Zahorí II. Revelaciones. Camila Valenzuela. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Camila Valenzuela
Издательство: Bookwire
Серия: Zahorí
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789563634037
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que se propagó por toda la sala. Luego, abandonó el control que ejercía sobre el cuerpo del enfermo.

      Magdalena soltó la bolsita y volvió a meterla dentro del pantalón para que nadie sospechara que algo extraño había sucedido. Sin embargo, su respiración agitada y las cenizas marcadas sobre la frente del paciente que gritaba incoherencias, la delatarían. Antes de tranquilizarlo, limpió el rastro de las hierbas en su cuerpo. Al hacerlo, pudo notar los dedos del hombre marcados en pústulas alrededor de su muñeca derecha. El dolor era insoportable. Rosa, que ya había llegado al hospital, entró corriendo a la sala y Magdalena escondió su herida. Cuando por fin lograron estabilizarlo, Rosa le preguntó qué había pasado y ella respondió que se había descompensado de repente. Luego, salió de la sala.

      Fue hasta los baños del personal. Una vez ahí, se metió en un cubículo, se sentó y apoyó los codos sobre las rodillas para sostener su cabeza entre las manos. Respiró profundo unos segundos para ayudarse a pensar con claridad. ¿A quién se había enfrentado? ¿A un oscuro cualquiera? ¿Al Maldito? Intentó recordar la palabra que le había dicho durante el ataque, pero había sido todo tan sorpresivo y confuso, que temía no encontrarla entre sus recuerdos. Sin embargo, después de un rato rialú volvió a su mente. Sacó su celular del bolsillo trasero y abrió el buscador. No tenía idea cómo se escribía, pero de algún modo llegaría a ella. Y lo hizo. Después de un par de minutos de búsqueda, lo logró: la palabra significaba “control”. ¿Eso quería decir que los oscuros podían ejercer distintos niveles de control sobre los mortales? ¿Su abuela sabría eso? ¿O quizás Manuela?

      Hasta ese minuto solo conocía la posesión, en la cual el oscuro literalmente habitaba el cuerpo del ser humano, pero ese ser no estaba verdaderamente ahí, los ojos y la voz del paciente se lo confirmaron porque siempre fueron los de don Miguel. Más bien había sido como si el oscuro fuera capaz de controlarlo desde la distancia. ¿Podrían hacer lo mismo con las elementales? Se reprochó a sí misma no haber estudiado bien a los oscuros; había sido una irresponsabilidad de su parte no averiguar cada mínimo detalle sobre ellos. Si no hubiera sido por su habilidad con las plantas, quizás qué habría hecho ese oscuro ahí mismo, en un lugar lleno de personas enfermas que no tenían por qué sufrir las consecuencias de esa guerra.

      Seguramente Manuela conocía todas las formas que tenía un oscuro para dominar a los seres humanos, y aunque tenía muchas ganas de llamarla para preguntarle, se contuvo: solo lograría preocuparla. También pensó en llamar a Gabriel, que a esa hora estaba en clases con Marina, pero también lo descartó por la misma razón que había desechado contarle a Manuela. De todos modos, le extrañó que para ese entonces no hubiera sido él quien se comunicara con ella: estaban conectados, ¿por qué no había sentido ese ataque?

      Cuando llegara a la casona y estuvieran todos juntos, les diría. Mientras, volvería al trabajo e intentaría comportarse lo más normal posible. Si el oscuro volvía –algo muy posible teniendo en cuenta cómo había terminado esa embestida–, esta vez, estaría preparada. Abrió apenas la puerta del baño para corroborar que no hubiera nadie adentro. Luego de hacerlo, volvió a cerrarla, tomó su talismán entre las manos, cerró sus ojos y despacio murmuró: “Aïne, sé que parte de tu esencia está siempre conmigo. Te siento, te escucho y, a mi forma, te veo. Cuando ese oscuro venga por mí, cédeme tu espíritu de tierra, naturaleza y matriarcado. Ayúdame a canalizar el poder de mi elemento, que en parte es el mismo que el tuyo; ayúdame a ser la elegida de tierra”. Ella no pudo verlo, pero cuando abrió los ojos, un brillo verdoso se filtró en su mirada.

