Sabían de qué hablaban. Los dos habían quedado impresionados por el accidente y su resolución.
—¿Qué prometiste?
—Que nos íbamos a casar por Iglesia.
—Está bien —los hombres son así de simples.
—¿Sí?
—Sí. ¿A quién le pedimos?
—No sé, voy a averiguar —dijo ella.
Había que buscar un sacerdote que no los sermoneara demasiado. Averiguó y pocos días después, al llegar Ricardo del hospital:
—¿Sabes? Ya mi hermano le habló a un padre que él conoce, está dispuesto a prepararnos. Así después bautizamos a los chicos y…
—Lucila, Gustavo me consiguió un sacerdote.
—¡Pero si te dije que iba a averiguar!, ¡siempre lo mismo!
Discutieron:
—¡No puede ser! ¡Tú siempre igual!
—¿Yo? ¿Y tú? ¿Por qué no esperaste? —Al rato, ella se acercó, conciliadora, al fin y al cabo, la idea era de ella, pero lo incluía a él. Y él había dicho que sí— Y ahora ¿qué hacemos? ¿Cómo les explicamos a los dos padres? ¿A cuál de los dos elegimos? ¿A cuál decimos: “lo siento”?
Ni Gustavo, el médico del hospital amigo de Ricardo que había hablado a un sacerdote, ni el hermano de Lucila se conocían.
—¿Le preguntaste a tu hermano cómo se llama el padre?
—Sí, Ricardo Peñaloza.
—¡Pero! ¡Es el mismo!
Lo cuento como me lo contó. Pasó hace más de veinte años, el matrimonio emprendió un camino de fe. Todos sus hijos están bautizados y la mayoría felizmente casados “por Iglesia”. Marcela es una mamá feliz, sin ningún rastro del accidente que motivó que sus vecinos reencontraran su dormida fe. ¿Increíble? Pero cierto. Dios es imprevisible y parece estar al acecho para entrar en nuestra vida por el más pequeño resquicio que le hagamos.
¿Crees en los milagros? ¿Has escuchado alguna historia así, de un cambio de vida, de rumbo en la vida?
Hasta la próxima.
Magdalena
CARTA 7
Abraham, un contador de estrellas
Querida Graciela:
Comprendo que todo pueda parecer muy arbitrario. Con algunos Dios actúa milagrosamente y a otros, como a Job, o a los internos de Sierra Chica, parece ignorarlos. Aunque parezca que no tiene ninguna relación quería contarte otra historia de alguien que es, como Job, casi un jeque. Tiene ganados, tierras, posesiones, es muy rico, pero a diferencia de Job no tiene hijos. Dios le ha prometido una descendencia; en pos de esa promesa ha dejado su país de origen y se ha ido a instalar en otro lugar. Pero han pasado los años, y no pasa nada. Él y su esposa son ya ancianos.
La cuestión es que, al parecer, Dios hablaba frecuentemente con Abram, cara a cara, como lo hace un hombre con su amigo (Éx 33, 11). Esto que parece tan raro, en la Biblia es normal. Dios va a hablar con muchos personajes que te iré presentando. Si hoy alguien dijera que ha hablado con Dios le comprarían un chalequito ajustadito. Pero en realidad, Él sigue hablando, lo que pasa es que nosotros estamos un poco distraídos. Yo lo he escuchado muchas veces, pero no lo cuentes por lo del chalequito. Bueno, sigo con la historia. Dios le había dicho a Abram que sería padre de una multitud de pueblos y por eso él y su esposa habían emigrado dejándolo todo. Sin pedir explicaciones, Abram ha salido de su país, hacia un lugar lejano y desconocido llevando a su esposa Saray. No ha tenido más garantía que la palabra recibida de Dios. Ha confiado.
Seguramente tú, como yo y como todos los niños, hemos preguntado qué son esas lucecitas que brillan tan bonitas en el cielo durante la noche. Yo crecí en la ciudad y cuando, por este insólito llamado de Dios, me vine a vivir en su casa, aquí, en el campo, quedé maravillada del cielo nocturno. Lejos de las luces y el esmog de la ciudad que opacan la visión, el espectáculo es magnífico.
