Zahorí II. Revelaciones. Camila Valenzuela. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Camila Valenzuela
Издательство: Bookwire
Серия: Zahorí
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789563634037
Скачать книгу
cuando cerró la puerta vio a Gabriel y Magdalena dándose un beso.

      Eva Millán, que acostumbraba a recibir en la entrada del colegio a todos los alumnos, observó con desdén a Marina. Fijó sus ojos en ella y la recorrió de pies a cabeza para encontrar alguna mancha, arruga o imperfección, pero Marina estaba preparada para Millán. La directora saludó con una sonrisa impostada, que Marina no devolvió.

      —¿Usted no saluda, señorita Azancot?

      —Buenos días, directora –contestó seca.

      Antes le habría respondido de modo altanero, pero no tenía energías para perder con Eva Millán. La directora hizo un ademán y Marina siguió su recorrido por el interior del colegio. Apenas lo hizo, una ráfaga de aire caliente y pesado chocó contra ella: pese a que aún no comenzaba el otoño, Millán continuaba con el uso de estufas en cada pasillo y la mezcla de calor humano, parafina y nerviosismo le producían fatiga. Marina miró hacia atrás para corroborar que ya había perdido de vista a la directora, se sacó la chaqueta y abrió un poco el nudo de su corbata azul. La camiseta blanca que tenía bajo la blusa del uniforme la hacía transpirar, pero no podía dejar de usarla porque, de lo contrario, todos verían el talismán que colgaba de su cuello y sin duda, Eva Millán sería la primera en requisarlo: las joyas no eran permitidas en la Escuela Elemental de Puerto Frío. Caminó con paso enérgico entre los pasillos de madera que crujían con cada pisada hasta su sala de clases: era la primera alumna en llegar. A lo lejos, podía escuchar las reparaciones que los maestros todavía hacían en el patio interior del colegio. Gabriel le había contado que la directora casi sufrió un infarto cuando vio las condiciones en que quedó la escuela luego del temblor, y Marina pensó que, sin duda, habría quedado peor si hubiera sabido el verdadero origen de ese desastre.

      Entró a la sala, apagó la estufa que estaba arrinconada y un intenso olor a naranja quemada emanó de ella. El panorama con relación al año anterior no había cambiado mucho. Todavía se mantenían las cuatro filas con sus cinco bancos y respectivas sillas de madera; al final, el pequeño diario mural hecho de corcho tenía clavado un cartel: “Bienvenidos a su último año, queridas y queridos alumnos”. Las letras celestes e infantiles indicaban que era obra de la directora. No sabía si sentir repudio o lástima por esa mujer y, ante las pocas ganas de destinar minutos de su vida a ella, decidió tomar asiento en el primer banco de la segunda fila: ese puesto implicaría que Vanesa o Emilio tendrían que hacer doble esfuerzo por conversarle. La muerte de Pedro y la transformación de Damián le habían demostrado empíricamente que estar cerca de ella era un peligro; si de algo estaba segura era que no quería ver a nadie más perjudicado por su culpa. Su falta de cuidado y responsabilidad no cobrarían otra vida, menos las de sus amigos. El día del funeral había sido lo suficientemente desagradable con los dos, incluso a pesar de las ganas que tenía de abrazarlos, de llorar en el hombro de Vanesa mientras Emilio intentara subirle el ánimo con una de sus clásicas bromas aburridas. De algún modo había logrado contener esa necesidad de consuelo y, luego, la decisión de no dar pie atrás ya estaba tomada. Durante todo el verano Vanesa y Emilio intentaron comunicarse con ella: llamados a la casa y al celular, correos electrónicos, mensajes en el Facebook ya inactivo de Marina e incluso visitas al sector de los ríos no lograron que cambiara de opinión. Y aun así, a pesar de todos sus esfuerzos por rechazarlos, sus amigos no se daban por vencidos. No obstante, la voz de sus padres en la carta que Mercedes había leído el año anterior, era más fuerte: la profecía sobre una guerra terrible e inminente entre elementales y oscuros se avecinaba, y no quería que Vanesa y Emilio fueran el medio de las tinieblas para llegar hasta ella. No permitiría que nada malo les sucediera y, para eso, lo más seguro era permanecer alejada de cualquier mortal.

