La actualidad del padre Juan de Mariana. Francisco Javier Gómez Díez. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Francisco Javier Gómez Díez
Издательство: Bookwire
Серия: Actas UFV
Жанр произведения: Документальная литература
Год издания: 0
isbn: 9788418360176
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conectar su figura con otra modulación de ciencia. Podemos descartar la tercera acepción, ya que no dejó obras cosmográficas o de historia natural, a diferencia de sus contemporáneos, el padre García de Céspedes o el padre Acosta. (Su único contacto con la ciencia positiva de la época sería — exceptuando la anécdota de que su alumno, el cardenal Belarmino, fue el director del proceso a Galileo— el tratado De ponderibus et mensuris, publicado en Toledo en 1599, donde Mariana daba noticia de los pesos y medidas de griegos, romanos, hebreos y castellanos, comparándolos en veintidós tablas —algo similar haría en otro tratado con las cronologías y calendarios—, así como el encarecimiento que en el libro II, capítulo VIII, del De rege hace al príncipe para que aprenda las ciencias matemáticas, la geometría para conocer cómo se construyen las máquinas de guerra, la aritmética para contar ejércitos o recabar tributos, y la astronomía para saber navegar y admirar el poder del Criador). Pero también podemos descartar la primera acepción, pues tampoco se destacó como ingeniero o ensayador (como hiciera el padre Alonso Barba).

      Por consiguiente, únicamente nos resta la segunda modulación de ciencia, es decir, la única posibilidad para conectar al padre Mariana con la ciencia pasa obligatoriamente por la teología. Y es que la teología era en la época, guste o no, la primera de las ciencias; y, según vamos a ver, a través de ella lograremos recuperar la conexión de Mariana con la ciencia moderna (modulaciones iii y iv). Porque detrás de la revolución científica está la inversión teológica que caracteriza a la modernidad, en otras palabras, el proceso por el cual los conceptos teológicos pasaron de usarse para hablar de Dios a emplearse para hablar del mundo.15 Y porque, yendo al grano, la polémica teológica sobre el auxiliis en que participó el padre Mariana anuncia la dialéctica entre metodología alfay beta-operatorias que se da en las ciencias humanas. En efecto, como ha estudiado Alvargonzález,16 la disputa escolástica sobre la concordia entre la omnisciencia o presciencia divina y la libertad humana, que puede sonar a cascado o saber a rancio, anticipa el debate actual sobre la compatibilidad entre el determinismo de la ciencia y la libertad de los sujetos. En la discusión sobre las ciencias divinas asoma el debate posterior sobre las ciencias humanas. Veámoslo.

      En la cima del siglo, año 1588, el jesuita Luis de Molina publicó en Lisboa la Concordia. Esta obra, que buscaba acomodar el libre arbitrio con la gracia, la presciencia, la providencia y la predestinación divinas, y que conocerá múltiples ediciones (Lyon, 1593; Venecia, 1594; Venecia, 1602; Amberes, 1609), reavivó con fiereza la controversia sobre el auxiliis que había estallado en Salamanca en 1582, enfrentando a jesuitas molinistas y dominicos bañecianos (los tomistas partidarios del padre Báñez, que censurará la Concordia de Molina en su Apología de los hermanos dominicos, 1595). Estos últimos tildaron a los primeros de herejes, de semipelagianos, porque Pelagio negaba la necesidad de la gracia, diciendo que para salvarse bastaban las fuerzas del libre albedrío y sus obras; y los primeros a los segundos, recíprocamente, de criptoluteranos o calvinistas, porque Lutero y Calvino decían que no había en el hombre libertad alguna, pues solo hacemos aquello que Dios quiere. Toda una generación de jesuitas (Molina, Suárez, etc.) defenderán, siguiendo el ideal ignaciano, el congruismo, la concordia, el valor de la libertad en el campo teológico (Molina, 1588) y en el campo político (Suárez, 1612). Sin embargo, nuestro protagonista, Juan de Mariana, así como otro hermano de orden, el padre Henríquez, se opusieron a la doctrina molinista, aunque no de forma tan violenta como Báñez (por esta oposición se le ha querido acomodar a veces a una posición tomista que tampoco le cuadra, así el padre Garzón).17

      Hacia 1590, las protestas de los fieles perros del Señor, Báñez y Lemos llevaron a la Facultad de Teología de la Universidad de Salamanca a intentar bloquear la circulación de la Concordia, denunciando la obra ante el Consejo de la Inquisición en España, ya que la Inquisición española —a diferencia de la portuguesa— había condenado el premolinismo del padre Prudencio de Montemayor y de fray Luis de León. Los ánimos estaban tan encendidos porque los dominicos trataban de contrarrestar el poder que los jesuitas iban adquiriendo. No se oía el nombre de Molina en las aulas salmaticenses sin que los alumnos comenzasen a patear.18

