Esta participación resulta aún más notable porque todos sabían que la verdad acerca de un delito no determinaba el castigo que administrarían las instituciones penales. Los procesos judiciales eran lentos y difíciles de entender. Para las víctimas y sus familiares, las demoras disminuían la sensación de vindicación —y en ocasiones, los juicios infligían incluso más humillación y dolor—. La impunidad era alta: en los casos de asesinato, entre 1926 y 1952, en todo el país, sólo 38 por ciento de los imputados fueron declarados culpables y un gran porcentaje de las investigaciones ni siquiera culminó en una acusación.5 Los archivos presidenciales durante esos años contienen miles de cartas de parientes de víctimas de homicidio que denuncian la impunidad de los asesinos y exigen la intervención del presidente. En el caso de los delitos menores, como el robo o la extorsión, los periódicos publicaban abundantes ejemplos de impunidad y corrupción por parte de los jueces y los agentes de policía. El encarcelamiento no estaba ligado necesariamente a la culpabilidad criminal. Los prisioneros carecían de información sobre su estatus. Lo que sí sabían era que a menudo los culpables andaban sueltos y los inocentes permanecían tras las rejas.
La verdad, en otras palabras, tiene una historia y una serie de particularidades locales. En México, de los años veinte a los cincuenta del siglo XX, surgieron nuevas preguntas que podían responderse con veracidad. En el pasado, lo único que se necesitaba era establecer los hechos de un crimen, por lo regular en forma de una narración, en la que los criminales, las víctimas y las autoridades se distinguían entre sí con claridad. La Revolución fue un tiempo de ilegalidad, en el que el crimen y la política se mezclaron, lo cual volvió más complicado establecer la verdad sobre un delito, en particular en casos de asesinato. Los defectuosos métodos empleados por las autoridades mexicanas desviaron la atención de los ciudadanos hacia las palabras de los propios sospechosos, la versión más confiable de lo que realmente había sucedido. Como lo dijo Manuel Múzquiz Blanco en un relato publicado en 1931 en Detective, “Y si la verdad judicial, las constancias procesales, la imaginación reporteril y la zaña [sic] de los acusadores y las versiones de los testigos dieron al asunto modalidades de grand guignol, la verdad escueta hasta hoy dicha por el principal personaje del drama, Dolores Bojórquez […] es aún más hosca, más fría, más brutal.”6 Ahora, por ejemplo, era legítimo explorar la subjetividad del criminal con el apoyo del periodismo, la ciencia e incluso la literatura. Como la policía y el sistema judicial carecían de la autoridad social para producir un informe creíble de los sucesos, entonces los pensamientos, los sentimientos y los impulsos de los criminales empezaron a considerarse como una base legítima para la discusión pública. En el establecimiento de la verdad acerca del crimen, los métodos científicos, que habían sido acreditados como los únicos legítimos, ahora competían con la sinceridad conmovedora de los informes personales, en particular las confesiones de los asesinos. Los criminólogos tuvieron que adaptar su aproximación a su objeto de estudio favorito, “el criminal”. Si bien todavía se usaban las ideas positivistas acerca de los criminales natos como seres humanos primitivos, ahora compartían la escena con aquellas de los psiquiatras, los médicos y los psicoanalistas, quienes exploraban a los criminales bajo el supuesto de que tenían personalidades complejas y de que sus palabras podían esconder la verdad, pero también revelarla.
