Este libro abarca dos tendencias simultáneas. En primer lugar, la violencia y la impunidad se normalizaron bajo el supuesto de que siempre habría víctimas y sospechosos, y de que sus derechos no siempre serían respetados. En otras palabras, las divisiones de género y de clase expresadas en los crímenes eran la base que sustentaba las actitudes autoritarias que toleraban la desigualdad y la aplicación selectiva de la ley en contra de un grupo de la sociedad que no tenía ni voz ni voto. En segundo lugar, los debates públicos sobre el crimen y la justicia, aun sin resolverse, expresaban un deseo común de averiguar lo que había pasado y restablecer cierto balance en las vidas perturbadas por la violencia. Este deseo a menudo entraba en tensión con la idea de que había una coherencia entre las diferencias expresadas por el crimen y las jerarquías sociales de clase y género. Restablecer aquel balance no significaba necesariamente restaurar esas jerarquías. Lo opuesto de la infamia, en suma, no era el honor, sino la verdad.
Primera parte
1. Una sola mirada al escenario del crimen
La justicia y la publicidad en el espejo de los jurados criminales
Entre 1869 y 1929, la capital mexicana albergó la institución que mejor ha encarnado las posibilidades y los límites de la búsqueda de la verdad en el crimen: el sistema de jurados en los juicios penales. Un grupo de residentes de la ciudad, de sexo masculino y seleccionados al azar, tenía el poder de decidir sobre los hechos en casos de delitos graves. Los abogados y los jueces mantenían un papel prominente en el proceso y las voces de los testigos y los sospechosos también se escuchaban durante las audiencias públicas, pero la decisión sobre la justicia estaba básicamente en manos de unos cuantos hombres de bien que, al carecer de cualquier tipo de interés directo en el conflicto en cuestión, votaban con base en su conciencia y, de ese modo, representaban a la opinión pública. A pesar de las constantes críticas que recibían por parte de juristas y otros expertos, los jurados populares, como se les llamaba con frecuencia, funcionaron con suficiente transparencia e independencia como para alcanzar una autoridad considerable. Para los años veinte del siglo pasado, la institución había alcanzado la cúspide de su influencia, pero fue abolida en 1929 mediante un decreto presidencial que reemplazó el código penal del Distrito Federal. A partir de entonces los procesos criminales siguieron un sistema inquisitorial, idéntico al establecido en otras jurisdicciones, que mantenía la mayor parte del trabajo de los fiscales y los jueces fuera de la mirada pública. Las razones por las que se abolió el sistema de jurados, como veremos, fueron a la vez políticas y jurídicas. En todo caso, a partir de 1929, el proceso penal se volvió completamente opaco para los ciudadanos comunes.
Durante los años veinte, los juicios por jurado eran reconocidos en la esfera pública como los lugares donde distintos actores presentaban narraciones y explicaciones del crimen a una amplia variedad de públicos. Los casos famosos movilizaban el creciente poder de los periódicos y la radio, y eran particularmente fascinantes para sus audiencias, porque exponían la subjetividad de aquellos actores al escrutinio inquisitorio del público y, simultáneamente, canalizaban la crítica al régimen posrevolucionario.1 Los juicios por jurado funcionaban como telón de fondo de influyentes debates sobre la feminidad y, a su vez, contribuían a la transformación del papel de la mujer en la vida pública —si bien, como veremos, no necesariamente de un modo que las empoderara—. Los juicios por jurado fueron un lugar clave para la construcción del alfabetismo criminal y catalizaron el surgimiento de públicos que harían frente al problema de la violencia y la impunidad en las décadas posteriores. Los estudios de los jurados criminales en otros países enfatizan su papel como espacios de la esfera pública en los que es posible explorar muchos temas además de la justicia: las emociones, los roles de género, la privacidad o la cuestiones raciales. Estos juicios se parecían al teatro y, en efecto, resulta tentador verlos como un escenario en el que una variedad de interesantes tramas y papeles se representaban en forma de melodrama. Las expectativas cambiantes de las mujeres en relación con lo violento y lo doméstico se ponían en juego en este teatro. En México, sin embargo, los juicios por jurado eran también el escenario principal para la búsqueda de la verdad y la justicia. Múltiples actores, desde los abogados y los propios sospechosos hasta el público y los periodistas, participaban en debates contenciosos, mientras los miembros del jurado evaluaban las versiones rivales.2 Los agentes del Estado tenían sólo un limitado control del proceso. El resultado fue el surgimiento de un escepticismo duradero con respecto a la ley. Observar la forma de operar de esta clase de juicios más allá de la estructura del melodrama muestra cómo las mujeres y los adversarios políticos del gobierno también podían utilizarlos para cuestionar su subordinación.
Tras una breve historia de los juicios por jurado y su contexto político, este capítulo describirá su operación recurriendo a los testimonios de sus defensores y de sus detractores. Parecería que estos juicios no tenían nada de serenos o balanceados: los debates entre los abogados acerca de un caso particular podían ser tan mordaces como las disputas acerca de la forma en que funcionaba la institución. La pregunta básica que dividía esas opiniones era si los miembros del jurado podían ser manipulados fácilmente mediante viles recursos emocionales o intereses ocultos, o si eran los custodios de una institución verdaderamente democrática. La segunda parte del capítulo abordará un caso famoso que marcó el cénit de la influencia del juicio por jurado en la esfera pública, cuando en 1924 una muchacha fue absuelta tras asesinar a un político. La tercera parte estudiará la caída de la institución, tras el juicio en 1928 del asesino del presidente electo, en un veredicto que se alcanzó en el contexto de la presión política, el conflicto religioso y el interés obsesivo de los medios. Estos dos casos ejemplifican otro legado perdurable de los juicios por jurado: la justificación abierta, por parte de ciertos miembros de la sociedad civil, de la justicia informal y el castigo extrajudicial como las mejores maneras de lidiar con las limitaciones del Estado.
HISTORIA Y ESTRUCTURA
Los juicios por jurado, establecidos tras el medio siglo que siguió a la Independencia, un periodo marcado por la guerra civil y la invasión extranjera, prometían una forma ilustrada de abordar los conflictos que todavía asolaban a la nación en todos los niveles de la vida pública y privada. El ministro de Justicia Ignacio Mariscal y otros liberales que propusieron esa institución la identificaban con la democracia y el progreso, y ofrecían una genealogía prestigiosa: el jurado era una invención de la Antigüedad clásica, perfeccionada por el pueblo inglés, codificada por la Revolución francesa y adoptada por Estados Unidos.3 En México, el Congreso Constituyente de 1856, convocado por una coalición liberal, debatió la idea de incluir jurados criminales en la nueva Constitución y faltaron sólo dos votos para lograr su aprobación. Tras la guerra civil con los conservadores (1857-1861) y la invasión francesa que impuso la última monarquía (1861-1867), el mismo grupo de liberales volvió a insistir en la idea. Esta vez establecieron juicios por jurado en el Distrito Federal por medio de una ley que propuso Mariscal, que el Congreso aprobó casi por unanimidad y que el presidente Benito Juárez firmó en abril de 1869. Como un espacio en el que los ciudadanos comunes podían, al menos en teoría, intervenir directamente en el proceso de