La chica frunció el ceño y retrocedió dos pasos.
—Déjame explicarte las cosas —dijo la niña—. Yo soy Samanta, y no, no puedes llamarme Sam. Ella es Azul, no Cheslay, es Azul ¿Lo deletreo para ti? A-Z-U-L. Igual que el cielo. Ella no sabe cómo hablar, así que yo, la más adorable dentro de esta habitación, te dirá lo que ella quiera responderte ¿De acuerdo?
Dylan no sabía si reír o sentirse frustrado ante las palabras de la niña. No, no era una niña, al menos mentalmente no lo era. Parecía que hablaba con una mujer. ¿Qué debía hacer? ¿Recordarle a Cheslay su pasado? ¿Pedirle explicaciones?
—Yo sugiero que empieces por responder unas simples preguntas. No tenemos mucho tiempo —dijo Samanta.
—¿Cuál es tu categoría? —preguntó Dylan.
—Dos. Soy una dos.
—Una lectora de mentes —concluyó él.
Decidió que era mejor permanecer sentado, ya que las cadenas tiraban de sus manos y le lastimaban las muñecas. Se quedó sentado con su espalda recta contra la pared.
Entonces, pasó algo extraño, algo que no sabía cómo explicar. Azul miró a la niña a los ojos. Ambas estuvieron así por unos minutos hasta que Samanta desvió la vista.
—¿Estás segura? —le preguntó. Azul asintió—. Bien —dijo y se encogió de hombros, como si no le importara. Pero Dylan podía ver la lucha interna en los ojos de la niña, como si temiera decir algo imprudente—. Ella quiere que te explique… Mejor dicho, quiere que sepas que Cheslay está viva, aunque hace bastante tiempo que no se comunican.
—¿Qué? No trates de engañarme. Cheslay es ella ¿Cómo puede estar su cuerpo frente a mí y no ser ella?
—Pensé que eras más listo —se quejó Samanta.
Ambos guardaron silencio. Observándose en la oscuridad. Ninguno daría brazo a torcer, nadie revelaría nada sobre cualquier dato importante.
Él no les contaría la historia si Cheslay no hablaba con él.
Fue entonces que decidió mirar fijamente a Cheslay, Azul o como quisieran llamarla. Ella le devolvió la mirada, solo que no lo veía como lo hacía antes, como si estuviera dispuesta a dar la vida por él. La mirada que le regalaba era la que se le da a un desconocido.
Algo en su interior se rompió al contemplarla, al ver que ella guardaba su distancia, al saber que trataba de ocultar a Samanta de él, con su cuerpo.
Esa persona no confiaba en él. Esa persona creía que Dylan era peligroso para ella, temía que les hiciera daño. Esa persona no era Cheslay, solo un pobre cachorro asustado.
Dylan se puso de pie muy lentamente.
—¿A qué te refieres cuando dices que Cheslay sigue aquí? —preguntó.
—A que está aquí. Es complicado. —La niña arrugó la nariz—. Es como si Azul y ella compartieran un cuerpo… Son dos mentes. Es muy complejo leerlas cuando las dos piensan al mismo tiempo.
—¿Por qué no puede responderme ella misma?
Samanta puso los ojos en blanco.
—¿Por qué gastas tus preguntas en cosas inútiles? Ya te lo dije, no sabe cómo hablar. Debiste haberla visto cuando la conocí en ese campamento… Ni siquiera sabía caminar.
—¿Un campamento? ¿Cheslay estuvo en un campamento? —preguntó alarmado.
—Sí. Ahí nos conocimos —respondió Samanta.
Dylan trataba de hacer que las piezas encajaran en su mente, pero eso era complicado, tratar de meter tres años de su vida en un solo instante.
—¡No! —gritó Olivia desde afuera—. No puedes pasar.
—¿Por qué no? —preguntó el tres. Su tono molesto—. No lo hiciste…
—Sí. Azul está ahí —aceptó Olivia.
Sonó un fuerte golpe, tan fuerte que Dylan no lo pensó dos veces y rompió las esposas, para interponerse entre la puerta y las dos mujeres. Trastabilló un par de veces, pero como pudo, conservó el equilibrio.
El tres apareció en la puerta. Su semblante era de verdadero enfadado, uno de sus puños sangraba.
—Creo haber ordenado que no vinieras aquí —le espetó a Azul.
—Sander, déjame explicarte… —pidió Olivia.
—Fuera de aquí —le ordenó a las tres.
—No nos hará daño —escuchó la voz de Samanta en su mente. Dylan no se asustó, no era la primera vez que alguien le hablaba de esa forma. Se hizo a un lado y dejó que Azul y la niña salieran—. Golpeó la pared —le explicó Samanta—. Sander golpeó la pared a causa de su enfado. Él jamás le haría daño a un habitante de los túneles.
Dylan le asintió a la nada y volvió a su esquina de auto exilio. No era por hacer caso de las explicaciones de la niña, tampoco porque tuviera miedo de Sander. No, no fue nada de eso. Fue Cheslay… Azul, quien lo hizo retroceder. Ella le dio esa mirada, la que siempre antecedía a un ataque. Estaba dispuesta a atacarlo o a matarlo si se atrevía a hacerle algo a Sander. Ella pelearía a su lado.
Dylan dejó su mirada en el suelo, no se percató cuando la niña se acercó y lo obligó a levantar la barbilla.
—Cambié de opinión —dijo ella—. Puedes llamarme Sam. —Le regaló una sonrisa y salió de la celda.
Sander le regaló una mirada de irritación, pero no le dijo nada más.
Dylan había pasado por muchas cosas en su vida. La mayoría de ellas muy dolorosas, pero nunca se imaginó que sentiría un dolor más allá de lo inimaginable, un dolor no soportable. Algo que lo hiciera abrazar sus piernas y llorar en la oscuridad.
Era un dolor diferente. Tenía miedo de perder a Cheslay, ya no le tenía miedo al dolor físico, ese pasó a segundo término cuando se acostumbró a él. Pero no estaba preparado, ni cien vidas con sus respectivas muertes pudieron haberlo preparado, para la mirada de odio que ella le regaló; para esa mirada que le decía que si atacaba ella se encargaría de acabar con él.
Sí. Dylan sentía dolor por muchas cosas pequeñas, y tenía miedo de muchas más, pero nunca creyó que su miedo y su dolor pudieran reunirse en una sola persona.
—Cariño. —Escuchó la voz de su madre—. Despierta…
Dylan se levantó de golpe. La pared del frete exhibía un viejo poster de Pokémon, estaba cubierto con una manta de color rojo y algunos dibujos de coches, las cortinas eran iguales y la alfombra tenía una vieja mancha, él había derramado chocolate caliente sobre ella.
Estaba en su habitación ¿Todo había sido un sueño?
Se llevó la mano a la cabeza, justo donde sentía que palpitaba, sus oídos no dejaban de repetir el murmullo de su corazón. «Bum, bum, bum»
Había ardor, y una especie de pequeño bulto. Tenía puesto un vendaje, era una molestia tenerlo puesto. Dylan metió sus deditos entre la gasa y su cabeza. Deseó no haberlo hecho, dolía mucho, pero lo que más lo asustó en ese momento fue darse cuenta de que nada de eso había sido un sueño.
Apartó a su madre de un empujón y se levantó de la cama a tropezones. Se golpeó en la frente con la puerta de su habitación, pero siguió andando. Bajó las escaleras y llegó un punto en el que su visión se vio obstruida por algo,