Los informes de frecuentes irregularidades en el juzgado respaldaban las peticiones de abolir los jurados populares. Los espectadores en la sala trataban de influir en el jurado con sus escandalosas reacciones a los discursos y los testimonios. En algunos casos se descubrieron sobornos y amenazas. Los miembros del jurado a menudo apresuraban sus conclusiones, sin darse tiempo de sopesar las pruebas con seriedad. Los abogados recurrían a la sofistería o se tomaban atribuciones que no les correspondían. Las acusaciones más fuertes a los juicios por jurado surgieron a partir de unos cuantos casos particularmente escandalosos en los que los jurados exoneraron a sospechosos de crímenes graves como el homicidio. A pesar de que los periódicos cubrían la mayor parte de estos acontecimientos como algo rutinario, algunos ejemplos parecían particularmente indignantes y dieron pie a las primeras solicitudes de abolir la institución o suspender temporalmente las garantías constitucionales. Se escribieron obras inspiradas en esas injusticias y hubo una amplia cobertura de exoneraciones particularmente lamentables porque eran resultado de votos del jurado que contradecían las pruebas. Incluso ante las múltiples confesiones de un sospechoso, como sucedió en el caso de Felipe Guerrero, acusado de asesinato en 1895, los jurados no siempre emitían un veredicto de culpabilidad. Para los críticos, la conclusión era simple: el tipo de gente que servía en los jurados era egoísta y por lo tanto simpatizaba con el criminal, o bien era tan crasa y vulgar que no lograba ver la aberración del crimen.24
Estos argumentos pasaban por alto el hecho de que, en muchos casos, la exoneración se apoyaba en contundentes pruebas y de que, en otros, los veredictos de culpabilidad conducían a la pena de muerte.25 De acuerdo con una cuenta realizada en 1929 por unos jueces que presidían juicios por jurado, de 260 casos, 70 por ciento resultó en sentencia de culpabilidad, 5 por ciento había sido de “veredictos absurdos, principalmente por defectos de acusación” (en los que los fiscales solicitaban severos castigos por delitos menores) y, el resto, exoneraciones por “delitos de orden pasional”.26 Las cifras, a pesar de ser parciales, contrastaban favorablemente con los datos reunidos en 1880, cuando los jurados en una pequeña muestra de casos absolvieron a más de 70 por ciento de los acusados.27 La mejoría, sostenían los periódicos, era resultado de su cobertura, que había vuelto más transparente la operación del juicio. Hasta la selección del jurado podía volverse un evento público, al punto de que los periódicos mostraban nombre y retrato de los elegidos.28
El perfil social de los miembros del jurado era la razón principal por la cual los abogados profesionales se oponían a este sistema. Según la ley de 1869, los jurados se componían de once miembros. No había requisitos de ingresos, pero se exigía de sus miembros “No ser empleado, ni funcionario público, ni médico en ejercicio, ni tener otra ocupación que impida disponer con alguna libertad del tiempo sin privarse del jornal o sueldo necesario para su subsistencia.”29 Sólo tenían que ser, explicaban los legisladores, hombres de “buenas costumbres y buen sentido común”.30 Así pues, las exclusiones se basaban en el estatus social, no en la ideología. Los analfabetas quedaban excluidos, al igual que los artesanos y, más tarde, aquellos que estuviesen por debajo de cierto nivel de ingresos. Lucio Duarte, dueño de una pulquería, logró que lo excusaran de su obligación de ser jurado “por carecer de los conocimientos que deve [sic] tener la persona que desempeñe tal comisión”.31 Los extranjeros con tres años de residencia y los antiguos partidarios del Segundo Imperio, a quienes en otras instancias se consideraba traidores, podían ser incluidos —después de todo, solían ser hombres educados, de clase alta—. En 1880, el liberal moderado Santiago Sierra abogó por un jurado más pequeño “pero bien elegido entre ciudadanos que reunieran ese conjunto de cualidades que constituyen la honorabilidad”.32 Una reforma de 1891 a la ley redujo a nueve el número de miembros del jurado y estableció que debían ganar cien pesos al año o tener una profesión.33
Antes de cada juicio, los nombres de los miembros del jurado se extraían al azar de una lista de “personas caracterizadas” en cada barrio, recopilada por las autoridades municipales.34 En la práctica, el perfil social de los miembros del jurado estaba determinado por el proceso de selección de los nombres en la lista. Muchos ciudadanos pedían que se les excluyera por motivo de enfermedad, ignorancia, sordera, vejez u otras razones. Los que tenían amigos en el gobierno podían ser borrados fácilmente. El resultado eran listas arbitrarias, incompletas y no actualizadas, que a menudo incluían a personas inexistentes. Según un juez, esto causó “graves inconvenientes, que poco a poco, destruye[ro]n y enerva[ro]n la institución de Jurados”.35 Los jurados, decían sus críticos, incluían a gente con poca educación, comerciantes, inmigrantes españoles de baja calaña y motivados por el interés, e incluso a borrachos. Demetrio Sodi denunció la existencia de “miembros del jurado profesionales”, también conocidos como “coyotes” o “milperos”, que conocían muy bien los procedimientos legales. Eran “vagos” que se las ingeniaban para ser seleccionados en los jurados con el fin de recibir el pequeño estipendio que correspondía a la tarea. Su truco era adivinar el resultado que el juez deseaba, de modo que los “seleccionaran” de nuevo.36 Veinte años después, los periódicos seguían ridiculizando a los miembros del jurado que se vendían al mejor postor, que no representaban “la ingenuidad limpia y espontánea del ciudadano humilde”, sino más bien la astucia de personajes urbanos superficialmente educados que buscaban aprovecharse de los intersticios de un sistema defectuoso. Al convertir el servicio en el jurado en un oficio, pervertían los objetivos de la institución y hacían posible una “sentina amenazadora donde la corrupción hierve y burbujea”.37 La corrupción podía jugar a favor o en contra de cualquiera de las partes. En 1929, los miembros de un jurado en un caso de asesinato vinieron juntos desde Iztapalapa; eran, según El Universal, “indios” enviados por un cacique. Durante un receso de las sesiones en el juzgado, almorzaron con un empleado de la defensa que les dijo cómo votar.38
Un vistazo al resto de los participantes en los juicios sugiere que en efecto había otros actores que podían socavar esa expresión de la soberanía popular que era el jurado. Los jueces controlaban el proceso de los juicios antes de la audiencia pública final. Estaban a cargo de la fase de investigación inicial del proceso, que consistía en reunir todas las pruebas en un archivo escrito. Las audiencias públicas ante el jurado comenzaban con la lectura por parte del secretario del juzgado de la acusación del fiscal y del contraargumento de la defensa, con una monotonía tal, que dormía tanto a los miembros del jurado como al público. Luego los sospechosos respondían preguntas y se le presentaban pruebas adicionales al jurado. Durante esta fase, según la ley, el juez “puede hacer cuanto estime oportuno para el esclarecimiento de los hechos: la ley deja a su honor y conciencia el empleo de los medios que puedan servir para favorecer la manifestación de la verdad”.39 El juez era el actor más activo y poderoso en el proceso judicial, el que interrogaba y reñía a los sospechosos si sus declaraciones contradecían cualquiera de las pruebas existentes o si decían no recordar los hechos. Según Carlos Roumagnac, un observador avezado del mundo del crimen y las prisiones, los jueces actuaban bajo el supuesto de que el sospechoso era culpable y dejaban de lado “la calma, la imparcialidad, y en muchos casos hasta la piedad, que […]