La nación de las bestias. Leyenda de fuego y plomo. Mariana Palova. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Mariana Palova
Издательство: Bookwire
Серия: La nación de las bestias
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9786075572406
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      Además de que mis sentidos se han vuelto más sensibles que nunca, los seres de mi especie tienen una presencia importante, así que es fácil percibirlos cuando están cerca. Por mi parte, sé que mi olor no es muy distinguible para otros de mi raza por mi falta de ancestro —insisto, el monstruo de hueso no es un ancestro—, lo que ayuda a que sea indetectable en primera instancia, pero mi apariencia sí que puede delatarme.

      Por suerte, ahora no parece haber ningún errante en los alrededores.

      Me adentro en el pueblo, consciente de que, aunque la calle esté casi vacía, precisamente por ello es probable que llame la atención de todo aquel que se cruce en mi camino. Lo único en mí que parece seguir en un estado más o menos decente son mis botas de montaña, porque todas mis prendas están tan sucias y rotas que parecen haber sido sacadas directo del basural. También debo oler como a ardilla muerta y eso, sumado a los moretones todavía visibles en mi piel y la larga herida que tengo en el brazo, de seguro va a hacer que la gente de aquí me mire con aprensión. Y como lo último que quiero ahora son problemas, trataré de hallar la forma de abastecerme rápido y de salir de este pueblo sin apenas ser visto.

      Mi entrada a la tienda de la gasolinera es anunciada por una campanilla, por lo que el hombre de la caja levanta la vista de inmediato.

      —¡Qué tal, buenos…! —la sonrisa se le borra de inmediato al reparar en mi “agradable” aspecto, así que, sin perder tiempo, me echo a los brazos un mapa, tres sándwiches empaquetados, una bolsa grande de papas fritas, una enorme botella de agua bien helada y un desodorante; todo bajo la recelosa mirada del dependiente.

      Pongo todo frente al hombre, quien muy apenas levanta la barbilla cuando comienza a pasar las cosas por la registradora para luego colocarlas dentro de una bolsa de papel. Es en ese maravilloso momento de tensión que miro hacia sus espaldas, hacia el exhibidor de cigarrillos. Muero por un par de cajetillas, pero como seguramente este hombre va a pedir ver mi identificación, cosa que por supuesto ya no poseo, opto por aguantar las ganas mientras fantaseo en fumarme una rama más tarde.

      De pronto reparo en el calendario que cuelga de la pared. Al mirar la fecha del día parpadeo una y otra vez, confundido.

      —Eh… disculpe —pregunto por fin—, ¿ese calendario está al día?

      El hombre mira a sus espaldas un segundo para luego asentir con las cejas apretadas.

       Agosto.

      Me quedo lívido, sin poder respirar, porque allí dice que es domingo 4 de agosto, y estoy segurísimo de que todavía estábamos en julio en el momento en el que salté al río… hace apenas dos días.

      —¡Oiga! He dicho catorce dólares. Si no tiene para pagar, mejor váyase de una vez —la perturbada voz del dependiente me sobresalta; estaba tan desconcertado que no me di cuenta de que me llamaba.

      Saco unos cuantos billetes de mi morral y los arrojo al mostrador sin siquiera esperar cambio. Tomo la bolsa de papel entre mis brazos y salgo de la tienda a grandes zancadas.

      En medio de la calle, bajo el ardiente sol de verano, extiendo el mapa y lo manipulo y giro durante casi cinco minutos hasta que por fin puedo encontrar la ubicación del pueblo.

      Un escalofrío me recorre por la espalda, porque no sólo han pasado seis días completos sin apenas percibirlo, sino que Stonefall queda a más de doscientos kilómetros del motel de donde fui echado la otra noche.

      No, ¡es imposible! Por más veloz que fuese la corriente de ese río, no pude haber viajado tanto en tan poco tiempo, ¿qué diablos está…?

      Soy arrancado de mis pensamientos cuando me percato de que alguien me mira desde el otro lado de la avenida, a un par de calles de donde estoy. Es… un ¿hombre? Sí, un anciano de cara arrugada; un vagabundo con apenas pelo en la cabeza. Su ropa está sucia y hecha jirones, y su mirada desorbitada, como si se hubiera encontrado frente a frente con una especie de fantasma.

