—Buenos días, profesor Littin –su voz aguda fue una bomba en los oídos de Marina.
—Buen día, señorita directora. ¿La puedo ayudar en algo?
Eva Millán lo observó como miraba a todo el mundo: con desprecio.
—Disculpe que interrumpa su clase de esta manera, pero quería presentarle a la nueva contratación de la Escuela Elemental de Puerto Frío: León Guevara, profesor de Educación Física.
La directora volvió a la puerta y la abrió de par en par, haciendo un ademán con su brazo para exhibir al nuevo profesor como si estuviera en un zoológico. Entonces, entró un hombre que bien podría haber sido hermano de Littin: tenía los ojos color miel y el pelo muy corto, tanto, que Marina no logró descifrar si sería castaño claro u oscuro. Sin embargo, su parecido con Gabriel era tal, que dedujo debía ser claro. Saludó a Littin con un apretón de manos; eran de la misma estatura, aunque él tenía la musculatura más definida, sin ser robusto o demasiado fornido. Gabriel sonrió, pero el nuevo profesor no le devolvió ese gesto. Tenía el aspecto de quien no sonríe nunca, así que el rictus de seriedad se materializaba en sus labios de forma permanente. “Hay caras que uno mira y sabe a quién se tiene enfrente, o por lo menos, a qué se dedica”, pensó Marina. Por ejemplo, para cualquier persona que viera los ojos de Magdalena, sería evidente que tendría una profesión ligada al ámbito social; Manuela, por otro lado, derrocha en cada una de sus expresiones, intelectualidad; Gabriel es pura luz y calma.
En cambio, lo único que se podía decir de él es que venía de un lugar oscuro, triste y solitario. La noche estaba en sus ojos.
Fue capaz de verse reflejada en su soledad y lo supo: era un enviado.
Su enviado.
Vínculos
Quería correr, salir rápido de ahí. Le hubiera gustado ser práctica como Magdalena para mantener la mente fría o resuelta como Manuela para no darle tanta importancia. Incluso podría haber sido osada, como se suponía que era Matilde, para encararlo; pero no, el agua dentro de ella era más fuerte y los sentimientos la nublaban. Quería arrancar. No sabía qué podía implicar conocerlo y esa incertidumbre en medio de la tormenta solo alimentaba sus miedos. Además, ¿cómo era posible que fuera tanto mayor que ella, si se suponía que los enviados nacían al mismo tiempo que su elemental? Por otro lado, si pensaba en cómo funcionaban las dinámicas clásicas entre elementales y enviados, solo veía la existencia de dos posibilidades: el enviado era una proyección o complemento de su elemental. Por ejemplo, en Lucas veía el complemento de Milena: ella era de carácter fuerte y determinada mientras que él era dócil y tendía a ceder. En cambio, Gabriel era una proyección de Magdalena: ambos responsables y trabajadores, seguros y tranquilos, justos y leales. Entonces, ¿qué características tendría ese extraño en relación con ella? A primera vista, la tristeza en su mirada.
La sala completa fue devorada por el silencio. Littin, que claramente también lo había reconocido, tenía ambas manos apoyadas sobre su escritorio para mantenerse en pie; Marina no supo si por el impacto de conocer a otro enviado o por el desconcierto de verlo ahí, en plena sala de clases, tan súbitamente.
Había algo contradictorio en él: luz y oscuridad, paz y guerra. En realidad, si lo pensaba mejor, eso no tenía nada de discordante: la situación era extraña para los dos. “Lo sabe”, pensó Marina. “Sabe toda la historia”.
Littin pasó una mano por su cabeza. Se notaba incómodo.
—¿Cuándo llegaste?
—Hace poco –contestó con la voz a rastras, pero decidido.
A Marina le pareció que hacía el intento por no fijar su vista en ella; cuánto le hubiese gustado elegir un puesto del fondo, escondido en lo más recóndito de la sala.
—¡Pero qué forma de recibir a un colega es esa, profesor Littin! –la voz y presencia de Eva Millán la perturbaba más que de costumbre–. El profesor Guevara realizará las clases de Educación Física para los cuatro cursos de la media. Le pido, por favor, que lo ayude en lo que respecta a este nivel.
Littin asintió, pero no dijo palabra alguna. Eva Millán se despidió justificando una larga lista de quehaceres y le hizo una seña con dejos coquetones al nuevo profesor para que salieran juntos de la sala; a Marina no le extrañó ese gesto.
Marina intentó, en vano, olvidar que el enviado había llegado. Se fijó en el reloj colgado al centro y arriba de la pizarra: en treinta minutos tocarían el timbre y llegaría el recreo. No se sentía preparada para hablar con él ese día, necesitaba tiempo. Sin embargo, la situación no trataba ni dependía solo de ella y, si él estaba ahí, de seguro querría una conversación. Decidió que, cuando pudiera, se le acercaría para presentarse y le diría que se juntaran mañana, después de clases. Para ese entonces pensaba tener procesada la llegada del enviado. En todo caso, ¿podría hacer eso? ¿Decirle que se juntaran después de clases? Probablemente a Eva Millán le daría un ataque si la veía fuera del colegio con su nueva contratación. “Mala suerte”, pensó, en temas de enviados y elementales, no había mucho que Millán pudiera hacer u opinar.
Volvió a mirar el reloj y advirtió que apenas habían pasado tres minutos. Si todavía no dominara el viaje astral, se hubiera desvanecido ahí mismo porque lo único que quería era irse. La clase de Littin se le hacía eterna. Lo escuchaba hablar con voz de trompeta, como los adultos de Charly Brown, uno de los dibujos animados que le gustaban a Magdalena cuando era niña.
De pronto, un papel doblado y pequeño cayó sobre su escritorio. Como si supiera que quería pensar en otra cosa, Emilio le había mandado uno de sus clásicos “Chat 2.0”, como le gustaba llamarlos.
De forma instantánea, pasó los dedos disimuladamente por su frente; podía escuchar la risa silenciosa de su amigo. Arrugó el papel y lo metió al bolsillo. Por supuesto, no tardó en recibir otro.
Miró a Emilio con su peor cara y dijo con los labios aunque sin emitir sonido alguno: “Para”. Él le respondió encogiendo los hombros, como haciéndose el loco. No le volvió a escribir durante el resto de clase, pero había conseguido sembrar la duda en ella.
Después de los interminables treinta minutos, por fin tocaron el timbre para salir a recreo. Los alumnos abandonaron la sala en estampida a excepción de Emilio, que esperó a que Vanesa ordenara su escritorio mientras le guiñaba un ojo a Marina. En ese momento, se preguntó si de verdad Emilio vería algo distinto en ella o solo quería despejar sus pensamientos para que, por unos minutos, volviera a ser la misma de antes. Era un deseo imposible: esa Marina se había ido en fragmentos, cortada a pedacitos con todas las muertes.
Vanesa y Emilio salieron de la sala, no sin que antes su amiga la mirara por encima del hombro, seguramente preguntándose por qué se quedaría ahí dentro con Gabriel. Le hubiera gustado contarle todo para escuchar sus consejos, siempre tan lógicos y oportunos, pero la dejó ir. Littin dejó la puerta entreabierta. Marina se acercó a él.
—Es tu enviado –le dijo con tono preocupado, como si la sala estuviera llena de ojos.
—Y qué quieres que haga.
—Primero, hablar con él.
—Obvio que voy a hacerlo, pero no ahora –miró hacia atrás para corroborar que no hubiera nadie y bajó la voz–. Oye, es muy raro que sea mayor que yo.
Gabriel asintió.
—¿No