El tres se cruzó de brazos y se apoyó contra la pared.
—Tenemos todo el día… —canturreó el chico—. Si no quieres hablar está bien, pero al menos come algo —dijo y apuntó a un lado de Dylan.
Fue cuando el cazador se dio cuenta de que no estaba atado. No lo habían encadenado a la pared ni tampoco lo dejarían morir de hambre.
—Pareces cansado…
—¿Por qué? —preguntó al fin.
—No comprendo tu pregunta.
—¿Van a matarme?
—Aquí no matamos a nadie. Está prohibido —contestó el rubio levantando las manos en señal de paz.
—No parece un sistema muy efectivo si lo que quieren es permanecer ocultos.
Lo miró, no de una forma grosera o perturbadora, no. Lo vio con lastima, como si fuera un hombre que lo había perdido todo, y tal vez así era.
—Antes de ti, aquí había una prisionera. Era una dos, una chica que vino aquí en busca de refugio y decidió aprovecharse de nuestra hospitalidad, ella comenzó a jugar con las mentes de los refugiados. La atrapamos y durante mucho tiempo estuvo en este lugar alimentada y mantenida en condiciones buenas. No trató de escapar, nunca. Un día, fue utilizada por unos chicos que creía eran mis amigos. Tienes razón, no es un sistema muy efectivo, pero me gusta darles un voto de confianza a las personas.
—La confianza lleva a la traición, y las traiciones destruyen y te llevan a la venganza; si no es que a la muerte.
El rubio silbó por lo bajo.
—Suenas como un anciano.
—Como una persona que ha vivido demasiado —replicó—. ¿Qué pasó con ella?
—¿Con la dos?
Asintió en respuesta.
—Su nombre es Sayuri. Ahora vuelve a vivir entre nosotros. Se le dio una segunda oportunidad. Tiene miedo de actuar, y no la culpo.
—¿Por qué tiene miedo?
—Eres listo —dijo el tres y sonrió. Sonreía demasiado, Dylan no confiaba en las personas que sonreían mucho—. Pero no te daré más información.
—Estas evitando el tema porque sabes que me llevará a ella.
—¿De Azul? ¿Quieres hablar de ella?
—¡Ese no es su nombre! —gritó Dylan—. No crucé el maldito mundo para llegar y encontrarme con un títere. Es Cheslay, la chica de los ojos azules, ese es su nombre. Puede que te cueste trabajo dejarla ir, pero ya ha sido suficiente, estará a salvo conmigo.
—¿Cuál es tu nombre? —preguntó el rubio.
El cazador tragó saliva a pesar de que tenía la boca seca y su garganta tan rasposa como una lija.
—Dylan —respondió. Se sentía bien poder decirlo en voz alta y sin mentir.
—Soy Sander.
—No pregunté tu maldito nombre.
—No, tienes razón. Pero no me gusta no saber los nombres de las personas.
—¿Por eso le diste ese estúpido nombre a ella?
—No —contestó Sander negando con la cabeza—. Azul no recordaba nada cuando la encontré. Ni su nombre, ni su edad, ni su historia… Simplemente, ella estaba vacía.
—¿Cuándo la encontraste? —preguntó con amargura—. Hablas de ella como si fuera tu maldito cachorro.
El tres lo miró con una pizca de desagrado y enfado. El resto de sus emociones eran solo tristeza.
—No tiene caso hablar contigo —replicó y se dispuso a salir del lugar.
—Si hay algo que necesites saber… Solo hablaré con ella. Solo con Cheslay y con nadie más, ya es hora de que termine con este juego —espetó.
—Si crees que dejaré que ella esté contigo a solas estás muy equivocado —contestó Sander tras soltar una ligera carcajada.
—Entonces tendrás que soportar mi silencio.
—O quizá, podamos romper la regla y matarte. No eres un refugiado; después de todo, eres un cazador —contestó Sander y salió del lugar.
Dylan se quedó observando la puerta cerrada y la oscuridad absoluta.
La comida que habían llevado para él tenía un delicioso aroma, de esos olores que hacen a tu estomago sonar y a tu boca salivar. Se arrastró hasta donde estaban las cosas y empezó a comer. No lo matarían, o al menos no de una forma tan estúpida como con veneno en los alimentos, ya que estos escaseaban y el poner veneno en ellos solo sería un acto de egoísmo. Por eso sabía que no lo matarían, nadie alimentaba a alguien que pensara matar.
Cuando hubo disfrutado de sus alimentos, se dejó caer sobre el frío suelo y recordó. Aunque hablara con ella en ese mismo instante o dentro de diez años, lo único que quería hacer era recordar.
No sabía qué año era. Tampoco recordaba en qué año dejó de recordar. Simplemente vagaba por el mundo como si de un animal se tratara. No, no llegaba a ser un animal, ellos desarrollaban un sentido de pertenencia, tenían su territorio. Él no. Una vez lo tuvo, o creyó que lo tenía, pero estaba equivocado. Solo sabía que se sentía en casa cuando estaba a su lado, al lado de ella, y al encontrarla no solo tenía a Cheslay de regreso, sino también a sí mismo. La necesitaba más de lo que algún día estaba dispuesto a admitir.
***
No recordaba en qué año se encontraba, y mucho menos el año en el que todo inició. Recordaba cosas vagamente, pero lo que nunca olvidaría sería la primera vez que vio su rostro. No era un ángel. No, los ángeles son bellos y tenían ese porte de grandeza. Ella era pequeña, flacucha más bien, tenía marcas en la cara que indicaban que estaba mal alimentada; unos grandes ojos azules ocupaban la mayor parte de su rostro y una nariz respingada como de duende hacia sonidos, lo que le indicaba que la niña había estado llorando. Cheslay era su nombre.
Dylan tenía siete años cuando la conoció y nunca había visto nada tan hermoso. No era un ángel, era algo a lo que no podía darle nombre. Era aquello que hacía que las piezas encajaran donde iban y no simplemente quedaran desparramadas sobre su alma. Era aquello a los que las personas le oraban. Era una frágil e indefensa criatura que se aferraba a las faldas de su madre.
Esa fue la primera vez que la vio, aunque ella ni siquiera se dio cuenta de que él la observaba.
Vivía en un complejo militar, su padre era científico, al igual que el padre de Cheslay. Ellos estaban trabajando en algo nuevo, Dylan no tenía idea de lo que era, él solo sabía que en todo el complejo no había otros niños, solo estaban ellos dos, y la ley de la vida dictaba que debían ser amigos. Pasaron los días, y Dylan no veía que la niña saliera de casa. Hasta ese momento especial… Estaba ocupado jugando a cualquier cosa, no recuerda qué era, solo sabía que tenía una pelota entre las manos.
Cheslay estaba sentada sobre los escalones, a sus pies había una pequeña bandeja con agua dentro, la niña metía las manos y luego las sacaba completamente mojadas.
Dylan no supo en qué momento fue que se había acercado a ella hasta que Cheslay levantó la vista.
—No puedo tomar el agua con las manos —se quejó con voz chillona.
El niño frunció el ceño y dejó que la pelota rebotara sobre la calle hasta que esta rodó hacia la orilla, justo donde el agua corría hacia la alcantarilla.
—Es