      Carajo, debo haber llamado su atención con todo este teatro.

      Me yergo y camino por la acera a buen paso, me alejo. El viejo me sigue con la mirada, pero llega un momento en el que da la media vuelta y se adentra en una de las calles adyacentes a la avenida.

      Me siento con pesadez en una banca de los andadores para tratar de tomar algo de aire, pero la tenue sombra que proyecta su árbol no ayuda a enfriarme la cabeza. ¿Cómo pudieron haber pasado tantos días sin que me diese cuenta? ¿Acaso perdí la noción de la realidad cuando caí al río, al estrellarme contra aquella roca? ¿Habré dormido durante más tiempo del que pude percibir? ¿O…?

      Palidezco ante la simple idea de que el Silenciante haya tenido que ver en todo esto; con la magia que emana, tal vez torció mi percepción de las cosas, ¡algo tuvo que haber hecho esa maldita cosa!

      —Demonios… —mascullo, porque de nada sirve que me martirice para tratar de entender lo que ha pasado.

      Resignado, me baño de pies a cabeza con el desodorante en aerosol para tratar de dispersar la peste a sudor. Cuando creo que ya me he rociado el suficiente como para no desmayar a nadie con mi aroma, tomo el primer sándwich y lo contemplo largamente.

      La lengua del Señor del Sabbath se tuerce con desagrado dentro de mi boca, como si pudiese sentir el repugnante sabor de la comida aún sin haberla tocado.

      Uno a uno empiezo a comer los emparedados y las papas fritas a grandes mordidas para no masticar demasiado. Mi estómago se llena gradualmente mientras intento, encomendándome a todo lo divino, no vomitar.

      Necesito recuperar energías.

      Una vez que termino, voy en busca de alguna tienda de segunda mano con la esperanza de encontrar una mochila, una bolsa de dormir y todo lo que me haga falta para retomar el rumbo de mi viaje lo más pronto posible.

      Estoy a punto de pasar de largo la librería que vi poco tiempo atrás, cuando siento un susurro, desagradable y muy familiar, frente a mis narices. La sensación parece desvanecerse a través de las vitrinas, así que voy a la entrada de la librería, muy seguro de que el llamado proviene de algún lugar oculto de su interior.

      La dependienta, una mujer de mediana edad y con un mal disimulado gesto de desconfianza, me pide que deje mi morral en el perchero de la entrada. El darse cuenta de que no soy una “muchachita” sólo empeora su semblante, así que accedo de mala gana.

      Una vez que recibo su mirada más o menos aprobatoria, me lanzo al laberinto de papel y sigo el oscuro llamado que parece desvanecerse sobre las estanterías del fondo.

      Paso de largo los flamantes escaparates de libros nuevos y voy directo a los usados, cuyos lomos como espinas dorsales acaricio con mi mano enguantada.

      Siento de nuevo aquel siseo gangoso, el cual se hace cada vez más urgente a medida que atravieso el local. Me pierdo entre los colores, las manchas, las formas arrugadas, los lomos grabados con tinta de oro. Mis ojos navegan sobre títulos de amor, dolor, historia, ciencias antiguas, vudú…

      —¡Ajá! Aquí estás —mis dedos se cierran en el libro rojo de Laurele, el cual yace agazapado al lado de una roída edición de botánica.

      Mi sonrisa se borra de inmediato cuando el siseo invisible de Barón Samedi, quien estuvo llamándome todo este tiempo, vuelve a retumbar entre los pasillos.

      Ya se había tardado en regresármelo.

      Hojeo el libro de Laurele y sonrío de nuevo porque, tal como me lo esperaba, tanto el contenido del volumen como la foto de mi papá entre sus hojas están intactos, y sin un solo rastro de que hayan tocado siquiera el agua.

      —¡Vaya! Llevo años viniendo aquí y nunca había visto ese volumen.

      Aquellas palabras me hacen dar un respingo. Miro a mi costado y me encuentro con un chico alto y de cabello oscuro recargado contra la estantería, quien me sonríe desde su posición a mi lado.

      Él