«Los tiempos no son todos unos»,4 ha sentenciado Mariana con su castellano firme y vigoroso. La condición de lo que parece bueno y apropiado es cambiante y no suele coincidir lo del principio con lo que se percibe más adelante. La consecuencia que se deriva de aquí es la inevitable necesidad de abrir un proceso de reflexión crítica, sin el cual la historia acumula la degeneración y lleva a la comunidad a la corrupción y la muerte. Este razonamiento concreta la vieja intuición de la inevitable corrupción de las cosas humanas, pero implica una tesis de mayor penetración: ni siquiera las instituciones que pueden invocar la fundación divina y el ser queridas por Dios se pueden mantener meramente por esta invocación providencialista sin la ayuda de la medicina que sean capaces de producir los seres humanos. Mariana, en este sentido, se ha visto como médico de la Compañía y como entendido en el arte, sabe que el diagnóstico está sometido a una temporalidad idónea. De no llegar a tiempo, «las llagas» pueden cancerarse y tornarse incurables.5 Y ahí está él, antes de que «el agua llegue a la boca» y todo se destruya,6 ofreciéndose como punto de partida de esa reflexión.
Así que primero deberemos estudiar la fragilidad del carisma y sus límites, justo por su condición histórica y su determinación temporal. Esto nos llevará a la aguda comprensión de la contingencia histórica, en un sentido que Maquiavelo no pudo entender. En segundo lugar, deberemos considerar una dificultad acumulada, que está relacionada con la fragilidad propia de las cosas del gobierno. Y con ello llegaremos a la comprensión de una contingencia multiplicada. Sin embargo, el problema principal del escrito de Mariana no queda abordado con lo dicho. La cuestión decisiva, y la que mortifica a Mariana, es la dificultad de especificar la legitimidad de ese médico que, instalado en el medio del tiempo, carente del carisma del fundador, se lanza al proceso de racionalizar la congregación o la comunidad. ¿Cómo reconocerlo en su razón? ¿Por qué escucharlo? ¿Cómo dotarlo de confianza si ha perdido el contacto con la fundación?
CARISMA, FUNDACIÓN, INNOVACIÓN
Mariana se ha expresado sobre la obra de Ignacio con frialdad, pero no ha dejado de considerarla querida por Dios. De ella ha hablado como algo «bueno e inspirado por Dios»,7 aunque con una clausula hipotética [«dado caso»]. En un momento más solemne, en la conclusión, la ha considerado «planta escogida por Dios».8 La cuestión decisiva es que, aceptando este hecho, es preciso diferenciar aquello que en el fundador procede de la inspiración y aquello que procede de su prudencia. Debemos comprender bien lo que me atrevo a llamar el racionalismo de Mariana. Lo divino de toda obra consiste en que, a pesar de ser nueva, tenga éxito y fructifique. La dimensión carismática de una acción parte de la comprensión de su improbable éxito frente a lo tradicional y se comprende mejor en sociedades dominadas por la tradición que en las nuestras, atravesadas por una novedad cambiante. Si nos dejamos llevar de la vieja comprensión de la tradición como algo que es viejo por ser bueno, y no bueno por ser viejo, entonces debemos aceptar que la duración es la manera en que se manifiesta que es grata a Dios. Que una obra de novedad muestre que está inspirada por Dios debe manifestarse justo por su improbable éxito, pues solo Dios puede alterar la tradición que él mismo ha consolidado. Para Mariana parecía evidente que ahí residía su específico valor de inspiración, en el hecho de que pudiera superar una máxima improbabilidad. Y esto era así porque en su antropología no cabe la posibilidad de que la limitada prudencia de un ser humano produzca efectos exitosos de novedad. Incluso el fundador carismático, como hombre, no altera su escasa prudencia. Fiel al esquema aristotélico de esta virtud, sostenido por la firme comprensión de la tradición, Mariana no puede dejar de aproximar la novedad al milagro. Y acerca de la novedad de la Compañía no le caben dudas. «Los nuestros —dice— siguieron un camino, aunque bueno y aprobado de la Iglesia y muy agradable a Dios, como lo muestran los maravillosos frutos que de esta planta se han cogido, pero muy nuevo y extraordinario».9
En muchos pasajes de su escrito, este milagro es el propio de estabilizar una forma de vida que está en su comienzo y para el cual no tenemos antecedentes, la clave del rendimiento de la prudencia. Apenas se ha podido sentir más firme el peso de la incertidumbre y de la historia que cuando Mariana nos dice que respecto de la Compañía «no se ven pisadas ni camino»10 como si andasen por arenales y desiertos. Para Mariana la Compañía no solo es nueva, también está en sus principios, algo que no tiene sentido para alguien que, como Ribadeneira, ignora la condición histórica y para quien la obra de Ignacio ha salido perfecta de sus manos y se extiende entregada a su propia repetición. Para Mariana no es así. Caminar por arenales, pero como apenas lo haría un niño, esa es la doble dificultad, la que determina el milagro del éxito. Pues no hay duda: la Compañía está a «los principios». Acertar en esos principios es «cierto género de ventura».11 No puede ser obra de la prudencia. Para la novedad exitosa en la historia, la prudencia del fundador debe entenderse mínima y no determinante. El carisma por supuesto no es prudente. Su aliento procede de otro lugar. Y lo que en él cabe atribuir a la inspiración es su dirección general. «Las leyes particulares queden por la mayor parte a la prudencia del fundador y de los que le sucedieren y esta de ordinario sea muy corta, como lo dice la Sagrada Escritura, puede faltar y falta más a los principios».12 Es lógico que estas palabras produjesen escándalo en los que leyeron unos papeles que por lo demás ya estaban marcados por la sospecha. Pero Mariana tiene buenas razones para defender esta tesis y entre otras que «nuestro padre Ignacio nunca imaginó la Compañía como se halla hoy»,13 por lo que son inevitables las reformas. El aspecto humano de la novedad debe entregarse a algo diferente de la prudencia, que sirve de guía solo para lo parecido y según los antecedentes, algo de lo que carece la novedad. Y, entonces, ¿a qué puede entregarse la creación de esas esas leyes particulares de las que depende que la inspiración general se concrete?
Obviamente, en la geografía tardoaristotélica en la que nos movemos, no queda sino una cosa: la especulación. Acerca de esta ha dicho Mariana que es «fuente caudalosa de yerros y cegueras».14 Y esto es así porque Ignacio no se inspiró en las antiguas órdenes religiosas. En realidad, los jesuitas no quisieron «parecer frailes»,15 y por eso han esquivado todo lo que era la legitimidad tradicional procedente de las otras órdenes: costumbres, reglas, ceremonias y hasta vocablos. No puede sorprendernos que Mariana sea cauteloso con la especulación. Forma específica de gobernarse bajo el síndrome de la novedad y del inicio, la especulación tiene con el carisma su cercanía a la locura, desde luego, y por eso alberga peligros, extravagancias, descarríos, hasta tal punto que «es manera de ventura acertar al principio a dar en el blanco».16 La especulación