En México, al igual que en otros países, lo decisivo en cincuenta años ha sido el crecimiento de la demanda de educación superior de grupos sociales que antes no tenían acceso a ese nivel. La política educativa durante el “desarrollo estabilizador” se orientó al aumento de la matrícula, lo que significaba una promesa de movilidad social, reconocimiento de estatus y mejora de nivel de vida mediante la inclusión de egresados en el mercado de trabajo de las profesiones. En épocas más recientes han influido las transformaciones supranacionales, con las consecuentes presiones para que el nivel superior de enseñanza e investigación dé respuesta a los desafíos de la globalización en un mundo interconectado, y participe produciendo y no solo consumiendo los avances en ciencia y tecnología: la economía en la sociedad del conocimiento demanda nuevos tipos de educación y más investigación científica.
Al mismo tiempo y no obstante los periodos en los que el sector se ha beneficiado con aumentos de presupuesto, la perspectiva de incremento constante parece, no menos que en otros países, poco probable, por lo que se impone la lógica del ajuste presupuestal con mayor exigencia y vigilancia en el uso de los fondos. Así se explica en lo tocante a los ingresos individuales de los académicos, la relación entre salario base y estímulos monetarios debidos a evaluación de desempeño, y en la demanda de que las IES e institutos de investigación informen acerca de sus ejercicios presupuestales y obtengan ingresos por otros canales que complementen a los oficiales. La exigencia de rendición de cuentas a las IES autónomas por parte del Legislativo federal, o la insistencia en el enfoque interdisciplinario que significa ponerse al día con el conocimiento de avanzada y potenciarlo localmente, se han unido a la evaluación en un proceso complejo de diversos vectores de control por medio del cual se busca determinar el futuro de la educación superior y la investigación. La evaluación pretende enlazar más estrechamente la esfera interna de estas instituciones con el entorno nacional e internacional, hasta cierto punto, del que dependen.
Lo típico ha sido, al menos al inicio, la cuantificación de resultados fáciles de verificar, más que la observación de procesos y el énfasis en lo individual asociado polémicamente a la recompensa monetaria. Para entender esto es necesario referirse al desarrollo del sistema de educación superior. La matrícula de este había sido reducida y variable según las regiones del país y todavía es insuficiente en relación al grupo de edad respectivo, si bien es clara la tendencia al alza políticamente inducida en los últimos años. La baja captación histórica se debía en buena parte al carácter elitista del sistema —sin perjuicio de su democratización progresiva durante el siglo XX— y a que la población de México tuvo un mayor crecimiento recién en la segunda posguerra. Como reflejo de la ampliación de la educación en general, las instituciones enfrentaron el doble desafío de la apertura de la matrícula y de su consecuente crecimiento acelerado, capaz de desbordar toda expectativa de planeación. Estos y otros acontecimientos llevaron al gobierno a tomar cartas en la educación superior; mas su acción se veía acotada por barreras políticas y jurídicas dado que, de las distintas instituciones constituyentes del sistema superior (universidades, institutos tecnológicos y escuelas normales), las más importantes por número de alumnos, presupuesto y representatividad eran las universidades públicas, en su mayoría jurídicamente autónomas e insertas en contextos regionales y tradiciones intelectuales diversas. De esta manera se evidenciaba la dificultad del Poder Ejecutivo para poner en marcha una política unificada.
Sin embargo, en los hechos la autonomía tuvo como contrapeso la necesidad del financiamiento que en esa época, e incluso ahora, depende en gran medida del gobierno federal —y solo subsidiariamente de los gobiernos locales cuyos aportes varían dependiendo de la entidad federativa de que se trate—. Desde el punto de vista de las instituciones ello comporta como mínimo tres restricciones: los flujos financieros son manejados por el gobierno, más allá de que deriven de decisiones del Legislativo acerca de las leyes de egresos e ingresos; las asignaciones a las IES por parte del Ejecutivo dependen de la matrícula que atienden y de criterios difusos determinados con frecuencia por negociaciones directas entre autoridades e instituciones educativas; y la contingencia se acentúa en las coyunturas frecuentes de crisis económica y restricción del gasto público (Varela, 2011; Mendoza, 2007).
