De hecho, la Biblia no se conforma de una serie de regulaciones, normas o instrucciones, sino que la enseñanza de Jesús contiene la naturaleza de la fe cristiana que elabora, sobre valores y principios muy definidos, las normas de convivencia entre los seres humanos. La teología se esfuerza por elaborar una doctrina de la fe cristiana que emerja de sus propios pronunciamientos, pero que trascienda y se aplique en la cultura vigente.
Lo que cautivó a los primeros cristianos no fueron las promesas de bendición del evangelio o el pensar que al abrir su corazón a este mensaje transformador todos sus problemas quedarían solucionados completamente. Lo que en realidad los cautivó fue la persona quien expresó el mensaje: fue sin duda Jesucristo de Nazaret.
El Reino de Dios, en contra de lo que piensan muchos cristianos, no significa algo puramente espiritual o no perteneciente a este mundo, sino que es la totalidad de este mundo material, espiritual y humano que ha sido introducido ya en el orden de Dios. Jesucristo es la manifestación perfecta de la creación divina, por quien todo fue hecho. En Él se encuentra colocada la obra redentora universal y es por eso que al fin de cuentas es Él quien representa la esperanza real de la humanidad. Es el Señor de la iglesia, pero también de la sociedad en general. Así mismo es Señor de la historia de principio a fin. Ejerce su soberanía y desarrolla sus propósitos a través de la Iglesia en la proclamación del mensaje salvífico.
Cuando entendemos estos principios nos encontramos entonces frente a una responsabilidad que no puede ser evadida. La iglesia no es la “victima” de la sociedad, todo lo contrario, está destinada a ser sal y luz en este mundo. ¡Está destinada a transformarla!
Los discípulos nunca pidieron lugares para esconderse, sino más denuedo para seguir ejerciendo la difusión del mensaje del evangelio en circunstancias difíciles. Su lenguaje no era de quejas ni lamentos. Por el contrario, experimentaban de continuo el privilegio de haber sido llamados precisamente para tiempos como esos, con un imperio romano que los perseguía y religiosos judíos que intentaban acabar con ellos.
Nunca vemos a Pablo quejándose porque alguien le negaba predicar en una sinagoga. Si le cerraban un templo se dirigía a una casa, a una plaza pública, a un lugar cualquiera y desde allí continuaba predicando.
Y por supuesto, el mejor ejemplo que tenemos es de Nuestro Señor Jesucristo, quien sufrió no por sus pecados sino por los nuestros y pagó no por sus rebeliones sino por las nuestras. “Dios no se ha mantenido alejado del dolor y el sufrimiento humano, sino que Él mismo lo experimentó.”
La iglesia en tiempos de pandemia puede tener templos cerrados, pero eso no implica que las bocas de los fieles estén amordazadas. En lugar de quejarnos porque no nos dejan congregar, deberíamos salir a los parques y lugares abiertos sin necesidad de arriesgar a nadie, y seguir adelante con el llamado que tenemos.
Mientras peleamos con el gobierno porque los templos están cerrados, estamos perdiendo la oportunidad de ser una iglesia relevante en tiempos de crisis, pues la incomodidad de los parques, sin aire acondicionado, sin sillas cómodas, sin calefacción, etc., produce otro tipo de creyentes que no buscan solo la comodidad, sino que tienen una verdadera sed de la palabra de Dios y si es necesario escucharla a la sombra de un árbol o bajo un sol canicular, igualmente lo harán con gozo porque su motivación principal se está cumpliendo.
Si lo pensamos bien, estamos ante una gran oportunidad que Dios mismo nos ha dado para evaluar nuestras congregaciones, observar el comportamiento de aquellos que bajo condiciones ideales parecen ser grandes siervos, pero que cuando llega la incomodidad, la inclemencia del tiempo, las dificultades, simplemente desaparecen y se escabullen culpando al gobierno por el estado de la iglesia.
