este Dios conduce hacia un futuro que no es mera repetición y ratificación del presente, sino que es la meta de los sucesos que ahora están desarrollándose. La meta es lo que da sentido a la peregrinación y a sus penalidades; y la decisión actual de confiar en el Dios que llama, está preñada de futuro. Tal es la esencia de la promesa, desde la perspectiva de la migración.
La concepción bíblica del tiempo es lineal, no especulativa (Cullmann, 1947; Frisque, 1966, 92-96), percibida en términos de maduración biológica y de crecimiento” (Tresmontant, 1961). Para Maag, esta percepción del tiempo fue adquirida en la vivencia migratoria del pueblo hebreo durante el éxodo, guiados por la promesa de una “tierra que fluye leche y miel” (Ex 3:8; 33:3; Lv 20:24). Moltmann lo comprendió de la siguiente manera:
La religión de los nómadas es religión de la promesa. El nómada no vive inserto en el ciclo de la siembra y la cosecha, sino en el mundo de la migración. Este Dios de los nómadas, que es un Dios que inspira, guía y protege a sus fieles, se diferencia de manera básica, en distintos aspectos, de los dioses de los pueblos agrarios. Los dioses de los pueblos son dioses vinculados a un lugar. El Dios transmigrado de los nómadas, en cambio, no está atado a ningún territorio ni a ningún lugar. Peregrina con los nómadas, está siempre en camino. (Moltmann, 1969, 125).
Neher (1979, 176) expresa: “El hombre bíblico, inmerso en el flujo de la historia, sintiendo esta orientación, conociendo el origen, tras sí mismo, era consciente de avanzar hacia un fin”. Esa conciencia “de avanzar hacia un fin” se gesta en la voluntad humana y en la libertad como aptitud dada para moldear la vida y modificar el destino. Incluso el propio destino aparece como una laboriosa arquitectura edificada sobre la decisión tenaz y aun la rebeldía. De allí, también, surgen las ideas de continuidad y progreso. “Continuidad y progreso son las características del tiempo histórico, hecho posible por la interpretación bíblica de la creación” (ibíd.). En este contexto, emerge lo contingente, la “improvisación”, el carácter de “inseguridad radical” (ídem, 177) y el “infinito campo de lo posible” (ídem, 180), algo semejante a lo que Heidegger llamó “la fuerza silenciosa de lo posible”. De este modo, se entiende la naturaleza de la conciencia como un lanzarse delante de sí mismo al futuro, con sus incertidumbres y riesgos, comprendiéndose lo que se es por lo que será, ya que el ser actual es resultado de sus propias posibilidades.
Otra nota característica del pensamiento bíblico es el fenómeno del profetismo. Esto “supone una relación muy especial con el tiempo, una ruptura de la ineludible sucesión temporal, una irrupción en la vida diaria de los puntos de tangencia del tiempo y de un más allá, una lectura de los hechos ligados al acontecimiento bajo una luz que los trasciende” (Marcel, 1979, 232). Se trata de algo muy diferente a los oráculos griegos que leían los signos del destino en las vísceras de un animal, en los ataques de una histérica o en el movimiento de los astros. En los profetas, el mensaje se “halla cargado de futuro” y aún los juicios condenatorios son “portadores de esperanza” (ídem, 237). “Los profetas bíblicos son los heraldos del Mesías esperado” (ibíd.), están absolutamente orientados hacia el futuro y son la voz de la conciencia escatológica. Gabriel Marcel (1951, 169-171) definió los mensajes proféticos como la negación del pesimismo fatalista y la afirmación del optimismo progresista. Es la visión de las realidades dolorosas de la vida con un sentido de proyección hacia el eschaton de la parusía.
Afirma Tresmontant (1973, 221-222) que
la visión hebrea del mundo, aportada por los profetas de Israel y finalmente por Yeshúa, está absolutamente orientada hacia el futuro. La plenitud, el pleroma, no está situado en el pasado, sino en el futuro, hacia adelante. La creación, en los comienzos, no quedó acabada. Y no está hoy acabada. No lo estará hasta más tarde, al término de este proceso doloroso en el que una libertad creada coopera —o se opone— al acto creador progresivo. No se trata en modo alguno de regresar al pasado, al ‘paraíso terrestre’. Los profetas jamás hablaron en este sentido. Se trata de trabajar activamente por una consumación futura.
El profeta es un líder o guía inmerso en la dramática realidad cotidiana, pero siempre con su insistente llamado al cambio y a la renovación. Es de consignar que la esperanza mesiánica tiene un carácter general, que comparte todo el pueblo, y por otro lado, un sentido individual que “se refiere a la participación personal en el mundo venidero, sobre cuya concesión caerá la decisión de Dios” (Rengstorf, 1964, 527). Es precisamente esa tarea de realización, desarrollo y consumación, de cara al futuro, la que identifica a la esperanza.
Desde el marco de estos presupuestos epistemológicos, la visión bíblica de la esperanza, más allá de su amplio campo semántico, es fe en el porvenir —no importa cuán lejano esté—, es la “disponibilidad a entrar confiadamente en las tinieblas del futuro”, como decía Martín Lutero (Bultmann, 1970, 54). En contraste, los griegos desconfiaban y temían el futuro, patrimonio exclusivo de los dioses del destino.
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