—¡Qué tonto suena eso! —replicó.
—Eres grosero. Además, no es tonto el querer mover el agua con las manos de un recipiente a otro. El tonto eres tú, por creer que no se puede hacer.
—Eres demasiado pequeña como para hablar de esa manera.
Cheslay puso los ojos en blanco y se levantó del lugar donde había estado sentada. Colocando las manos en jarras fue que respondió:
—Ya tengo cinco años — refunfuñó—. No soy pequeña.
Dylan se dio cuenta de dos cosas:
Una. Había retrocedido dos pasos a causa del tono de la niña.
Dos: A Cheslay le faltaba un diente, estaba mudando.
—Mami dice que tú serás mi amigo —dijo la niña con seguridad.
—Supongo que sí. —Se encogió de hombros—. Somos los únicos niños en todo este lugar. Tenemos que ser amigos.
Cheslay lo miró con sus ojos grandes y azules mientras Dylan tragó saliva.
—No quiero que tengamos que ser amigos, quiero que tú quieras serlo.
El niño sonrió. Estaba feliz de que ella pensara así.
—De acuerdo. Seamos amigos —Pactó. Y la niña le dio un fuerte apretón de manos.
Ni siquiera sabía cuándo fue que extendió su mano para poder sellar ese acuerdo, solo sabía que se sentía bien, tenía una amiga para toda la vida.
No tenía idea de lo que ese pacto significaría después. En ese simple apretón de manos había puesto toda su esperanza, fe, y humanidad.
Los días pasaban. Dylan y Cheslay estaban juntos todo el tiempo. La madre de Cheslay les daba clases de literatura, matemáticas, ciencias y a veces los dejaba correr libremente por el área residencial del complejo; pero con la condición de que nunca fueran a los laboratorios o áreas de prácticas.
Dylan apoyó las manos sobre la mesa y recargó su cabeza sobre ellas. Veía como el vapor salía de la taza de café, donde un poco antes pudo observar cómo la leche se mezclaba con el color negro de una forma casi mágica.
Amaba ver cómo su madre preparaba el desayuno, solo que no le gustaba comerlo.
—No has tocado la comida —observó ella.
—Es porque sabe extraña.
—Papi dice que tienes que comerla, es una dieta especial para ti. Tu amiga también la come —explicó su madre.
—Cheslay también cree que sabe extraña, tampoco le gusta.
—¿No te gusta mi comida?
—No, no me gusta lo que preparas para mí, sabe raro. Quiero comer lo que tú y papá coméis —pidió.
Su madre sacudió la cabeza en señal de desaprobación. Dylan recordaba el cabello de su madre, los rizos castaños, y la piel morena, también los ojos de color café oscuro. Se parecían demasiado, cada mañana al verse al espejo recordaba aquel rostro angelical y no el del monstruo de su padre. Le gustaba parecerse a mamá.
Pero solo eso recordaba de ella. No resonaba en su mente su voz, o su risa, tampoco su estatura. Solo habían quedado los rasgos de su rostro para recordarla.
—De acuerdo —dijo su madre y le regaló una sonrisa—. Si te acabas el jugo, el pan y el huevo, puedes salir a jugar con Cheslay, de lo contrario pasaras todo el día en casa estudiando ¿Trato?
—Trato. —Le correspondió el niño a la sonrisa.
Salió de la casa con una mueca de asco después de haber terminado su desayuno. Escuchó ruidos extraños detrás de la casa de al lado, que era la de Cheslay. Dylan dio la vuelta y se encontró con una pequeña figura que metía un dedo en su garganta para vomitar.
—¿Qué estás haciendo? —la reprendió.
La niña lo miró con ojos llorosos y cara pálida. Limpio la saliva con un gesto de la mano.
—La comida hace que… Es asquerosa. No sé por qué no podemos comer lo mismo que ellos. A nosotros nos dan cosas feas y ellos comen delicias. No es justo —se quejó.
—¿Y por eso vomitas? Es asqueroso. Si sigues así morirás de hambre.
Cheslay negó con la cabeza y se llevó un dedo a los labios para pedirle que guardara silencio.
—¿Prometes guardar un secreto?
—Creí que éramos amigos.
—Lo somos, y por eso confió en ti. Ayer entré al despacho de papi cuando nadie me veía, encontré un mapa de una red de túneles que están por debajo del complejo. Si lo seguimos podemos encontrar el almacén y comer galletas en vez de cosas que saben raro.
Dylan tragó saliva de una manera audible. El hacer eso lo asustaba muchísimo, pero tampoco podía fallarle a ella, ya que si algo lo asustaba más que romper las reglas era perder la amistad con Cheslay.
—De acuerdo —aceptó.
Jugaron juntos toda la tarde a la vez que planeaban su pequeño acto de rebeldía. Dylan hizo lo mismo que Cheslay con la comida, se obligó a expulsarla por medio del vómito, y se juró a si mismo que nunca volvería a hacer nada tan estúpido como eso. Cuán equivocado estaba en aquel entonces.
Salieron de sus respectivas casas a las nueve de la noche, una hora tardía para unos pequeños niños, escaparon de sus cuartos justo después de que sus madres los arroparon.
Dylan llevaba en su mochila una linterna y una tiza, ya que había leído en una historia que, si rayaba la pared, esta misma lo ayudaría a volver. Estaba seguro de que ella no había pensado algo tan brillante como eso. También tenía tres botellas de agua, por si les daba sed en su recorrido.
Se decepcionó un poco cuando vio que Cheslay llevaba las mismas cosas en su bolsa. «Patético, Dylan, realmente patético» pensó. Ella era tan o más inteligente que él.
Juntos salieron de la zona residencial y, siguiendo el mapa que Cheslay había encontrado, llegaron a los límites del complejo militar.
Él quedó sorprendido. No sabía que estaban rodeados por desierto. Había capas y más capas de arena por doquier.
—¿Qué pasa? —preguntó Cheslay.
—No sabía que estábamos aislados…
—¿No? ¿Cuánto tiempo llevas aquí?
—Nací aquí. Llevo toda mi vida en este lugar. —respondió.
Él sabía que solo tenía siete años, y que su vida no era tan larga, pero el saberse encerrado en ese lugar, el descubrir que había algo más afuera, lo hizo sentir pequeño.
Sacudió la cabeza y siguieron caminando. Cheslay se detuvo entre los arboles junto a la valla. Ella comenzó a pisar fuerte sobre un área específica, hasta que el lugar sonó hueco. Entre los dos quitaron la poca maleza que cubría una placa de metal, y juntos removieron la pesada tapadera. Fueron recibidos por un viento frío que podría traer muchos misterios con él.
A Dylan se le heló la sangre. Tenía miedo.
—H-hay que v-volver —tartamudeó.
—No, ya estamos aquí. Iré yo primero, si estás tan asustado —contestó la niña y entró en el oscuro agujero.
Pronto solo pudo distinguir el fulgor de la linterna de Cheslay. Se tragó su miedo con un profundo suspiro y la siguió. Él no sabía muchas cosas. No comprendía que esos túneles le revelarían cosas que no estaba preparado para saber. No percibía que el seguir a Cheslay en ese momento fue lo que determinó el hecho de que la seguiría por el resto de su vida.
Pero claro que no, él no sabía nada, porque en