Historia nacional de la infamia. Pablo Piccato. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Pablo Piccato
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Социология
Год издания: 0
isbn: 9786079876265
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política, se había juzgado mediante jurados a los periodistas. En 1869, sin embargo, Mariscal trató de no dar la impresión de que los jurados criminales tendrían las mismas fallas que los jurados de prensa, que muchos consideraban caóticos y predispuestos a favor de los sospechosos.5

      Los partidarios del jurado creían que podía enseñarle a la población a afrontar complejas situaciones éticas y políticas y, al mismo tiempo, redimir un sistema de justicia que carecía de autoridad. Benjamin Constant, una fuerte influencia para los primeros liberales mexicanos, sostenía que el jurado era un pilar de la gobernanza porque canalizaba el interés de los particulares en la ley.6 El jurado era valioso porque le permitía a los ciudadanos ordinarios no sólo hacer cumplir la ley, sino también trascenderla, utilizando su sentido común para llevar a cabo una función básica de la opinión pública en su papel clásico de juzgar la reputación de las personas. A pesar de que sólo se les pedía decidir acerca de los hechos de un caso, los miembros del jurado llevaban más lejos su sentido común, apropiándose de las emociones del juicio y adoptando una perspectiva negativa de la ley cuando pensaban que era defectuosa. Los miembros del jurado en los casos criminales ponían su conciencia por encima de la letra de la ley y las instrucciones de los jueces. Para ese prócer liberal que fue Guillermo Prieto, el exceso de orientación de las autoridades alteraba la esencia del jurado y lo convertía en una mera rama del sistema judicial.7 Si la educación podía conducir a la injusticia, la ignorancia era una virtud.

      Y la ignorancia no era difícil de conseguir. Para 1869, la legislación penal era todavía un revoltijo de códigos coloniales, leyes nacionales y normas tradicionales. La turbulencia y la guerra civil habían vuelto a los magistrados vulnerables a la corrupción, a las presiones políticas o, en el caso de los jueces de los tribunales inferiores, a la inexperiencia. Los liberales argumentaban que sólo la participación directa de los ciudadanos podía remediar tal “podredumbre judicial”.8 La naturaleza democrática del jurado le ayudó a ganarse el amplio apoyo que consiguió desde el inicio, como testimonio de las dificultades de las que el país acababa de salir airoso. Escribiendo desde El Monitor Republicano, “Juvenal” sostenía que el pueblo tenía que reivindicar el poder de juzgar: “No deleguemos en manos del poder —exhortaba— […] facultades que con tanto trabajo, que merced a tantos esfuerzos, hemos podido quitarle.” Mariscal sostenía que el jurado era un nuevo derecho del pueblo mexicano: como una representación del pueblo, el jurado prevendría la politización de la justicia y otros abusos de poder.9

      Más que un derecho, el jurado era una expresión de la soberanía popular, una representación directa de la voluntad popular por medio de la conciencia de los particulares. El ideólogo liberal Ignacio Ramírez explicó que “el pueblo soberano” era el juez por antonomasia, del mismo modo en que lo había sido en la plaza pública de la Antigüedad y en ese momento lo era en Estados Unidos.10 Según la ley de 1869, no podía apelarse en contra de los veredictos del jurado si nueve de once de sus miembros estaban a favor de una condena. Una mayoría simple era suficiente para obtener un veredicto, aun si éste conducía a la pena de muerte. En los años siguientes, los críticos vieron en esta autoridad tan amplia una aberración provocada por el idealismo. Reformas posteriores le dieron a los jueces la autoridad para escuchar apelaciones en contra de la decisión del jurado en caso de un error de procedimiento, pero mantuvieron la excepción cuando el voto era casi unánime. La premisa era que sólo los ciudadanos particulares podían ser honestos y estar libres de la influencia del dinero y del poder que tan fácilmente corrompía a los funcionarios públicos. Cada miembro del jurado decidía desde el subjetivo ámbito de sus convicciones, donde no tenía que rendirle cuentas a nadie, con excepción, quizá, de dios.11 Así, por ejemplo, incluso si a un miembro del jurado se le pedía votar acerca de los hechos del caso, tenía la libertad de emitir su fallo con base más bien en su valoración de la moralidad de la acción del sospechoso. A diferencia del juez, al “aplicar la ley moral que cada hombre lleva en su conciencia”, el miembro del jurado estaba por encima de la letra de la ley y las intenciones del legislador.12

