—Ya, tenemos que entrar al trabajo. Si pasa algo, si atacan oscuros o traidores, usa la mezcla.
—A la orden.
—En serio.
—En serio.
—La bolsa está impregnada con las hierbas, así que al mínimo contacto con la oscuridad, hará efecto.
—¿Y qué va a pasar, exactamente?
—No tengo idea –Gabriel ahogó una risa–. No te rías. Esperemos que sirva.
—Creo que, si me ataca un oscuro, me sirve más el rayo de luz que sé, saldrá de mis manos.
—Bueno, no pierdes nada con el intento y quizás te salve la vida. Así que úsala.
Le dio un beso, Gabriel bajó de la camioneta y ella se trasladó al puesto del conductor. Tres minutos después, ya estaba en el estacionamiento. El hospital era pequeño en comparación con los centros comerciales edificados el último tiempo en el país. Eso significaba que su tamaño estaba bien para la cantidad de gente que vivía en el pueblo. Lo que no estaba bien, sin embargo, eran los recursos destinados a su mantención. Había sido una casa particular cuando los primeros habitantes llegaron al pueblo hasta que, a mediados de los años cincuenta, se transformó en el Hospital General de Puerto Frío. La construcción era fría y antigua, al igual que la mayoría de los hospitales ubicados en las regiones olvidadas por la capital. Se podía advertir, con facilidad, la falta de cuidados, no por parte de los empleados ni los pacientes, sino de las autoridades. Había sido remodelado en una sola ocasión, cuando un paciente murió en pleno invierno por la helada que se coló a través de la ventana de la sala común. Solo entonces, cuando los medios de comunicación pusieron su ojo en el pueblo por primera y última vez, el gobierno de turno destinó un presupuesto miserable para que repararan los daños básicos, mismo momento que aprovecharon para pavimentar el estacionamiento.
A pesar de todo, a Magdalena le gustaba trabajar ahí. A diferencia de Santiago, donde los recursos y el personal abundaban, en el hospital de Puerto Frío todavía quedaba mucho por hacer. En él, Magdalena sentía que realmente podía ser un aporte. Y lo era. Sus colegas la respetaban, los pacientes la querían. Era la enfermera con la cual todos querían trabajar por su buena disposición, así como la enferma amable por la que todos querían ser atendidos. “Si existiera el premio a la empleada del mes, te lo ganarías de forma consecutiva”, le dijo una vez Rosa, una de sus compañeras. La mayoría de las veces le asignaban los turnos con ella, así que era lo más parecido a una amiga dentro de Puerto Frío. No obstante, Magdalena sabía que no se podía dar ese lujo. En eso se parecía a Marina.
Estacionó la camioneta en la parte trasera del hospital. Bajó y fue recibida por la brisa. El mar estaba muy cerca de ahí aunque no se veía, más por los alerces que por la ubicación. La tierra le seguía dando señales de que algo no estaba o no iría bien; lo sentía en su olor, en el movimiento de los árboles y las sombras que proyectaban en el pavimento. Aferró con fuerza la bolsita con ruda, lavanda y albahaca en su mano y la dejó dentro del bolsillo de su pantalón, dio una última mirada alrededor y entró.
Marcó tarjeta, saludó a un par de colegas y fue a recibir el turno. Como Rosa tendía a llegar pasada la hora de entrada, era la primera en llegar. Se dirigió al mesón principal donde estaba la enfermera del turno anterior para que la pusiera al día con los pacientes. Los más graves: dos ancianos con neumonía y uno con insuficiencia cardíaca descompensada. Sabía perfectamente quiénes eran, primero, porque en el pueblo no vivía mucha gente; segundo, porque ante la necesidad de oxígeno, ya llevaban una semana en el hospital. Siguió las indicaciones del doctor, organizó los horarios de sus medicamentos y fue hasta la sala hospitalaria. En ella había tres camillas separadas por cajoneras y porta sueros. Se acercó al primer paciente y controló sus signos vitales. Se encontraba estable pero con dolor, así que le puso una vía con analgesia. Luego, fue donde el segundo paciente que, después de la nebulización, quedó profundamente dormido. “Hasta ahora, todo bien”, bastó que pensara eso para que la primera situación extraña del día apareciera, aunque no sería la última.
