–Eso –dijo ella mirándolo fijamente a los ojos– no volverá a pasar.
Por primera vez desde que había entrado en la iglesia vio a la mujer a la que había abandonado, la que siempre sabía lo que él pensaba, la que solía pensar lo mismo que él.
Era evidente que ahora lo hacía.
Y no le había confiado aquel secreto. Quería aplastarla. Quería gritar. Quería que su furia fuera tanta que pudiera retroceder en el tiempo para evitar aquella tragedia.
«O», una voz insidiosa le susurró, «podías quedarte esta vez, como querías entonces».
Esa idea fue la mayor traición de todas.
Quedarse nunca había sido una posibilidad, por mucho que lo deseara años antes, y con independencia del precio que tuviera que pagar por marcharse.
Pero no había podido olvidarse de Cecilia. Había vuelto para exorcizarla, pero parecía que se vería ligada a ello para siempre por el hijo que habían engendrado.
Era demasiado.
Así que la puso de puntillas, la atrajo más hacia sí y pegó la boca a la de ella.
Capítulo 4
EL BESO fue mucho peor de lo que Cecilia recordaba.
Más apasionado y salvaje.
«Mejor», gritó una voz en su interior.
Pero esa vez, ella sabía cómo devolvérselo.
Él la había enseñado. Seis años antes le había enseñado a incendiar el mundo, a arder con tanta intensidad que a ella no le había importado que la dejara reducida a cenizas.
Habría jurado que no recordaba nada de todo aquello. Unos segundos antes estaba segura de que aquellos recuerdos habían desaparecido con las dificultades y alegrías de la maternidad, que solo le quedaba una vaga sombra de ellos.
Pero lo recordaba todo.
Recordaba su sabor y la forma en que le sostenía la nuca con su gran mano, guiándola hacia donde quería. Recordaba el fuego que la asustaba y excitaba de forma sucesiva, haciéndola arder por todas partes.
Recordaba cómo colocar la cabeza, cómo aproximarse más a él, cómo apretarse contra él hasta volver a arder. Fuego y necesidad, pasión y deseo.
Besarlo era como viajar en el tiempo.
Recordaba su inocencia y su forma de entregársela, y el cuidado y la delicadeza con la que él la había recibido, haciéndola sollozar de alegría y asombro.
Recordaba la primera vez que la había besado, en la habitación donde convalecía; que había apretado sus labios contra los de ella, sonriendo, enseñándola y tentándola hasta no poder más.
Siempre se había imaginado que un beso le robaría algo de sí misma. Y en los seis años anteriores se había dicho que tenía razón. Pero la verdad que había olvidado, o que se había obligado a olvidar, era que los besos de él la habían hecho sentirse mayor, mejor, más luminosa y poderosa que nunca, como una estrella fugaz.
Ahora no era distinto.
Sintió que volaba por el cielo de una noche oscura iluminando el mundo con la fuerza de su deseo.
Él la besó y ella le correspondió como si llevara esperando su regreso todo aquel tiempo, como si deseara aquel beso. Y con cada caricia de la lengua de él en la suya, sentía la misma luz, el mismo deseo.
Cecilia hizo lo único que podía hacer: vertió todas sus esperanzas perdidas, su desgracia, preocupación, ansiedad y soledad en su forma de besarlo. Lo besó con todo el orgullo que había acumulado por el niño que él no conocería; con su amor por aquel niño y los escasos momentos de gratitud porque Pascal hubiera aparecido en su vida y le hubiera dejado aquel regalo, con independencia del coste que le había supuesto.
Con todo lo que él se había perdido y todo lo que ella había deseado. Lo besó una y otra vez y le transmitió todo aquello. Y, a cambio, recibió pasión.
Pasión e intensidad. Deseo y placer.
Él le recorrió la espalda con las manos como si se estuviera reencontrando con su forma, con su fuerza.
Ella deslizó las manos por la camisa y su cuerpo le pareció más duro, más sólido e incluso más deseable de lo que recordaba. Cuando llegó a la hebilla del cinturón recordó dónde estaban.
No solo en el valle, no lejos de abadía que había sido su hogar en la infancia y donde ya no sería la monja que siempre había imaginado.
Se hallaban en la iglesia donde había aprendido a rezar.
Volvía a deshonrarse.
Se apartó de él separando la boca de la suya y empujando su duro torso con las manos. Pero era mucho más grande y fuerte de lo que era seis años antes, por lo que solo consiguió desplazarlo un centímetro.
Sin embargo, fue suficiente para que la realidad la invadiera y se sintiera horrorizada.
–No volverá a pasar –consiguió articular.
Creyó que él se echaría a reír o que diría algo arrogante y cortante. Pero Pascal se limitó a mirarla con una extraña expresión en su hermoso rostro.
–No estoy tan seguro.
Cecilia volvió a empujarlo y él la dejó ir. Y ella no quiso analizar las razones de que eso le atenazara el corazón. Se agarró al banco que había detrás de ella, como si hacerlo fuera a salvarla. Como si fuera a borrar su blasfemia.
De nuevo.
Cuando ya no era una ingenua.
–Gracias por recordarme que hay una química peligrosa e inquietante entre nosotros –afirmó obligándose a mirarlo a los ojos, que era lo último que deseaba hacer–. Pero no me lleva a ningún sitio.
–Me había convencido de haberlo imaginado –dijo él, contrariado–. Me decía que era débil, que había enloquecido a causa del dolor y la recuperación. Era la única explicación lógica.
Se llevó la mano al rostro, pero no para acariciarse las cicatrices, sino para pasársela por la boca, lo que le recordó a Cecilia que tenía su sabor en la lengua.
¡Maldito fuera! ¡Y maldita fuera ella por haber vuelto a sucumbir con tanta facilidad!
Pascal la examinaba como si se hubiera convertido ante sus ojos en un ser desconocido.
–Pero resulta que eres más poderosa de lo que creía.
–No quiero serlo. Lo que quiero es que me olvides, como lo has hecho durante años, antes de volver.
Él hizo una mueca.
–Ese es el problema, cara, que no te he olvidado.
Cecilia lo odió por eso. Y, sobre todo, se odió a sí misma.
Debía haberse preparado mejor para algo así. Se había puesto nerviosa cuando aquellos hombres llegaron y comenzaron a hacer preguntas sobre el famoso accidente de Pascal Furlani, pero no creyó que él fuera a volver. Supuso que si enviaba a alguien más, sería a un abogado para que ella firmara documentos renunciando a cualquier clase de reclamación. Estaba preparada para eso. Había ensayado discursos para dejar claro que no deseaba nada de Pascal, que nunca lo había deseado y que no lo desearía en el futuro.
Pero no lo esperaba a él.
Ni, desde luego, que volviera a besarla.
Eso la privaba de argumentos y de todos sus ensayados reproches, y le recordaba los motivos de que hubiera dejado todo lo que conocía por él.
La verdad era que había tardado años en comprender por qué había dejado que un soldado herido la apartara