Sara, que está escuchando detrás de la cortina, se ríe porque ya ha dejado de menstruar, es una mujer de noventa años. Conmueven los detalles que se van agregando, tan humanos, tan caseros, tan de todos los días. Pero Sara se ríe y Dios, que la escucha, la reprende y le dice:
—¿Es que hay algo imposible para Dios? ¿No puede él hacer un milagro?
—No, si no me reí —dice Sara que se muere de miedo porque de pronto intuye la identidad del anunciador y, además de escuchar conversaciones ajenas, ahora se equivoca más todavía, mintiendo.
—No digas que no te reíste. Sí que te reíste —le dice Dios.
La mentira es el terreno del malo, del padre de la mentira (Jn 8, 44), dirá Jesús. Una vez más estamos a las puertas de un prodigio. Pero no arbitrario, ya vas a ver...
¿Qué diríamos si hoy nos contaran algo así? ¿Una mujer de noventa años va a quedar embarazada y de su esposo de casi cien años? ¡Un disparate! Es lo que piensa Sara y lo dice bien clarito. Con lo vieja que soy, ¿volveré a experimentar el placer? Además, ¡mi marido es tan viejo! (Gn 18, 12). La verdad es que puestas en el lugar de Sara reaccionaríamos igual, ¿o no? Pero resulta que Sara es la primera, pero no la única mujer, en ser parte de un prodigio así. A lo largo de la Historia de la Salvación, Dios concederá esta misma fecundidad a otras ancianas o estériles: las madres de Sansón, Samuel, Juan Bautista y, finalmente hará fecunda a una virgen de manera prodigiosa, a María a la que el ángel Gabriel dice la misma frase que Dios dijo a Sara: “¿Acaso hay algo imposible para Dios?” (cf. Lc 1, 37). Y María, que seguramente había leído y meditado este texto y sabía toda la historia de sus antepasados, acepta que un milagro así se realice en ella, acepta engendrar al Hijo de Dios, a Jesús. Dios puede suspender las leyes de la naturaleza porque es Él quien las ha creado. Es lo que todas estas mujeres, en su momento, intuitiva y certeramente, pero también conociendo la historia de su pueblo, han comprendido y libremente aceptado. Dios nunca impone nada, cada una de ellas da su libre consentimiento.
Dios concede a Abraham y a Sara el hijo tan deseado y anunciado y nace Isaac, cuya vida será nuevamente puesta a prueba cuando Abraham crea que Dios le pide que se lo entregue en sacrificio. Pero eso te lo contaré más adelante. Quedémonos ahora con este milagro: una mujer anciana y estéril, engendra y da a luz un hijo. Una fecundidad milagrosa concedida por Dios con un propósito bien definido. Porque los pensamientos de ustedes no son los míos, ni los caminos de ustedes son mis caminos. Como el cielo se alza por encima de la tierra, así sobrepasan mis caminos y mis pensamientos a los caminos y a los pensamientos de ustedes (Is 55, 8-9) dice Dios en otro lugar de la Biblia. Esta historia proyecta una luz sobre el actuar de Dios que no improvisa.
Te comparto un secreto: muchas noches de invierno, sobre todo en luna nueva, mirando el diáfano y magnífico cielo de esta parte del mundo he sentido en mi corazón la misma promesa: Mira hacia el cielo y, si puedes, cuenta las estrellas. Y añadió: Así será tu descendencia (Gn 15, 5). Ya sabes cómo me ha costado esto de no ser mamá. Pero ahora que conozco un poco más a Dios sé que Él no pide nada imposible. No le da a la mariposa el deseo de volar si piensa dejarla gusanito. Sé que si Él me ha dado, como a todas las mujeres, una capacidad tan grande y hermosa, no es para hacerme sufrir. Hay mujeres que, como tú, han perdido a su único hijo; otras que, habiéndose casado, fueron traicionadas o abandonadas antes de tenerlos, como una chica que viene a verme; otras a las que la edad u otro impedimento les impide concretar su anhelo. A todas nos resulta muy duro no poder abrazar a los hijos que quisiéramos tener, pero tengo una certeza: Dios no pide imposibles, ni hace bromas. Él no es un sádico que se goza haciendo sufrir. ¿Entonces? ¿Cómo se entiende? ¿No será que además de la física hay otra fecundidad, cuya promesa y cumplimiento todas podemos recibir? Mi corazón me dice que sí. Habrá que encauzar el deseo y descubrir el sentido de esta fecundidad a la que el Señor nos llama. Quizá no sea solo engendrando hijos físicamente como la mujer llega a ser madre. Se puede serlo a través del deseo y la oración, de los niños que han sido abortados, por ejemplo; de aquellos que no fueron queridos por sus propias madres; de los niños que sufren por tantas desigualdades; también se puede acompañar concretamente a niños que sufren, que están solos o enfermos. Hay tantas opciones como situaciones.
Por mi consagración no puedo hacer muchas de estas cosas que te he enumerado pero siento en mi corazón que tengo muchos más hijos e hijas espirituales que los que hubiera podido tener físicamente. Tú y muchas de las otras personas que menciono en estas cartas lo son, en cierta manera. Muchas veces agradezco a Dios este poder ser madre, a ejemplo de la Madre por excelencia, María, y con su ayuda, sin límite de tiempo y espacio.
¿Has pensado alguna vez en la fecundidad espiritual de tu vida?
Magdalena
P.D. Todo esto está en el libro de Génesis, capítulos 12, 15, 18, 19.
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