José María Arnaiz, SM
Santiago de Chile, junio 2020
Introducción
Un hombre de ciudad viajaba por el interior del país. Cierto día, se entretuvo charlando con un paisano de “tierra adentro”. Intercambios sencillos sobre el clima y la naturaleza fueron llevándolos hacia la ciencia, –la del ciudadano, claro está– hasta que en un momento, el enculturado en la gran urbe, sentenció inquisidoramente: “¿pero usted no sabe todavía que el hombre desciende del mono?” El hombre de campo, con aplomo, respondió: “no me van a quedar dudas el día que me lo diga un mono”.
Cada uno de nosotros respondemos, de alguna manera, a la pregunta “¿quién soy?”, “¿qué es el hombre?”. Todos tenemos una antropología implícita o medianamente consciente y poco importa si está algo o muy conceptualizada. Sea como sea, esta “antropología” siempre ejercerá una influencia en nuestras vidas pues reaccionamos según lo que creemos que somos.
¡Tan cierto es lo recién afirmado, que todo lo que sigue a continuación en vez de subtitularse “Antropología del amor”, podría muy bien llamarse: “Mi antropología del amor”!
Revolución antropológica
El Mundo occidental fue escenario, en los últimos quinientos años, de cuatro o cinco “revoluciones” fundamentales que provocaron profundos cambios en la sociedad y en la cultura: la Reforma protestante, la Revolución francesa, la Revolución soviética y la Revolución cultural de los años ’60 con su epicentro en el ’68 francés. Este último hecho fue y sigue siendo el más radical pues conmovió no solo a la sociedad y a la cultura sino también a la persona humana en su totalidad: espíritu, alma y cuerpo.
Podemos completar el cuadro agregando estos otros datos: el boom económico occidental –iniciado con la revolución industrial y que parece ya tocar fondo–, la secularización de las conductas éticas y religiosas que terminan modificando las creencias, la ideología feminista radical, la divulgación barata del psicoanálisis, algunas formas de hacer teología que se asemejan más bien al quehacer sociológico o de otras ciencias y los nuevos medios de comunicación virtual en tiempo real.
Por estos motivos, podemos afirmar que se ha alterado hondamente la verdad integral sobre la persona humana, la concepción que los seres humanos tienen sobre sí mismos. Y proliferan, en consecuencia, concepciones antropológicas de todo tipo y género. Desde las más sublimes (el ser humano es un ser trascendente y místico) hasta las más aterrizadas (el ser humano es sexo placentero y fecundidad manipulada).
Antropologías reductivas
Veamos desde el inicio, algunas antropologías actuales y presentes en el mundo que son respiradas por el simple hecho de flotar en el aire, aunque muchas veces no lo advirtamos.
~ Antropología determinista: el ser humano no es dueño de sí mismo sino víctima de fuerzas ocultas que escapan a su control. No hay otra salida que colaborar con estas fuerzas mediante horóscopos o brujerías o someterse a ellas.
~ Antropología psicologista: la persona humana se reduce a su psique. Ella es víctima del instinto erótico-sexual o es un mecanismo de estímulo respuesta. La libertad es una simple noción filosófica carente de densidad existencial.
~ Antropología consumista: el ser humano es un engranaje más en la maquinaria productiva y es, al mismo tiempo, un potencial consumidor cuyos deseos han de ser incentivados.
~ Antropología hedonista: el ser humano es, desde siempre y en lo más íntimo, un ser placentero y complaciente. Se identifica con lo que le place y en esta identificación encuentra sentido y finalidad a su existencia.
~ Antropología nihilista: los humanos carecemos de consistencia y de sentido. No sabemos de dónde venimos ni hacia dónde vamos. Nuestra nada existencial es fiel reflejo de toda la realidad.
~ Antropología globalista: cada uno es un individuo, pero como todo el mundo, “englobado” en la masa humana dependiente de la gestión del globo terráqueo y de la manipulación liberal o totalitaria, pragmática, utilitarista y colectiva, acreedor de derechos legales y razonables.
~ Antropología cientificista: la persona humana es aquello que dicen sobre ella las ciencias y puede ser demostrado. En consecuencia, todo lo que es científicamente posible es humano y, por eso, bueno.
~ Antropología orientalista: producto de mentes occidentales que importan de oriente diferentes elementos antropológicos antiguos y modernos. Y son, a su vez, recibidos según la forma mentis del receptor occidental, sin mucho discernimiento de su sentido y valor original.
~ Antropología de género: reduce la diferencia corporal sexuada a un mero dato de construcción socio-cultural. En sus extremos, niega la naturaleza humana, aunque manipula aquello mismo que niega. Este tema lo he tratado ampliamente en: Perspectiva e Ideología de género, Buenos Aires: Talita Kum Ediciones, 2019.
Si bien estas concepciones antropológicas prácticamente no existen en estado puro, sus diferentes elementos, muchas veces entrecruzados unos con otros, forman y configuran las difusas o explícitas antropologías de muchos contemporáneos. Todas estas concepciones padecen el mismo defecto: falsifican reductivamente la verdad total, absolutizando un aspecto verdadero.
Propuesta antropológica
Fuentes
El respeto o tolerancia por quienes piensan diferente no ha de impedir vivir ni pensar lo vivido, ni compartir lo pensado a fin de abrir un diálogo constructivo. Es así como nacieron y se han ido criando los fragmentos de este libro, que desde el mismo inicio se ubican en el surco fecundo de la revelación judeo-cristiana plasmada en la Biblia, y en las dos veces milenaria tradición siempre renovada y por lo mismo actual, que la enriqueció y prolongó hasta nuestros días.
Y, más particularmente, intento hundir también sus raíces –y prolongar las ramas– en la antropología medieval elaborada por los grandes autores espirituales del Císter. En efecto, varios monjes cistercienses medievales elaboraron una sólida doctrina humana sobre la cual fundamentaron una rica doctrina mística. Numerosos tratados De Anima provenientes de los claustros medievales de Císter confirman esta afirmación. Estos autores sabían bien que la vida interior o espiritual consistía en una doble realidad: conocerse a sí mismos y conocer a Dios.
El aporte secular de la filosofía racional no puede dejarse de lado. Hay intuiciones y conceptualizaciones de fondo que han sido elaboradas inteligentemente a lo largo de los siglos sobre la base de lo observable y se imponen por su propio peso y densidad. Como bien dijo alguien, “a las sentencias y opiniones de los ancianos hay que darles el mismo valor que le concedemos a las demostraciones, pues ellos ven experiencialmente los principios”.
La filosofía de corte personalista, existencial y fenomenológica está íntimamente emparentada, a pesar de los siglos que la separan de la tradición cisterciense. Ella contiene valiosos aportes que no debemos dejar de acoger.
Señalo también que he recurrido a las ciencias empíricas que tratan acerca del ser humano, sobre todo a la psicología y a la sociología. Sería ignorancia supina ignorar y no apreciar todo lo que los humanos vamos aprendiendo sobre nosotros mismos.
La historia no ha de estar ausente. Tanto la vida humana personal como la vida de la humanidad en cuanto tal son temporales y sucesivas: vivir es madurar. Lo original-nativo (principio) y lo cumplido-definitivo (fin) son normativos y claves de interpretación del presente. Si no somos hijos/hijas del pasado difícilmente seremos madres/padres del futuro.
Por último, sabiendo que quien se tiene por maestro a sí mismo se hace discípulo de un tonto, recurro con frecuencia al Magisterio de la Iglesia. Dos mil años de experiencia no pueden ser ignorados, ni, mucho menos, risueñamente contradichos.
Las fuentes, en definitiva,