La tercera parte del libro, “Ficciones”, sostiene que las narraciones literarias fueron fundamentales para que la gente comprendiera los dilemas de la verdad y la justicia, y que estas narraciones fueron un vehículo central para la formación del alfabetismo criminal. El capítulo 6 habla de los orígenes del género de la novela policial en México y el surgimiento de lectores y escritores, y el capítulo 7 se enfoca en cuatro autores y sus esfuerzos para reconciliar el arte, el crimen y la justicia. La ciencia y el pensamiento legal fueron solamente una parte del conocimiento popular acerca de los criminales, las estaciones de policía, los juzgados, las cárceles y las costumbres del submundo. Este conocimiento nunca se presentó en un formato enciclopédico, aunque se condensó en narraciones literarias que desplegaban imaginación en la trama, pero que eran realistas en los detalles. Las novelas policiales eran producidas y consumidas por todo tipo de gente, que las estimaba de utilidad en su vida diaria. Después de todo, cualquier habitante moderno, ingenioso y letrado de la ciudad tenía que poseer cierto conocimiento acerca de estos temas. Como veremos en el capítulo 6, las historias de detectives y asesinatos fueron un género literario popular que incluyó tanto traducciones como obras originales de autores locales. En las primeras narraciones mexicanas, al igual que en el género estadounidense conocido como hard-boiled, la intuición de los detectives ficticios se consideraba más confiable que las mentiras de los sospechosos evasivos —y sin duda más convincente que los métodos estúpidos o, en el mejor de los casos, turbios, de la policía—. Los autores mexicanos de historias detectivescas y novela negra (más centrada en el crimen que en la averiguación) profundizaban en el papel central de las noticias policiales para alcanzar la verdad y en la apreciación estética del homicidio que los periódicos sólo insinuaban. En Ensayo de un crimen, la extraordinaria novela de 1944 de Rodolfo Usigli que se examina en el capítulo 7, Roberto de la Cruz, el personaje principal, decide cometer un asesinato con fines estéticos. Lo intenta un par de veces y se frustra cuando los periódicos malinterpretan su obra artística o se la atribuyen a alguien más. Desea utilizar el asesinato para alcanzar una verdad estética más elevada, pero necesita que los periódicos lo difundan y validen. La propia novela, como si buscara contrastar la realidad con el deliro de De la Cruz, a menudo invoca el alfabetismo criminal, al hacer alusión a prácticas y casos conocidos entre los lectores informados. Otros contemporáneos intentaron variaciones de esta situación. El capítulo 7 muestra cómo, a medida que maduraba, el género comenzó a dejar de lado la dimensión detectivesca de las tramas a favor de la perspectiva de los criminales que utilizaban formas crueles de justicia directa. Es posible que estas historias hayan canalizado la frustración de los lectores decepcionados por el sistema de justicia oficial; en todo caso, mantenían la noción de que el castigo tenía una conexión directa con la verdad. Al hacerlo, expresaban impulsos intolerantes inherentes a la normalización de la violencia y la impunidad. Con base en este hallazgo, el epílogo trata de conectar algunos de estos temas con el presente.
Otros países ofrecen ejemplos de las maneras en que las historias policiales y los estereotipos han generado debates de gran relevancia política. Abundan las pruebas acerca del papel del crimen como el foco de las relaciones críticas entre la sociedad civil y el Estado. En palabras de Josefina Ludmer, el crimen es un “instrumento crítico”. El criminal, apuntaba Karl Marx, es un productor de normas, conocimientos y relaciones.15 En el caso de México, como veremos, el crimen fue un tema central para el surgimiento de públicos críticos —que no sólo consumían información, sino también se definían a sí mismos activamente mediante la expresión de sus opiniones—. La debilidad de la policía y el sistema judicial mexicanos llevó a la sociedad civil a desempeñar un papel significativo en la prevención del crimen, especialmente si se compara con lo que sucedía en países donde esas instituciones tenían mayor fuerza y legitimidad. En México hasta los casos más pequeños se politizaban: Concepción Dueñas, una ciudadana común y corriente, le informó al presidente Adolfo Ruiz Cortines en 1954 que el asesino de su hija estaba suelto porque “las autoridades no me hacen caso para investigar como se debe”. Quería justicia, mientras que los investigadores se habían quedado satisfechos con la idea de que se había tratado de un suicidio.16 Ese tipo de demanda de justicia insatisfecha es un tema recurrente en este libro, siempre en tensión con la “empresa inmortal” de recordar las historias criminales que parecían definir la identidad nacional mexicana. Como Dueñas, la mayoría de los mexicanos que se mencionan en las siguientes páginas no disfrutaban vivir en un lugar violento y objetaban enérgicamente la impunidad. La aspiración de descubrir la verdad, y conectar la verdad con el castigo, puso al crimen en el centro de la esfera pública.17
No se trató, sin embargo, de una historia de unanimidad. La falta de consideración por el debido proceso y la aceptación general de la violencia fueron los paradójicos resultados de la intervención cívica que la debilidad de la justicia estatal había hecho necesaria. La nota roja y las novelas policiales produjeron narraciones que resultaban más convincentes porque involucraban múltiples voces que cuestionaban al Estado, no porque remedaran su retórica. Las opiniones expresadas en esos debates apelaban a la violencia sin socavar su autoridad racional. Esta versión de la justicia en la esfera pública podía ser brutal, no a pesar sino precisamente a causa de su cacofónica combinación de sentimientos, deducciones, intuiciones y pruebas aleatorias, y al menos se jactaba de tener un fuerte vínculo con la verdad. Empoderaba a algunos individuos a tomar la justicia en sus propias manos y, de ese modo, legitimaba los prejuicios colectivos.
La infamia afectaba a mujeres y hombres pero no por igual. Desde los sospechosos y las víctimas en los juicios por jurado hasta los escritores y los personajes de las novelas policiales, la desigualdad de género en términos de acceso a la seguridad y a la justicia define la historia contenida en este libro. Estas diferencias podían ser simbólicas o materiales. Las mujeres eran con mayor frecuencia víctimas que autoras de la violencia, y se esperaba que las víctimas de ambos sexos fueran pasivas y vulnerables con respecto a su dignidad y sus cuerpos. Al mismo tiempo, los hombres tenían prácticamente el monopolio del uso legítimo, si no legal, de la violencia. También excluían a las mujeres de los papeles legales clave que detentaban policías, abogados, jueces y miembros del jurado. Sin embargo, el crimen sacudía las normas sociales, pues abría espacios para que las mujeres desafiaran las expectativas, aunque fuera a menudo a costa de su honor. Así, el de reportero policial era un trabajo masculino, pero las mujeres también consumían y producían historias: entre los lectores se contaban mujeres y con frecuencia los casos famosos se enfocaban en las mujeres como víctimas o criminales. El alfabetismo criminal le ayudó a la población a descifrar un tiempo de grandes cambios en los roles de género en México, cuando la urbanización, la educación y la democracia estaban volviendo a las mujeres más prominentes en el trabajo y los espacios públicos, permitiéndoles adquirir gradualmente derechos políticos (el derecho al voto lo obtuvieron apenas a inicios de los años cincuenta). Sin embargo, los procesos estudiados en este libro no pueden resumirse como una transformación progresiva en términos de igualdad de género. Si acaso, las historias sobre violencia y castigo confirman que las mujeres tenían un lugar subordinado en la vida social, por seductoras que fueran las historias en las que cuestionaban las expectativas.
Algo similar puede decirse acerca de las diferencias de clase, que pasaron por un cambio decisivo a mediados del siglo XX, haciéndose eco de los cambios en las normas de género. Los conflictos creados