      La puerta de la sala se abrió repentinamente y como si la hubiera invocado, por ella atravesó Vanesa. Habían pasado varios meses desde la última vez que la vio, pero a diferencia de ella, que había cortado su pelo drásticamente hasta los hombros, los cambios de su amiga eran casi imperceptibles. Como siempre, llevaba el uniforme de forma muy prolija; su pelo había crecido porque alcanzaba a tomarlo en una cola firme y ordenada. Ningún mechón podría escapar de ahí. Observó el tono bronceado en la piel y recordó el correo electrónico que le había enviado a mediados de enero para que se fueran de camping con Emilio. Le habría encantado ir, pero ni siquiera alcanzó a imaginarse recostada bajo el sol cuando Damián se le vino a la cabeza. Bloqueó su portátil y nunca contestó el correo. En realidad, no respondió ningún mensaje durante todas las vacaciones.

      Se miraron en silencio y su amiga le dirigió una sonrisa tímida para luego dirigirse hacia el puesto que estaba justo a su lado. Marina arrojó su bolso sobre el banco contiguo.

      —Está ocupado –declaró.

      —Yo no veo a nadie aquí.

      Puso su mochila de género sobre el costado de la mesa y se sentó. “Está distinta”, pensó Marina. La Vanesa del año anterior se habría sentado en otro puesto con los ojos humedecidos, en cambio, esta versión era más segura de sí misma. ¿Qué habría pasado durante esos meses sin verse ni hablar?

      —Oye, sabemos lo que estás haciendo y no te va a servir de nada.

      —¿Qué se supone que estoy haciendo?

      —El Emilio y yo te conocemos. Somos tus amigos, así que aunque hagas como que quieres alejarte de nosotros, vamos a seguir como coliguachos encima de ti.

      —Por algo no les respondí las llamadas, ni los correos, ni los mensajes.

      —Obvio que fue por algo; por varias cosas, en realidad: la Matilde se ganó una beca y ya no está en Chile, Pedro se murió, Damián se fue, quién sabe dónde. Nosotros entendemos todo eso. Pero vamos a seguir aquí mandando mensajes, llamando por teléfono y sentándonos en el banco de al lado. Y lo siento, no hay nada que puedas hacer para evitarlo.

      Una vez más, la nostalgia y la pena la invadieron. Nunca antes había visto a su amiga hablar con tanta determinación y con cierto tono de autoridad, pero logró contener sus ganas de abrazarla, de contarle todo, porque sabía que si lo hacía, su amiga seguiría firme a su lado y eso era demasiado riesgoso.

      —Haz lo que quieras. Me da lo mismo.

      Ni siquiera miró a Vanesa. Buscó el reproductor de mp3 en el bolso, se puso los audífonos y dejó caer la mejilla derecha sobre sus brazos, apoyados en el banco. Ninguna volvió a hablar.

      De modo gradual comenzaron a llegar los demás compañeros. Casi se cayó de la silla cuando vio entrar a Emilio a la sala. Llegó corriendo justo cuando tocaban el timbre para iniciar las clases. Llevaba la camisa afuera y la corbata en la mano, como pasaba siempre que se quedaba dormido. Se la puso alrededor del cuello mientras se acercaba a Vanesa y, cuando estuvo frente a ella, la besó. Vanesa y Emilio estaban juntos. La pareja más extraña de Puerto Frío, sin duda. ¿Cómo alguien tan maniática podía estar con el desastre de Dentón? Marina apagó el mp3 de golpe y se sacó los audífonos, enojada consigo misma. Esos pensamientos provenían de una mala amiga. Después de todo, quién era ella para juzgarlos de ese modo. Qué bueno que se hubieran encontrado, que estuvieran juntos. Le hubiese gustado preguntarles cómo pasó, desde cuándo se gustaban o quién había dado el primer paso, pero se tuvo que conformar con el silencio.

      Littin llegó junto con el término del timbre. Saludó a sus alumnos y les preguntó sobre las vacaciones. Preguntas de rutina, pensó Marina. “Gabriel tiene demasiadas preocupaciones como para importarle, de verdad, qué hicieron unos cabros de diecisiete años durante el verano”. Como ningún compañero entregó mayor detalle acerca de su vida personal, Littin empezó a hablar sobre el último año de colegio. Que cuarto medio, que la prueba de selección, que los horarios de clases, que hay que estudiar mucho para que puedan ser profesionales, que deben programar los tiempos. ¿Qué diablos hacía ahí? Una guerra le pisaba los talones y ella estaba sentada en una sala de clases, escuchando consejos sobre la prueba de ingreso a la universidad. No había ninguna opción de que a fin de año pudiera responderla. Jamás tendría tiempo de estudiar para esa prueba, era una utopía pensar en ello. Era un sueño, también, imaginar que el próximo año entraría a la universidad. Primero, porque la educación superior era