      La tarde transcurrió tranquila, sin nuevos enfrentamientos ni percances. Quizás, después de cómo había resultado su primera ofensiva, el oscuro había decidido planear su próximo movimiento y esperar unos días para volver a atacarla. Al margen de lo que él decidiera, ella ya estaba preparada; no bajaría la guardia por nada del mundo. En realidad, lo que le preocupaba no era que fuera tras ella, sino que agrediera a su familia. ¿Y si el oscuro descubría que su verdadero punto débil eran, precisamente, sus seres queridos? Estaban todos dispersos –unos en la casona, otros en el colegio– y si algo pasaba en cualquiera de esos dos lugares, para cuando ella llegara, ya sería demasiado tarde. Quería que terminara pronto su jornada de trabajo para poder reunirse con su familia, explicarles lo que había pasado y así idear un plan de acción. Era ridículo advertir que no lo hubieran hecho antes, pero el dolor por la muerte de Pedro y la transformación de Damián los había dejado a todos aturdidos y un tanto ensimismados. Manuela se había dedicado aún más a la investigación, Marina a practicar sus poderes, ella y Gabriel al herbario. Solo Mercedes llevaba un luto prolongado y estático; apenas comía y se notaba, en las bolsas de sus ojos, que no podía dormir. Había significado un peso excesivo sobre ella la muerte de su confidente, la desaparición de alguien que consideraba un nieto más y el rechazo de Marina. Por lo menos, pensó Magdalena, a su hermana menor ya se le estaba pasando la rabia por los secretos de Mercedes. Eso era una de las mejores cualidades de Marina: su capacidad para perdonar.

      Vio el reloj: eran casi las seis de la tarde. Gabriel debía estar por salir del colegio. Bajó al primer piso del hospital y salió por la puerta trasera hacia el estacionamiento, ahí podría hablar por teléfono con él sin sentir que un millón de ojos la observaban. Una ráfaga de aire helado la envolvió. El ramaje de los árboles se movía en sincronía. Tomó su celular, marcó el número de Gabriel y caminó hasta el límite del estacionamiento, que colindaba con el bosque. Cuando escuchó su voz al otro lado del teléfono, una sensación de calma le recorrió el cuerpo entero. Le contó lo que había pasado con el oscuro, la quemadura en su muñeca, las palabras murmuradas.

      —Lo que no entiendo es por qué no me sentiste. ¿Pasó algo?

      —Llegó el enviado de la Marina.

      Esa no era una buena noticia. Conocía muy bien a su hermana y la llegada de su enviado, en esos momentos, significaba un conflicto más en su vida. De hecho, pronto descubriría que sería un problema mayor de lo que imaginaba. Marina tendría que aprender a convivir con los inminentes sentimientos hacia León, aun estando enamorada de una persona ausente y, peor, dominada por la oscuridad.

      Magdalena no respondió, solo emitió un suspiro lleno de tedio.

      —Si te sirve de algo, de seguro él está peor.

      —Cómo me va consolar eso. Pobre cabro.

      —De cabro, nada, debe tener nuestra edad.

      —Eso es imposible.

      —No si lo llamaron antes.

      —¿Se puede hacer eso?

      —Si te invocan, caes.

      —Pero quién habría hecho eso... Para qué.

      —No sé, pero creo que es mejor que no nos metamos ahí.

      —¿Estás seguro de que tiene nuestra edad?

      —Quizás es un poco menor, pero no debe tener menos de veintitrés años.

      —¿Nuevo profesor?

      —Educación Física.

      —Igual es raro... La chica es menor de edad.

      No escuchó nada particular al otro lado del teléfono, pero conocía a Gabriel y sabía que intentaba reprimir una sonrisa.

      —Maida, la Marina cumple dieciocho en unos meses más. Y no alcanzan a ser ni ocho años de diferencia.

      —¿Y la Marina? ¿Te dijo algo?

      —No mucho, que necesitaba tiempo. Estaba como ida.

      Magdalena sabía qué significaba eso: cuando Marina se veía aturdida, en realidad peleaba contra su mente. Seguro se había pasado todo el día pensando qué le diría al enviado, cómo le explicaría que no sentía nada por él, que no creía en esas cosas del amor a primera vista; que ella quería elegir de quién enamorarse, no que se lo dictara el legado autoritario de su familia. Gabriel tenía razón, él debía estar cien veces peor que ella.

      —Parece que la conoce bien, en todo caso.

      —¿Por