2015
CARTA 1
Más allá del dolor
Querida Graciela:
Ayer nuevamente me sugeriste que pusiera por escrito lo que a lo largo de estos años hemos compartido. No voy aquí a relatar tu historia. Por respeto a tu privacidad y también porque, como me dijiste, puede llegar a servir a otras personas que hayan transitado o estén transitando el concurrido camino del desconcierto y del dolor. Recuerdo, eso sí, el día que nos conocimos. Alguien había llamado al Monasterio para avisarnos —sobre todo a mí que te iba a recibir— tu situación y pedirnos que te cuidáramos. Llegaste y parecías muy tranquila. Pensé que quizás la persona que nos había llamado había exagerado un poco. “No debe ser tan grave lo que le pasa”, me dije.
Quisiste comunicarte para hacer saber a los tuyos que habías llegado bien. Te acompañé hasta la cabina telefónica y esperé. Cuando saliste me di cuenta de que querías decirme algo y te propuse sentarnos en los bancos del parque. El atardecer se presentaba magnífico, como suelen ser los atardeceres aquí, en el campo, pero seguramente no lo recordarás. El cielo parecía la mágica paleta de un pintor distraído que mezcla sus más hermosos colores y pinta un maravilloso paisaje para hacerlo desaparecer a los pocos segundos y reemplazarlo por otro más bello aún; esto hasta que las sombras lo invaden todo y el espectáculo cambia radicalmente al irse encendiendo una a una las numerosas y brillantes estrellas. Las aves, que aquí andan a sus anchas sin nadie que las moleste, comenzaban su diaria liturgia despidiendo al sol y buscando en medio de bulliciosa algarabía, que siempre me recuerda a las casas donde hay muchos niños pequeños, o al patio de las escuelas en las que he trabajado, su lugar para pasar la noche. Cómo encuentra cada una su rama apropiada es aún un misterio para mí. Ante ese panorama tan pacífico y pacificante, tus palabras sonaron como una detonación.
Sentí la inmensidad de tu dolor, un huracán, un terremoto, un tsunami se había abatido sobre tu familia y la había destrozado. En pocos segundos la vida, tu vida, se había transformado de apacible y feliz en un horror imposible de describir. Te escuchaba en silencio. Respetando tu dolor. Creo que me atreví a poner un brazo sobre tus hombros y lloré contigo escuchando tus “¿por qué?” que se amplificaban en mi propio corazón sin respuesta posible.
—¿Por qué, Dios mío? ¿Por qué? ¿Por qué no lo evitaste? ¿No eres Todopoderoso? ¿No eres Bueno? ¿La Misericordia infinita? ¿El Amor sin límites? ¿Por qué permites el dolor, los accidentes, la muerte?
Eran los últimos días del fatídico año en que un accidente estúpido, como son todos los accidentes, terminó con la vida de tu hija y de tu esposo y tú te quedaste sola. Sola con tu inmenso dolor sin explicación, sin respuesta. Sola ante un horizonte vacío. Ante una vida que habías planeado y soñado de otra manera.
—¡Éramos tan felices! —, repetías con tristeza— ¡Nos llevábamos tan bien! ¡Nos queríamos tanto!
Esa noche me costó más de lo habitual dormir. Rezaba, y mi oración tuvo una sola destinataria: tú. Consuelo. Fortaleza. Paz. “¡Dios, Dios mío, concédele tu paz!”
Los días siguientes te acompañé, escuché nuevamente todos los detalles de cómo había pasado lo que pasó, lo que no debía haber pasado, lo que tú advertiste, pero… todo fue en vano. Pasó. Te arrasó. Me hablabas de los días, las semanas que siguieron. La soledad, el dolor, la búsqueda infructuosa de un sentido. Sostenía tus manos entre las mías. No es posible hacer mucho más cuando el dolor está allí, llenando todos los espacios de la mente, el corazón y el alma. El dolor es invasivo. Más invasivo que el cáncer más fatal. No deja resquicio para nada más. Uno tiene que aullar de dolor, gritar, insultar, escupir todo esa especie de suciedad fatídica que corroe el alma. Y es bueno que se haga. Hay que echar fuera todo eso para que no nos infecte el resto de la vida. Pero, ¿a quién le pegamos?, ¿a quién insultamos? ¿A quién pedimos explicaciones? ¿A Dios? Sí. A Él, más que a nadie. A Él.