Es curioso intentar buscar la culpabilidad rio arriba, cuando la corriente está arrastrando la inmadurez, la inconsistencia, la falta de compromiso, la falta de pertenencia, la falta de lealtad, etc., de muchos que quizás por décadas se habrían considerado como cristianos fuertes, pero que como el azúcar, empiezan a derretirse ante los primeros rayos del sol inclemente.
Mientras seguimos elevando nuestras voces de protesta frente al gobierno, estamos cobijando bajo nuestras propias formas de acción a un montón de creyentes consentidos, que no están buscando el reino de los cielos, sino que se esfuerzan por tener su propio reino de tranquilidad, donde nadie los molesta ni les quita su aparente paz interior.
Y aparte de todo esto, muchos creyentes afirman que creer en el coronavirus y sus efectos es simplemente ser personas sin fe que no representamos adecuadamente a Dios en este mundo. Es por eso que se declaran en rebeldía y no siguen ninguno de los protocolos o se enojan con los que tratan de seguirlos. “Seguir las recomendaciones de los médicos no demuestra incredulidad. Dios puede protegernos y sanarnos, pero espera que seamos sabios y que usemos todos los recursos que nos ha dado, incluyendo la medicina.”
¿Está hablando Dios en este tiempo?
Por supuesto, y quizás lo está haciendo más fuerte que en otros tiempos, pero hemos cerrado nuestros oídos a su voz, para escucharnos a nosotros mismos. Y resulta que lo que sale de nosotros son solo quejas y lamentos y nos estamos perdiendo una de las oportunidades más gloriosas que tenemos frente a nosotros. “Ten cuidado con los que afirman que Dios no tiene nada que decir a través de esta pandemia, particularmente a las sociedades occidentales que le han dado la espalda y lo consideran totalmente irrelevante para sus culturas.”
Este es en realidad un gran tiempo, este es el tiempo para alcanzar la madurez que como iglesia debemos procurar y el Señor desea que tengamos. No perdamos algo así. La iglesia no es la victima de estas circunstancias, por el contrario. Hemos sido llamados a brillar en tiempos de oscuridad, a traer vida en tiempos de muerte, a traer esperanza en tiempos de desespero.
A propósito, al terminar estas letras ya me hice otro examen del coronavirus y salió negativo.
Eso me convierte oficialmente en un sobreviviente de la pandemia.
¿Podrá la iglesia decir lo mismo?
Capítulo 2.
¿Ansiando volver a la normalidad?
“Entonces Jesús, llamándolos, dijo: Sabéis que los gobernantes de las naciones se enseñorean de ellas, y los que no son grandes ejercen sobre ellas potestad. Mas entre vosotros no será así, sino que el que quiera hacerse grande entre vosotros será vuestro servidor, y el que quiera ser el primero entre vosotros será vuestro siervo; como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos.” (Mateo 20:25-28)
En los tiempos que estamos viviendo hoy por hoy, hay una frase muy común que se escucha entre la gente: “Quiero volver a la normalidad.”
El anhelo por tener una vida “normal” ha penetrado profundamente entre la gente de hoy en día, afectados por las dificultades que implican las restricciones impuestas por las autoridades locales.
Si analizamos todo esto desde el punto de vista natural, volver a la normalidad puede ser anhelar ir de nuevo a los almacenes, las playas, los conciertos, los restaurantes, el cine, etc.
Pero si queremos pensarlo, desde el punto de vista espiritual, esto puede ser algo completamente diferente.
¿Qué significa hoy en día volver a la normalidad?
¿Qué es lo normal para la humanidad y que debería ser lo normal para el cristiano?
Si tú eres un creyente, no sé qué este pasando por tu mente en estos días, pero si aún no has reflexionado en torno a lo que Dios está haciendo, entonces estás perdiendo quizás uno de los mejores tiempos que Dios te ha regalado, precisamente para que medites en tu vida espiritual.
¿Anhelamos volver a lo que éramos antes, o estaremos en un proceso de cambio real alcanzando los propósitos que Dios siempre ha querido para nosotros?
Jesucristo