Llegó hasta la tercera camilla y vio la cara del paciente más pálida y grisácea que de costumbre. No pudo identificar si fue eso o quizás el hecho de que sus ojos se hundieran en dos agujeros negros, pero notó algo tenebroso en él. No tenía la mirada ennegrecida ni la voz grave de los oscuros, aun así, Magdalena sentía que emanaba un aura extraña.
—Don Miguel, ¿cómo se siente hoy?
El anciano, antiguo pescador del pueblo, la observó en silencio. Tenía una mirada extraña, como si recién la estuviera conociendo o, más bien, como si la hubiera reencontrado después de mucho tiempo. Sus gestos, en todo caso, no parecían amistosos.
—Lo vamos a controlar para ver cómo sigue, ¿bueno?
Magdalena no alcanzó a darse vuelta para tomar el saturómetro cuando el hombre agarró su muñeca con una fuerza que no era propia de alguien así de enfermo. No le dijo palabra alguna, solo sonrió.
—¿Qué pasa, don Miguel?
Era un paciente de piedra, no hacía un solo movimiento. Tenía los labios resecos y entre abiertos, y por ellos se veían los pocos dientes amarillos que le quedaban. Un hedor a muerte salió de su boca. La sonrisa estaba intacta.
—Estoy cerca –le dijo aferrando la muñeca de Magdalena con la fuerza de una sola mano.
—Dime quién eres.
Magdalena sabía que, cuando una elemental lograba descubrir el nombre del oscuro que poseía a la persona, era más rápido encerrarlo y ahí, en el hospital, no tendría mucho tiempo. Lo extraño, sin embargo, era que cuando los mortales estaban poseídos sus ojos completos eran inundados por las tinieblas, en cambio, el iris de don Miguel era café, como siempre lo había sido. El oscuro pareció notar este error y rio.
—Si la elegida de tierra no sabe reconocer los distintos niveles de rialú que un oscuro puede ejercer sobre la raza humana, los elementales están perdidos.
No tenía idea qué significaba esa palabra, pero lo averiguaría después.
—Dime tu nombre –ordenó nuevamente. Sentía los pies bien enraizados en la tierra.
—A mí no me puedes encerrar. A mí solo puedes temerme. Ya vengo por ti.
Los dedos del oscuro apretaron aún más su muñeca y la sintió arder; si se hubiera quemado con una plancha, no le habría dolido tanto. Intentó zafarse, pero la mano del oscuro estaba adherida a ella como pegamento; ardía, dolía y no podía hacer nada para liberarse. Tampoco podía gritar porque llamaría la atención del piso completo, así que se mordió los labios hasta hacerlos sangrar. El oscuro sabía que atacarla ahí, en ese momento, era su mejor opción: Magdalena no podía defenderse a menos que estuviera dispuesta a quedar en evidencia frente a todos sus colegas y pacientes. Entonces, con la otra mano, sacó la bolsita con hierbas del bolsillo y, ejerciendo toda la presión que podía, la aplastó sobre la frente del anciano. El oscuro tensó el cuerpo completo, pero la fuerza de su mano no menguó. Las hierbas comenzaron a emanar un humo grisáceo desde el interior de la bolsa; no quería hacerle daño, pero Magdalena no tenía otra opción, era la única forma para lograr expulsar a ese oscuro, donde sea que estuviera. Ella ejerció más presión sobre la bolsa humeante, él apretó más su muñeca. Era una batalla silenciosa. Magdalena dobló sus rodillas, pero se mantuvo con los pies firmes sobre el suelo. Entonces, improvisó: “Es la tierra quien te expulsa. Es la luz la que te expulsa”, le dijo con voz raspante; en cualquier minuto se quedaría sin piel ni carne alrededor