Sobra decir que las confesiones no estaban a salvo de la crítica. Los parientes de las víctimas de asesinato podían participar en los juicios como civiles, o por medio de la prensa, para defender la reputación de las víctimas. Los lectores de periódicos y de novela negra estaban al tanto de la ineptitud, la corrupción y la impunidad de los cuerpos de seguridad. Sabían ya que las confesiones podían obtenerse mediante coerción. Con todo, la mayoría de la gente creía que la verdad quedaba en algún lugar de las páginas policiales (también llamadas policiacas o policíacas). La historia mexicana de la indagación detectivesca, por lo tanto, cuestiona la premisa de que el Estado era una garantía, la entidad confiable dentro del proceso judicial, y de que, una vez que las pruebas se habían establecido, se podía contar con una sentencia de culpabilidad. En México, múltiples actores, entre ellos periodistas, abogados, miembros del jurado, testigos, sospechosos y víctimas, discutían acerca de lo que constituía la verdad. El Estado tenía un papel en el proceso, pero no lo controlaba. Incluso a los escritores se les dificultaba restablecer una percepción de orden por medio de la literatura. En suma, la indagación detectivesca era un proceso complejo, pero no tanto como para que la gente perdiera la esperanza de alcanzar algún día la verdad. Puede que sus debates no siempre hayan conducido a una sentencia judicial, pero alcanzaron cierto grado de validación en el tribunal de la opinión pública.7
El crimen era un tema clave en la esfera pública. Gente de todos los ámbitos lo narraba, lo explicaba, lo fotografiaba y lo debatía. Analizar estas discusiones nos permite mostrar cómo el crimen producía representaciones de la realidad que, a su vez, le daban forma.8 Detectives, sospechosos, víctimas, testigos, jueces, periodistas y lectores convergían para discutir historias de crímenes. Las pruebas que reunían eran variopintas y confusas, libres de las ataduras que podían imponer los criterios legales o incluso las normas morales. El crimen ofrecía hechos objetivos, independientes del conocimiento científico o legal sancionado por el Estado. Las narraciones de casos famosos y las imágenes de asesinatos y cadáveres eran tan reales como podía serlo cualquier hecho acerca de la vida social. Los juicios por jurado, las noticias policiales y la novela negra le daban a los ciudadanos una plataforma para diseminar sus propias explicaciones y convertirse en autores de historias y narraciones —a algunos sospechosos se les permitía incluso dar discursos y entrevistas—. En estos relatos, el asesinato era un acto lleno de significado, algo que debía explicarse e interpretarse con el uso de la razón y la emoción, e incluso juzgarse desde una perspectiva estética.
Estas narraciones y debates crearon lo que denomino “alfabetismo criminal”, es decir, una serie de conocimientos básicos acerca del mundo del crimen y la ley penal. El alfabetismo criminal incluía información ecléctica acerca de las instituciones, los casos famosos, las prácticas cotidianas y los lugares peligrosos que le ayudaba a la gente a sortear los complejos problemas prácticos de la vida urbana moderna. La incertidumbre que rodeaba a la justicia y la policía volvió aún más necesario ese conocimiento. El dato básico del alfabetismo criminal en México era que la verdad nunca era definitiva, siempre era una versión debatible. La realidad, en otras palabras, no era la información en bruto que uno recolectaba caminando en las calles de la ciudad o asomándose a la escena del crimen: era la organización de esa información en patrones predecibles que hacían del delito el objeto de un diálogo productivo y prometían el restablecimiento de la seguridad después de una transgresión.9
La reputación de México, tanto dentro como fuera del país, ha estado durante mucho tiempo enturbiada por la violencia y la impunidad. A ojos de los visitantes, durante los años de inestabilidad que siguieron a la Independencia, el país estaba prácticamente en manos de los bandoleros que asaltaban los caminos. En el porfiriato, las prisiones y las calles de la ciudad parecían infestadas de degenerados borrachos y marihuanos que blandían sus cuchillos. La Revolución de 1910 trajo consigo una explosión de violencia y desorden de una escala tan amplia, que las imágenes de las ejecuciones y los cadáveres en México se imprimían en postales. Para mediados del siglo XX, México era un lugar más tranquilo, un refugio tolerante para los viajeros en busca de entretenimiento ilícito, ya fuera psicoactivo, erótico o de cualquier otro tipo. William S. Burroughs elogiaba la Ciudad de México en 1949 por “la atmósfera general de libertad” que la violencia y la ilegalidad ofrecían. (Atmósfera que sin duda le ayudó a eludir el castigo por el disparo accidental a su propia esposa.)10
Este libro entiende la infamia, para usar las palabras de Jorge Luis Borges, como una “superficie de imágenes”.11 Sin embargo, detrás de las historias apócrifas o distorsionadas que componen su Historia universal