Zahorí II. Revelaciones. Camila Valenzuela. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Camila Valenzuela
Издательство: Bookwire
Серия: Zahorí
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9789563634037
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verbo. Ya vas a ver que sí se puede sentir con la cabeza.

      —Bueno, da lo mismo, si esto fuera un tema de verbos hablaría con mi profe de Lenguaje, no contigo. Quiero saber qué piensas sobre esta sensación que tenemos. Por qué estás casi segura de que son elementales, así, en general.

      —Porque las escucho.

      Marina cruzó la cocina y se acercó a Manuela. No tuvo necesidad de preguntarle nada.

      —Empezó hace una semana. No les había dicho porque todavía no sé bien qué significa y no quería agregar otra preocupación. Creo que soy telépata.

      Manuela dejó el tazón vacío dentro del lavaplatos.

      —Lávalo –dijo Magdalena, que justo entró a la cocina. Señaló con su índice la loza sucia–. Ahora sí que tienes que ponerte las pilas con lo que ensucias porque la Marina entra al colegio y no va a tener tiempo para recoger los vasos que dejas tirados por toda la casa.

      —Chuta, parece que alguien se despertó con el pie izquierdo.

      —No, Manu, te lo digo en buena onda.

      —Yo también te digo en buena onda que, si no me dedico a lavar platos, es porque he estado devanándome los sesos para encontrar a la elegida de fuego.

      —Y está claro que no quiere que la encontremos, al menos no todavía. Así que, mientras, lava tus platos –puso la esponja en su mano y luego se dirigió a Marina–. ¿Nos vamos? Gabriel ya está afuera.

      —Espérate, la Manuela tiene algo que decirnos.

      Magdalena miró a su hermana mientras se hacía un moño; tenía el pelo ordenado, así que solo lo hacía para mantener las manos ocupadas en algo.

      —Sí. Hay una posibilidad de que sea telépata, pero no estoy segura. Ustedes, mejor que yo, saben que nuestros poderes dependen de nuestras emociones; como no hemos tenido ataques de los oscuros, no he estado bajo presión como para manifestarlo.

      —Entonces, ¿cómo sabes que es tu poder y no cansancio? –preguntó Magdalena, que dejó su bolso sobre el mesón de la cocina–. Te quedas toda la noche leyendo, apenas duermes... quizás dormitas y, en ese intertanto, sueñas que escuchas voces.

      —No, Maida, no es un sueño y no escucho voces como esquizofrénica. Hace una semana atrás, cuando estaba leyendo los Anales y pensaba en la elegida de fuego, escuché una voz dentro de mi cabeza, pero la voz no era mía. No era tuya, ni de la Marina, ni de nadie conocido.

      —¿Y qué escuchaste?

      —“De vuelta a Puerto Frío”.

      —¿Eso no más?

      —Sí, eso no más.

      —Ya... –dijo Magdalena y volvió a tomar su bolso.

      —No es solo lo que dijo...

      —¿Solo?

      —... sino cómo lo dijo. Eso le explicaba a la Marina recién: las siento dentro de mi cabeza. Escucho sus pensamientos y, al mismo tiempo, soy capaz de percibir sus sensaciones.

      —Yo le creo. Es la elegida de aire y elemental de agua: pensamiento y sentimiento juntos.

      —No he dicho que no le crea, pero pienso que es muy pronto para asegurarlo. Por eso, por favor, ándate con calma, Manu. Eres experta para obsesionarte con un tema y dejar todo lo demás atrás y, en estos momentos, te necesitamos acá con nosotras, no en tus libros.

      —Tranquila. Si sé que mis poderes van a llegar cuando de verdad sea el momento, así que no estoy urgida en encontrarlos.

      Ninguna de las dos le creyó.

