¿Estamos preparados para enfrentar cualquier reto que se nos ponga por delante con los argumentos que tenemos?
¿Cómo nos estamos comportando ante un desafío tan grande como el que estamos viviendo con esta pandemia?
Aquí está el gravísimo problema.
En muchas reuniones de pastores o a través de las redes sociales y los medios de comunicación he estado escuchando repetidamente a líderes cristianos que han asumido lo que yo considero como una posición incorrecta. No es mi propósito criticar al gremio pastoral, del cual soy parte, sino más bien de elaborar una posición que disienta sin necesidad de ofender a quien tiene un criterio diferente.
Sus quejas constantes son contra el gobierno, contra las instituciones, contra las normas de protección, contra el uso de mascarillas, contra las órdenes de no congregarse.
La posición que se esgrime es que lo que estamos viviendo es en realidad un ataque premeditado y calculado contra la institución religiosa y eso no es posible soportarlo. Es un ataque contra la predicación de la palabra y por ende es un ataque directo a Cristo Jesús y la difusión del evangelio.
¿Será verdad que lo que está sucediendo es algo concertado para destruir o atacar al cristianismo?
¿Será que nuestra posición como pastores, miembros de comunidades de fe, fieles asistentes a las congregaciones, etc., debería ser la de colocarnos en el papel de víctima que es tan conveniente?
¿Será que hay mentes perversas dedicadas a crear virus para que el pueblo de Dios no pueda congregarse y escuchar el mensaje de la palabra de Dios?
Como siempre habrá quienes así piensen y otros que dirán exactamente lo contrario. Las teorías de conspiración abundan por todas partes.
Pero me parece conveniente examinar un poco más en profundidad este asunto para llegar a mejores conclusiones.
Como primera medida la pandemia actual tuvo su origen, hasta donde se sabe, en la localidad de Wuhan en China. Luego empezó a expandirse por el mundo entero de manera imposible de detener y ha afectado al comercio internacional, la industria, los gobiernos, las aerolíneas, los espectáculos públicos, la industria del cine, la televisión, los deportes, etc.
Si esto es así entonces ¿Por qué deberíamos quejarnos de que el virus tiene una intención antirreligiosa dedicada a impedir la libertad para adorar a Dios?
¿Por qué deberíamos asumir una posición en la cual creemos que las decisiones de los gobiernos, destinadas a intentar controlar la pandemia y a reducir los índices de contagio y de mortalidad, son específicamente dirigidas al libre acceso a la práctica religiosa?
Si bien es cierto que algunos gobiernos han permitido la apertura de otro tipo de actividades, como los bares nocturnos, las cantinas, los restaurantes, etc., eso no significa necesariamente que toda esta actividad es en contra de la iglesia, pues de igual manera están cerrados los cinemas, los estadios, los centros comunales para la realización de actividades sociales de toda índole, los gimnasios y en general cualquier lugar donde se reúnan personas en espacios cerrados por un periodo prolongado, que aumente considerablemente las posibilidades de contagio. De hecho, se ha instado repetidamente a la población en general a evitar las reuniones y comidas familiares durante el tiempo de las celebraciones navideñas, precisamente por las mismas razones de protección que se están implementando.
Como segunda medida deberíamos examinar lo que significa el amor al prójimo. Como pastor entiendo perfectamente la necesidad que tenemos los creyentes de reunirnos para la adoración. Es el tiempo de enriquecimiento personal y comunitario en cuanto a nuestra vida espiritual.
Pero considero también que amar al prójimo es cuidarlo, es impedir de todas las maneras posibles la exposición al riesgo, es preservar la integridad personal de las personas más vulnerables, en fin, es hacer todo lo que esté al alcance para que nuestros hermanos y los que no lo son, sean debidamente cuidados y protegidos contra los peligros que implican situaciones como la de la pandemia que estamos sufriendo. “El distanciamiento social no es una expresión de egoísmo, sino de un amor al prójimo que busca proteger a los demás.”
