El vínculo entre el crimen, la verdad y la justicia es una premisa de la sociedad moderna: todos creemos que debe haber una relación ente los tres. Una vez que se comete un crimen, la policía debe establecer qué sucedió y quién es responsable, y el sistema judicial debe darle seguimiento con un castigo adecuado. En México, esa premisa es tan antigua como la nación misma. Sin embargo, durante esas cuatro décadas de mediados del siglo XX, los mexicanos llegaron a definir la realidad más bien por la ausencia de esa conexión: la verdad acerca de los crímenes específicos solía ser imposible de conocer, con lo cual la justicia podía obtenerse sólo de manera ocasional, las más de las veces al margen de las instituciones estatales. De los años veinte a los cincuenta también vemos el desarrollo del lenguaje y los temas que le permitieron a los ciudadanos hablar del problema y mantenerlo en un lugar central de la vida pública. Sin embargo, este libro no se trata únicamente de símbolos o ideas. Incluso las percepciones —una palabra utilizada comúnmente por los políticos contemporáneos para insinuar que ellos saben más acerca de la realidad que la población— son resultado de prácticas llevadas a cabo lo mismo por actores sociales que por el Estado. Este libro rastrea las formas en las que se rompió el nexo entre crimen, verdad y justicia, y examina los intentos de la sociedad civil por restablecerlo. El periodo de la historia nacional que se aborda aquí, precedido por una dictadura y una guerra civil, fue testigo del desarrollo de una serie coherente de conocimientos y prácticas en torno al crimen y la justicia. Estas nociones básicas sobrevivieron más allá del fin de este periodo, cuando nuevas formas de crimen organizado y de complicidad y violencia por parte del Estado rebasaron la habilidad de la sociedad civil para lidiar con ellos.
En el México posrevolucionario, la historia del crimen está entrelazada con la historia política. A partir de 1876, el régimen porfirista logró proyectar una imagen de paz por encima de una realidad de violencia social y política. El gobierno hablaba del crimen, en particular de los robos insignificantes y del alcoholismo, como razones para desplegar el castigo como una forma de ingeniería social. Durante la Revolución, la definición legal del crimen prácticamente carecía de sentido, ya que los actos colectivos de robo, asesinato y violación no se castigaban y las autoridades no tenían la capacidad para garantizar la vida o la propiedad. Inmediatamente después de la guerra civil, la confluencia del acceso generalizado a las armas, el conflicto de clase y la laxitud del gobierno en relación con el crimen amplió el margen de tolerancia para la transgresión.1 Los años veinte vieron la consolidación de un gobierno basado en una amplia alianza entre las organizaciones de trabajadores y campesinos, los intelectuales progresistas y los capitalistas nacionales. A partir de 1929, un sistema de un solo partido oficial minimizó la competencia electoral y disciplinó a la clase política en todo el país, aunque no eliminó el clientelismo. Más o menos al mismo tiempo, nuevos códigos y otras reformas legales presagiaban un sistema penal moderno. Sin embargo, tras la fachada de una estabilidad corporativista, la vida pública era inestable y descentralizada, y los distintos actores sociales estaban encontrando nuevas formas de negociar sus relaciones con el Estado y traspasar las divisiones de clase. Las viejas prácticas criminales subsistieron, pero además emergieron formas modernas de criminalidad, las cuales se volvieron más prominentes en la vida pública.
Hacia fines de los años veinte del siglo pasado dio inicio una era distinta en la historia del crimen, a la cual se sumó un crecimiento urbano masivo en los años cuarenta. Estudios recientes confirman los vínculos entre la modernización y las nuevas formas de criminalidad, al considerar el crimen como un síntoma del nuevo individualismo urbano asociado con el capitalismo, el surgimiento de los medios de comunicación masivos nacionales y la influencia cultural de Estados Unidos. El gángster urbano arquetípico —anteriormente asociado con el lado estadounidense de la frontera— se convirtió en el tropo dominante del nuevo submundo mexicano. Esos hombres violentos de origen humilde hacían alarde de su éxito por medio del consumo más que notorio de ropa cara, autos y armas. En esta nueva era de la búsqueda del progreso, la legalidad se convirtió en un componente inconsecuente, marginal, de lo que estos hombres consideraban tan sólo como un negocio. Las lecciones morales de las historias de gángsters tenían únicamente que ver con su éxito o su fracaso personales. El paradigma criminológico dominante a fines del siglo XIX, que consideraba al criminal como un individuo primitivo, al margen del mundo civilizado, no tenía cabida para esta nueva expresión de la criminalidad, en la que los gángsters definían el éxito. La tajante línea que dividía lo criminal de lo legal se había atenuado.2
Las pruebas cuantitativas, descritas en el apéndice, respaldan la idea de un periodo distinto entre los años veinte y los años cincuenta. Los niveles de delincuencia en general bajaron desde el fin de la Revolución, alrededor de 1920, hasta mediados de los años ochenta, cuando los delitos contra la propiedad comenzaron a aumentar, mientras que los crímenes violentos continuaron en una tendencia a la baja que sólo se revirtió con la llamada guerra contra el narcotráfico de la primera década del siglo XXI. Para fines de los años sesenta, el número de consignaciones por tráfico de drogas había aumentado, lo cual revela el recién descubierto interés del Estado en este tipo de delitos. Los efectos de estas nuevas políticas en términos de corrupción y violencia dieron paso a una nueva fase en la historia nacional del crimen, una era que sigue vigente, pero que está fuera del alcance de este libro. En el mismo momento en el que las drogas se volvieron la obsesión del gobierno federal, éste reveló también su propensión a utilizar la violencia contra los disidentes políticos. Desde los años sesenta, la guerrilla rural, los movimientos de los trabajadores y los estudiantes opositores denunciaron y a menudo respondieron a la violencia subyacente de la política mexicana. La represión se manifestó del modo más dramático en la masacre de estudiantes del 2 de octubre de 1968 en Tlatelolco, en la Ciudad de México, un episodio emblemático de la guerra sucia contra los movimientos sociales, en la que los presidentes le daban a los servicios de inteligencia, la policía, el ministerio público y las fuerzas armadas una gran libertad para utilizar la violencia. Los miembros de estas ramas del Estado también utilizaron su poder exacerbado para explotar el cada vez más redituable negocio de la extorsión y el tráfico de drogas. La política se mezcló con los cambios sociales y culturales para transformar las prácticas criminales mismas, que a partir de entonces estarían representadas por el tráfico y el consumo de drogas, la delincuencia juvenil y algunos ejemplos tristemente célebres de policías convertidos en ladrones.3
El crimen siempre estuvo presente en México, pero sólo después de la Revolución se convirtió en el hecho más prominente de la vida urbana y en objeto de una investigación sistemática. Cada crimen dejaba pruebas materiales, desde un cadáver y un nutrido rastro de testimonios hasta sentimientos, opiniones y otras pistas. La averiguación era la operación básica para revelar lo que había pasado; en México, implicaba métodos y habilidades que dominaban aquellos profesionales llamados detectives, pero los ciudadanos comunes también se apropiaron de esas técnicas. Profesionales y civiles operaban bajo el supuesto de que había una respuesta verídica al enigma que planteaba el crimen. Sin embargo, éste fue también el momento en que el vínculo entre la realidad detrás del delito y el conocimiento público, veraz, de sus causas, así como la responsabilidad penal, se volvieron un problema.4 Restricciones institucionales y políticas limitaban