que solemos denominar “invento moderno” –reflexiona– no solo está bien lejos de poder considerarse como tal, sino que se halla muy alejado de la perfección que ellos han alcanzado.

      El Imperio Chino y la singularidad de su ciencia, entonces, comenzarán a perfilarse como una experiencia asombrosa que se sitúa en un espacio epistémico que comparte con el otro mundo, el lunar. Es desde ese lugar en el que los saberes son más refinados y controlados que el mundo de lo maquínico aparece como una extensión adecuada para condicionar y corregir los impulsos destructivos del animal humano. Las máquinas son entes reformadores y sus intervenciones