A lo anterior hay que sumar la política más o menos tácita de facilitar el crecimiento de las instituciones privadas, lo que indirectamente resolvía o compensaba cuestiones irresueltas en las instituciones públicas como la absorción de la matrícula, la calidad de la enseñanza o conflictividad política; lo que no quiere decir que las IES privadas, en crecimiento indiscriminado, estén exentas de problemas de calidad. Introducir una competencia entre las instituciones públicas y privadas en el sistema de educación superior —así fuera deliberado o no— sirvió de aviso a las instituciones públicas reticentes al cambio, lo que las llevó a adoptar reformas que el gobierno, la empresa privada o grupos de opinión descontentos con su desempeño querían ver plasmadas. No obstante, esto no podía ser por sí mismo un elemento de orientación de la educación pública, ni sustituir la responsabilidad oficial en la materia. Las relaciones de mercado o la competencia interinstitucional abierta no pueden fungir como sustituto de la política educativa, la cual se basa en el lazo entre planeación, evaluación y financiamiento.
El impulso de la planeación en la educación superior fue un hecho a partir de los años setenta. La idea de racionalizar su financiamiento estaba ya presente, no solo porque equivocadamente se preveía en aquel entonces un prolongado periodo de elevado crecimiento económico, sino porque ello era base de la oferta de fondos para las instituciones a cambio de implementar la planeación a escala nacional. No obstante, aparte de la crítica coyuntura económica de los años ochenta que deterioró los supuestos financieros del modelo, el proyecto estaba limitado por el voluntarismo y las inercias de las instituciones y muy en particular por la ausencia de una evaluación consistente que estudiara la factibilidad, permitiera rectificaciones y observara el logro efectivo de las metas planeadas. El resultado fue la disociación entre planeación y evaluación. De este modo, al interior de las instituciones seguía reinando una acentuada heterogeneidad, la falta de metas comunes y el desconocimiento del funcionamiento preciso de la rutina diaria de estas. En consecuencia, se imponía un nuevo giro de la política educativa y en la relación IES-gobierno que, aunque en germen desde inicios de la década, debió esperar una nueva coyuntura financiera a fines de los años ochenta para cristalizar. Se buscó entonces otro modo de asignación de recursos monetarios, que ofreciera la posibilidad de aumentar las remuneraciones a las instituciones y a los académicos premiando su desempeño medido por indicadores; esto implicó buscar nuevos consensos y anudar polémicamente la evaluación de resultados al pago de estímulos, en una dimensión individualizada y cuantitativa. La concreción inicial de la autoevaluación tuvo un posible doble fundamento relacionado con la dinámica interna de las IES, sobre todo con la de las universidades públicas autónomas. En primer lugar, se supone que para que el sistema goce de legitimidad debe ser propio y no impuesto; en segundo, para las universidades públicas autónomas así se preservaba el principio de no intromisión del gobierno.
Sin perjuicio de la iniciativa de cada institucion, la política de evaluación fue impulsada por la Secretaría de Educación Pública (SEP) en coordinación con la Asociación Nacional de Universidades e Instituciones de Educación Superior (ANUIES) (Varela y Valenti, 2015). El objetivo de calidad estaba propuesto desde fines de los años setenta y en noviembre de 1989 se aprobaron los criterios generales para formar la Comisión Nacional de Evaluación (Conaeva), que quedó integrada por el titular de la SEP y otros representantes del gobierno federal y de las universidades públicas. La función de la Conaeva era atender el programa de modernización educativa del sexenio en curso, además de que brindaba lineamientos generales que definía el secretariado técnico de la comisión. El papel de la Conaeva fue importante desde el punto de vista político y de difusión y concientización respecto de la necesidad de la evaluación, pero su peso se fue atenuando con el paso del tiempo, en parte porque se promovió la autoevaluación de las universidades autónomas y la evaluación externa a cargo de organismos no gubernamentales como los Comités Interinstitucionales de Evaluación de la Educación Superior (CIEES) y porque la misma SEP directamente se lo fue quitando.
Subyacía en esto una diferente relación entre autoridad política y sistema de educación