El camionero se quedó dormido en la ruta. El automovilista había tomado de más o estaba drogado. Los jóvenes tiraron una bengala en un ambiente cerrado. Los frenos del tren no funcionaron. El capitán del ferri quiso saludar a sus amigos. Y la gente muere a montones por todos estos estúpidos accidentes. Debe haber un culpable. Un común denominador. ¿No es Dios el que gobierna el mundo? ¿No podría Él sacar el auto de la ruta; abrir un boquete en el techo para que la bengala se vaya al espacio; sacar las rocas para que el ferri no encalle; enviar un aguacero sobre el conductor beodo? ¿Y mandar a todos estos inconscientes al infierno?
Dios. No hay duda. Él tiene que tener la culpa de todo. De esto y de mucho más. De todo lo malo que pasa a diario en el mundo. ¿Y de todo lo bueno? Sí, de eso también, pero no nos interesa. Ahora lo que queremos es sentar a Dios en el banquillo de los acusados y presentarle demanda. Por nosotras dos y por todos los que sufren sin sentido. El dolor es la piedra en la que han tropezado siempre todos los razonamientos. Algunos lo llaman “la roca del ateísmo”, o Dios no es Todopoderoso o no es Bueno, dicen. Si fuera Todopoderoso impediría el mal. Si siendo Todopoderoso no impide el mal, entonces no es Bueno. Y un Dios así no es digno de respeto. No existe. Y si existe, no me interesa saber nada más de Él. Muchos terminan con esto toda discusión. Dios no existe. ¡Se acabó! Al menos no existe para mí. No me interesa. Pero esto no elimina el dolor. Al contrario, lo amplifica, como si le pusiéramos un espejo de gran aumento, como si gritáramos en el micrófono de la mejor discoteca. ¡Ya es tan duro! Si le agregamos al sufrir el sin sentido, se hace casi insoportable. Si no hay alguna explicación, si en algún lugar no puedo encontrar un camino de salida estoy en un callejón sin salida.
Decía Facundo Cabral, un cantautor argentino: “Si usted está en un callejón sin salida, no sea tonto, vuelva a salir por dónde entró”. Pero no siempre es tan fácil, no siempre podemos dar la vuelta para volver a empezar. Por eso algunos buscan refugio en el alcohol. Al menos por un rato logran olvidar. Y después es peor. O en las diversiones, o en el trabajo, o… en cualquier cosa que tape, que aleje, que me haga creer que no, que no pasó. Que es una pesadilla. Que voy a despertar y todo será igual que ayer. Por eso algunas personas, guardan por meses todo igual, “por si regresa, por si no se fue”. Pero no, y al final, pasado el tiempo prudencial —porque no hay que apresurar los tiempos— hay que deshacerse de las cosas que no necesita nuestro recuerdo.
Hay otros que se atreven a cuestionar, a salir, a buscar respuestas más allá del dolor.
¿Por cuál de estas opciones estás? ¿Existe Dios? ¿Será Él el “culpable” de todo lo malo que pasa en el mundo?, ¿y de todo lo bueno?
Te lo dejo pensar, y la seguimos en la próxima.
Magdalena
CARTA 2
El vestido celeste
Querida Graciela:
En mi carta anterior te dejé un interrogante. Quizás el más importante que puede hacerse cualquier ser humano que haya vivido lo suficiente para escuchar, ver y sentir el dolor en carne propia. ¿Has llegado a alguna conclusión? ¿Existe Dios? ¿Puedes creer en Él después de lo que te ha pasado? ¿Es digno de confianza? Vuelvo a una de las preguntas que nos hacíamos: ¿por qué no actúa Dios, por qué no impide los accidentes?
Te voy a contar una historia que tuve oportunidad de conocer de primera mano. Hace unos años, cuando tenía el encargo de la administración en el Monasterio, decidimos participar en una exposición de productos artesanales en una ciudad cercana, Tandil. Fuimos especialmente para dar a conocer nuestros bombones y tratar de contactar nuevos clientes para nuestra pequeña industria. Una familia amiga atendía el stand. Una mañana que habíamos ido para ver cómo marchaba todo y mientras me entretenía mirando los otros locales se acercó un joven.
—Hermana, ¿puedo pedirle que rece por mi familia? —, preguntó y prosiguió— Mañana se cumple un año del día en que mi hijito cayó de un cuarto piso.
—¡Dios mío! —dije llevándome instintivamente la mano a la cara.
—¡No! —, me atajó—