      Para el jesuita Luis de Molina y su obra se iniciaba una desagradable pesadilla de la que no despertaría hasta 1607, varios años después de su muerte, ocurrida en 1600 (una persecución del desacuerdo que no es exclusiva de la Iglesia católica, pues también la padecieron Averroes —musulmán—, Espinosa —judío—, Tomás Moro —anglicano— o Miguel Servet, que encuentra en Calvino al verdugo que lo manda a la hoguera). Hubo de superar sucesivamente tres barreras: la censura, cuyo fin era prevenir; el Índice, disuadir; y la Inquisición, castigar. Ante el control que los dominicos ejercían en España, los jesuitas elevaron el conflicto a Roma. Y, en 1594, Clemente VIII ordenó que todos los documentos relevantes se remitiesen al Vaticano. En 1602, con el conquense Molina ya con una paletada de tierra sobre la cabeza (por decirlo con Pascal), comenzaron las congregaciones de auxiliis, maratonianas reuniones —hasta 89— que llevaron a la tumba al papa y solo cesaron cuando Paulo V dictaminó salomónicamente que ambos bandos contendientes podían seguir defendiendo sus respectivas posiciones bajo prohibición de insultarse mutuamente. La noticia fue aclamada al grito unánime de «Molina victor» y celebrada exultantemente por los jesuitas con festejos públicos, fuegos artificiales y corridas de toros.

      La aguda polémica suscitada, pese a su carácter escolástico, no es superficial, pues el tema del tiempo era el libre albedrío y la predestinación, como dos nociones opuestas, y donde Molina, pese a su condición de teólogo, actuó arropado de filósofo, intentando conciliar el dogma, la revelación y la razón natural. De hecho, Molina parte de esta última, ya que da por sentado el libre arbitrio, recurriendo incluso al plástico argumento ad baculum para probarlo ante quienes lo niegan haciendo oídos sordos a cualquier razonamiento, como el enloquecido fraile agustino Lutero en su De servo arbitrio, donde afirmaba fatalmente que intentar establecer conjuntamente la libertad del hombre y la presciencia de Dios era como pretender que un número fuese diez y al mismo tiempo nueve. Sin embargo, el molinismo poseía para los tomistas resabios de herejía pelagiana, al mantener que el concurso divino en la acción del hombre era necesario pero no suficiente, como que el hacha esté afilada es una condición necesaria para que corte, pero no suficiente si el leñador no la mueve. Molina ilustraba el auxilio divino en la acción humana recurriendo a la concausalidad y al símil de dos hombres que empujan una misma embarcación. A lo que Báñez replicaba que el concurso divino, la premoción física, no era simultánea, sino previa, porque Dios no era causa segunda, sino primera. Los dominicos sostenían con ferocidad que Dios era la causa de las acciones libres del hombre, una solución sofística que a Molina le recordaba la libertad del jumento conducido del ronzal.19

      La solución ofrecida por Molina pasaba por armonizar el libre albedrío con la providencia o la predestinación introduciendo una tercera ciencia divina, entre la ciencia «de simple inteligencia», natural o necesaria, de esencias (por la que Dios conoce los posibles, los mundos posibles y las verdades de razón, por decirlo con Leibniz), y la ciencia «de visión» o libre, de existencias (por la que Dios conoce el futuro, este mundo contingente y las verdades de hecho). Pero, entre lo puramente posible y lo realmente futuro, se encuentran los futuribles o futuros condicionados, contingentes, que Dios conocería mediante una ciencia intermedia, la llamada «ciencia media». La concordia entre la libertad humana y la omnipotencia de Dios como causa primera tiene su explicación en que Dios lo conoce todo, pero por la ciencia media sabe lo que el libre albedrío elegiría en cada circunstancia concreta, lo que cada criatura haría, de manera que Dios dispone las circunstancias adecuadas para que el libre albedrío, por propia autodeterminación, elija lo que, en definitiva, Dios pretendía. Una solución ontoteológica incapaz de resolver una contradicción interna de principio, pero que supuso uno de los grandes hitos del pensamiento católico por explicarse a sí mismo.

      Mientras que los dominicos privilegiaban a Dios y su omnisciencia en el antagonismo hombre-Dios, los jesuitas privilegiaban al hombre y su libertad (pero para salvar el dilema introducían una tercera ciencia divina intermedia). Mientras que Báñez defendía la primacía de los atributos divinos y con ello se deslizaba hacia posiciones voluntaristas (Dios como misterio insondable), Molina abogaba por la primacía del entendimiento