Pero la parte en la cual quiero hacer un mayor énfasis tiene que ver con la victimización que estamos asumiendo y los peligros que esto conlleva.
En mi trabajo como consejero, he tenido la oportunidad de tratar con muchas personas que presentan una gran cantidad de problemas emocionales que se les hace difícil superar, mientras intentan desesperadamente a través de la fortaleza espiritual que van tomando, salir de estas situaciones que las aquejan.
En muchas personas a las que he entrevistado he visto un patrón similar de victimización, posición asumida de manera inconsciente como producto de experiencias pasadas que las llevan a asumir la vulnerabilidad como un mecanismo de protección adquirido.
Es decir, la victimización es la tendencia de alguien que ha sufrido experiencias traumáticas, a asumir siempre la posición de indefensión, debilidad o fragilidad y que termina por convertir esto en una patología constante en su comportamiento, una forma de asumir la vida desde la perspectiva de alguien a quien la vida solo le reservó su parte más difícil de agresión, violencia o intimidación.
Esta forma de vida representa un gran peligro, pues la tendencia natural para quien vive de esa manera es siempre culpar a alguien de cualquier desgracia, dificultad o un simple error.
Alguien ha sido el culpable y él o ella es únicamente la víctima en toda esta situación.
Desde el mismo momento de la caída del ser humano en Génesis 3, se empezó a observar este modelo de comportamiento, que a medida que pasan los tiempos se acentúa, ya sea por simple conveniencia o por evasión de responsabilidades.
Cuando Dios confrontó a Adán acerca del pecado que acababan de cometer, la reacción inmediata de Adán fue culpar a alguien. “La mujer que me diste por compañera me dio del árbol, y yo comí.” (Génesis 3: 12)
En aquel instante, Adán, incapaz de asumir la responsabilidad de sus actos, encontró de manera fácil a alguien en quien descargar sus culpas, mientras él se lavaba las manos. (Y no era Poncio Pilatos.)
Ahora el turno le correspondió a Eva. Dios la confrontó de la misma manera y ella respondió de una forma similar a Adán, pero ahora descargando sus culpas en la serpiente. El relato de Génesis 3: 13 dice lo siguiente: “Entonces Jehová Dios dijo a la mujer: ¿Qué es lo que has hecho? Y dijo la mujer: La serpiente me engañó y comí.”
La misma dinámica se hace evidente con la mujer. Ella no quiso asumir su responsabilidad. Más bien su mecanismo de defensa fue el mismo de Adán, señalar a alguien más para sentirse descargada del problema.
Esto no es únicamente la inmadurez que supone la negación de una responsabilidad, como lo haría cualquier niño pequeño, sino más bien, la ubicación como víctimas de “otro” que los motivó a hacer algo que ellos no querían.
¿Cuál fue el mecanismo de presión que se usó para “obligarlos” a esto?
Sin duda no fue la violencia física ni emocional, pero sí la persuasión con la cual se despertó una ambición demasiado grande en Adán y Eva para ser como Dios. El problema es que esto no quitó la responsabilidad de los hombros de Adán y Eva, pues tuvieron que afrontar las consecuencias de sus actos y de paso llevaron consigo a la humanidad entera en estas mismas consecuencias.
La serpiente no tuvo a alguien más en quien descargar su culpabilidad, por lo tanto ese ciclo no se prolongó más en aquella dinámica experimentada en el paraíso.
La humanidad está constantemente intentando culpar a alguien de sus desgracias, de sus problemas, de sus dificultades, de sus errores. ¿Y quién asume la culpa? ¿Quién afronta debidamente la responsabilidad de los actos que se cometen?
Cuando Jesús ideó a su iglesia en la tierra, no la imaginó como una prolongación del mundo que la rodeaba, sino precisamente supuso la conformación de un organismo glorioso que lo representara adecuadamente