Hace un tiempo nos visitó una de las hermanas del monasterio de México. Le había contado que desde el hemisferio sur se ven más estrellas que desde el norte, así que lo primero que hizo al llegar fue pedirme que le mostrara nuestro cielo.
—¡Encantada! —le dije. A la noche salimos juntas al patio y no podía creer lo que veía.
—¿Qué es eso? —me preguntó, señalando la Vía Láctea y que desde aquí se ve realmente como un manchón blanco en el cielo. Hay que aguzar la mirada o usar binoculares para ver que esa “mancha” son miles de estrellas. Ahora entendemos por qué los antiguos la llamaron Láctea, ellos creían que era la leche de la diosa Juno.
Pues bien, en la Mesopotamia del Medio Oriente, en la época de Abram, cuando no había tanta contaminación lumínica, pienso que se verían aún a simple vista las estrellas más lejanas y débiles que ahora no podemos ver sin aparatos. Aún así, muchas noches de invierno, cuando no hay niebla y la helada deja todo transparente, desde aquí el cielo se ve tan brillante, tan diáfano que no parece de noche, se distingue perfectamente y parecería que con alzar las manos se lo podría tocar y bajar alguna estrella. Es difícil encontrar un pedacito sin estas mágicas lucecitas, más o menos brillantes, más o menos grandes, pero todas parpadeando al unísono como entonado esa canción que algunos han denominado “la música de las esferas”.
La Vía Láctea tiene más de 200 mil millones de estrellas. No quiero darte lecciones de astronomía, solo acercarnos mentalmente a lo que Abram debió sentir cuando Dios lo sacó afuera y con una sonrisa plácida y seguramente algo pícara le dijo:
—Mira el cielo, y cuenta las estrellas… si puedes…
Me lo imagino al pobre de Abram escondiendo sus dedos bajo el manto y contando, una, dos, tres. Pero antes que se diera cuenta que no le iban a alcanzar ni agregando los de los pies que bailaban en sus sandalias, Dios prosiguió con toda calma:
—Cuenta también la arena de la orilla del mar.
—¡Ah! ¡No! —habrá pensado Abram y se dio por vencido. Entonces y para rematarlo Dios le aseguró:
—Así será tu descendencia.
Pienso, ya sabes que soy muy imaginativa, que Abram se habrá quedado más boquiabierto que la hermanita mexicana mirando el cielo: “¡Tantos!”, habrá pensado, “¿Todos juntos?”. Tenía muchos bienes, pero ¿para dar de comer a todos estos? Sin embargo no dice el texto que dijera nada. No cuestionó como hubiera sido lo normal, volvió a su vida de siempre esperando a ver por dónde venían los niños. Pasó mucho tiempo desde esa noche y el hijo anunciado no llegaba. A veces me pregunto: ¿Qué pensaría Abram? ¿Qué conversaría con Saray? Porque evidentemente ella estaba enterada. Los dos eran cada vez más viejitos.
Un día Saray, apurada, como solemos ser las mujeres, decidió tomar el toro por las astas y hacer algo. Lo que hizo fue dar a su esposo a su esclava Agar para que engendrara un hijo con ella. Parece que era bien visto hacer algo así, vamos a ver después otros ejemplos. El hijo, sin embargo, no sería de la esclava, sino de Saray. Dios no dice nada de este atajo que han tomado, los deja hacer y cuando Ismael nace, lo bendice, siempre será un niño, un hijo de Dios, pero vuelve a decirle a Abram que la promesa sigue en pie y que él tendrá un hijo de Saray. Como el amor, hoy como ayer, requiere exclusividad, surgen inevitables los conflictos entre las dos mujeres. Conflictos que solo Dios con su intervención misericordiosa y conciliadora logra suavizar. Luego y como para que no duden más, Dios les cambia los nombres, eso en la Biblia es signo de un llamado especial. Ellos ahora se llamarán parecido: Abraham y Sara.
Entonces, y aquí llego al meollo de la historia, un día, mientras Abraham está a la puerta de su tienda ve venir a un personaje o a varios. Esta dubitación no es porque no me acuerde, es que el texto juega entre