      La letra de la ley, sin embargo, era equívoca con respecto a las obligaciones del jurado. La preguntas que le hacía el juez se restringían a hechos concretos (“¿J. Jesús Rodríguez Soto, es culpable de haber privado de la vida a Marcos Tejeda Soto, infiriéndole la lesión descrita en el certificado médico respectivo?”, o “¿La muerte de N. fue debida a la peritonitis determinada por la herida?”).13 No obstante, cuando los miembros del jurado comenzaban a deliberar, debían jurar: “¿Protestáis desempeñar las funciones de jurado sin odio ni temor y decidir, según apreciéis en vuestra conciencia y en vuestra íntima convicción, los cargos y los medios de defensa, obrando en todo con imparcialidad y firmeza?”14 Más allá de esa demanda subjetiva, la ley no imponía regla alguna para el modo en que los miembros del jurado debían llegar a sus decisiones. Después de todo, la autoridad del jurado residía en la conciencia individual de cada uno de sus miembros: lo que importaba no era su inteligencia ni su conocimiento, sino su creencia sincera en el valor moral de las acciones del sospechoso.15

      Desde el inicio, el juicio por jurado provocó resistencia por parte de ciertos sectores de la profesión jurídica. Al principio, los abogados podían ver el beneficio de un sistema que aumentaba la imparcialidad de los jueces. Antes de que a los jurados se les asignara la tarea de decidir sobre hechos concretos, los jueces tenían que llevar a cabo el doble papel de fiscal y mediador, reuniendo pruebas y luego dictando la sentencia. El jurado popular, así como la oficina fiscal especial creada para complementar su tarea, le dejarían al juez el trabajo de coordinar el proceso y decidir sobre asuntos relacionados con la ley, lo cual le permitiría conservar su imparcialidad. Pero a medida que la profesión jurídica creció en tamaño y especialización, algunos comenzaron a hacer comentarios críticos de dicha “mejora democrática” en la administración de la justicia.16 Así, a la ley de 1869 le siguieron decretos y legislaciones que reflejaban un creciente escepticismo. El Tribunal Superior del Distrito Federal propuso eliminar los jurados criminales desde 1880. En lugar de eliminarlos, el código de procedimientos penales de 1881 para el Distrito Federal redujo el alcance del jurado a crímenes con una sanción de más de dos años de prisión. Un nuevo código de procedimientos de 1894 limitó aún más los delitos sobre los cuales los jurados podían decidir y expandió el papel de los jueces. Más delitos, como la bigamia, se excluyeron en 1902, y en 1907 el trabajo de los jurados quedó restringido a delitos con sanciones de más de seis años de prisión; también se exceptuaron casos que involucraran duelos, adulterio y ataques a funcionarios públicos. Durante esos años, otros estados que también habían tenido jurados criminales los abolieron.17 Poco antes de la Revolución, los juristas auguraban que el jurado popular tenía los días contados. Sin embargo, el Primer Jefe Venustiano Carranza incluyó el jurado popular en su proyecto para una nueva Constitución a fines de 1916 y en esa oportunidad los diputados constituyentes lo aprobaron.18 Las regulaciones para el Distrito Federal se mantuvieron vigentes hasta 1929, cuando se aprobó un nuevo código penal. La posibilidad de recurrir a jurados en lugar de jueces permaneció en la Constitución hasta 2008, pero únicamente para unos cuantos delitos, como la traición y la difamación.

      Los críticos del sistema de jurados se mostraban pesimistas acerca del ciudadano promedio y su capacidad para expresar la voluntad popular. Para Santiago Sierra, la ilusión de “nuestra experiencia democrática” había consagrado una institución que era un reflejo mediocre y efímero de la justicia.19 Cuarenta años después, otro porfirista, Francisco Bulnes, sostenía que la autoridad del jurado debía restringirse porque “no merecemos justicia, porque no la merece el que no sabe hacerla”.20 Bulnes describía el jurado en México como una mala parodia de modelos augustos: “Los veintiséis hombres justos de la pudibunda Inglaterra, primitivos representantes solemnes del pueblo en sus actos de justicia, se transformaron en México en doce léperos que felicitaban a los violadores por los buenos cueros que habían disfrutado, se mofaban de los maridos víctimas de escandalosos adulterios, admiraban el honor exquisito de los matadores de sus concubinas o de mujeres públicas, ardían de entusiasmo con el heroísmo de los rijosos, la astucia de los asesinos madrugadores, las estratagemas de los ladrones”.21 Sin embargo, la acusación