      “¿Vamos?”, le preguntó Magdalena al ver que el tema de Manuela ya quedaba relativamente resuelto. Ella asintió y luego preguntó por Mercedes. Era extraño que su abuela todavía no hubiera aparecido por ahí. Incluso después de la muerte de Pedro y la desaparición de Damián, había mantenido sus hábitos y seguía siendo la primera en despertar. “No se ha levantado. Hoy es ese día”, le contestó Magdalena. “El día que Pedro debe ser reemplazado”, pensó Marina. Mercedes había logrado convencerlas de ahorrar ese dinero y esperar hasta que llegara marzo. Les dijo que necesitaba tranquilidad para llevar el luto y que, en términos prácticos, en el verano tendrían más tiempo para hacerse cargo de la casa. Como ninguna tenía cabeza para pensar en el aseo de la casona, accedieron. Las consultas en el hospital disminuyeron porque la mitad del pueblo salió de vacaciones y Magdalena aprovechó sus tardes libres para crear un herbario junto a Gabriel; Manuela había suspendido la entrega de su tesis para dedicarse a buscar a la elegida de fuego y Marina no tenía que ir al colegio. El tiempo que pasaban en la casa les permitía suplir los trabajos que, antes, hacían Pedro y Damián. Sin embargo, el reloj empezaba a correr y no podían continuar sin ayuda.

      Las hermanas se despidieron de Manuela, Marina tomó su bolso y salieron de la casona. Afuera el sol no calentaba. Era marzo y el frío todavía no azotaba con su fuerza implacable la región. Aun así, podían sentir el viento helado chocar de frente contra ellas. Eso también era extraño y lo sabían. Los veranos en el sur hacía tiempo que eran bastante calurosos, pero por alguna razón –una que, para ellas, era elemental– el clima apenas había mejorado.

      Gabriel las esperaba al volante. Mercedes no había dejado que nadie lavara la camioneta y los tonos terrosos la hacían mimetizarse con el entorno. El retrato era triste, pura nostalgia. Las hermanas entraron y Marina saludó a Gabriel. Luego de la muerte de Pedro y la desaparición de Damián, Littin había llegado a la casona para quedarse unos días. Los enviados eran los mejores aliados que tenían y su presencia en la casa significaba protección en tiempos tristes y vulnerables. Las semanas pasaron, los meses también y, cuando llegó el momento de decidir, todas votaron por la permanencia de Gabriel en la casona. Tenían espacio de sobra y él era parte de la familia.

      La Chevrolet LUV conservaba el adorno de goma con forma y olor a eucaliptus que Pedro colgaba en el espejo retrovisor. Los tres contuvieron la respiración cuando vieron su movimiento pendular frente a ellos; era ver a un muerto. En completo silencio, Magdalena lo sacó y guardó en la guantera. Luego, Gabriel partió rumbo al sendero principal. El bosque estaba más verde que nunca y las nalcas del camino parecían querer tragarse la camioneta. La radio no era capaz de sintonizar ninguna estación; solo se escuchaba una interferencia molesta y los vidrios retumbar producto de la calamina. Marina buscó en el bolsillo externo de su bolso hasta sacar un casete con un cable largo y negro que conectó a su reproductor de mp3. Se lo pasó a Magdalena, que lo introdujo dentro de la radio mientras Marina paseó entre listas de reproducción, canciones y artistas hasta que, finalmente, decidió dejar su antología favorita de Inti Illimani Histórico. Le dolió el pecho cuando comenzó a sonar la canción que escuchó con Damián la noche antes de que la maldición se desatara:

      “Ojos azules, no llores

      no llores ni te enamores

      llorarás cuando me vaya

      cuando remedio no haya.

      Tú me juraste quererme

      quererme toda la vida

      no han pasado dos, tres días

      tú te alejas y me dejas.

      En una copa de vino

      quisiera tomar veneno

      veneno para matarme

      veneno para olvidarte.

      Ojos azules, no llores.

      Ojos azules, no llores.

      Ojos azules, no llores”.

      “No llores”, se repitió a sí misma y secó sus mejillas rápidamente, antes de que alguien se diera cuenta.

      Eran las 07:40 y Marina tenía treinta minutos para llegar hasta la Escuela Elemental de Puerto Frío, de lo contrario, ganaría un sermón