Shakey. Jimmy McDonough. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Jimmy McDonough
Издательство: Bookwire
Серия:
Жанр произведения: Изобразительное искусство, фотография
Год издания: 0
isbn: 9788418282195
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para el coche fúnebre, los cinco se vieron obligados a tomar caminos distintos. Los dos miembros de los Bonnvilles y el High-Flying Bird Bob Clark consiguieron volver a casa por los pelos, haciendo parte del trayecto en autoestop; Neil y Terry Erikson partieron rumbo a Toronto a bordo de una Honda que Erikson había metido en el maletero del coche fúnebre.

      Koblun se quedó tirado en Fort William y tuvo que arreglárselas con un adelanto del cheque que debían cobrar por la actuación en el Smitty’s que la banda nunca llegaría a dar. «Scott tuvo que devolverles el dinero», contaba Koblun. «Estaba cabreado.» Young no tardaría en mandar a buscar a Koblun y Clark, pero los días de Fort William ya habían tocado a su fin. En el letrero que había a la entrada del Smitty’s Pancake House se leía: LOS PÁJAROS HAN VOLADO.

      «Así me crié yo, acostumbrado a los cambios continuos», declaró Young a Johnny Walker en 1992. «Llegué a estudiar en doce escuelas diferentes antes de acabar el undécimo grado o cuando fuera que abandonara los estudios, y mi familia no paraba de mudarse de un sitio a otro. Siempre había un sinfín de películas montadas a mi alrededor, total que estoy acostumbrado a rodar así por la vida.» A menudo, también les rodaba por encima a los demás.

      Ray Dee, el hombre que consiguió plasmar por primera vez el sonido de Young en una cinta, no recibió ninguna llamada de teléfono, ni una carta, ni la menor explicación. Para desgracia de aquellos que apreciaban a Young, esta sería su típica manera de gestionar la situación cuando las circunstancias le sobrepasaban o las cosas se complicaban demasiado como para hacerles frente. «Nunca volvió», decía Dee. «Aquello me dejó destrozado. Hice todo lo posible para ayudar a triunfar a este tipo en aquella época. El tío era mi amigo, y creo que eso era lo más importante para mí. Siempre me pregunté qué leches había pasado. Así te quedas en estos casos, pensando en qué la habías fastidiado. ¿Qué hice mal?… ¿Fue algo que dije? Señor, que le di al tío treinta pavos.»

       Lo que pasó fue que acabé por irme a Toronto en vez de volver a Fort William. Hice una cagada magistral. Resolví la situación tirando hacia adelante en vez de volver atrás. Así era yo por aquel entonces, no es que me preocupara demasiado por los demás. No tuve mucho en cuenta a Ray Dee, ni tampoco al resto del grupo, pero es que yo pensaba que iba a volver, ¿vale?

       De toda la gente que he ido dejando atrás a lo largo del camino, Ray Dee fue el que se llevó la peor parte. No entiendo el motivo, porque el tío era genial. Pero creo que era tan irresponsable que ni siquiera me daba cuenta de lo que hacía.

       —Ray se quedó muy dolido.

       —Vaya… La verdad es que lo siento mucho. No tenía ni idea de lo que hacía —ni del efecto que tenía—, ni de lo mucho que la gente se preocupaba por todo lo que pasaba. En realidad, nunca había visto que nadie se preocupara por mí hasta entonces, por eso no acababa de darme cuenta, ¿sabes? Pero Ray sí lo hizo, estuvo ahí desde el principio. Le importaba en serio todo aquello y podía haber llevado las riendas hasta el final. No podía regresar a Fort William; tenía que seguir adelante. Me daba la impresión de que sin el coche no sería lo mismo…

      Mort fue muy importante para mí. Mi primer coche. Era parte de mi identidad. Era un rollo muy raro: El Grupo y El Coche. Me acuerdo de cuando me lo compré. Por ciento cincuenta pavos. Le daba al grupo un toque diferente.

       Es como la relación entre un cowboy y su caballo, ¿sabes por dónde voy? Eso es tu caballo. ¿Te acuerdas de Hopalong Cassidy, Roy Rogers y el caballo? Si el tío se quedaba sin el puto caballo, era en plan: «Hostia, menuda putada. ¿Y ahora qué hacemos con Roy? ¡Se ha quedado sin caballo!». A nadie se le hubiera pasado nunca por la cabeza la idea de que se agenciara otro caballo.

      CAPÍTULO 4 UN AMASIJO DE IMÁGENES BORROSAS

      Un hombre corpulento que viste unos vaqueros con la cremallera rota y una camisa de muselina, ambas prendas de color blanco, merodea alrededor de un gran Cadillac blanco con el motor en marcha. Nos encontramos en los recónditos parajes de Topanga Canyon, delante de una casa hippie que había visto tiempos mejores, ahora venida a menos y con ese regustillo a Charles Manson. Está molesto y me hace gestos para que me apresure. Tardo un momento en darme cuenta de que ese hombre es Bruce Palmer, el magnífico bajista conocido sobre todo por haber formado parte de Buffalo Springfield.

      Palmer está de mala leche. Me pasea por aquel desastre de casa, mientras se queja por haber perdido una apuesta con su amigote Rick James la noche anterior. «Por cierto, es una peluca», dice en referencia al payaso del funk. Por el suelo hay esparcidos grandes cubos de compuestos sin etiquetar, y en un rincón reposa una guitarra Martin que le fue legada por la desaparecida Tannis Neiman, una cantante de folk que había realizado la mayor parte del viaje a California junto a Neil y Bruce muchos años atrás. Palmer dice que tiene que salir a hacer un recado y que vuelve enseguida. «No entres al cuarto de baño», me dice entre risas. «Ahí es donde guardo las agujas sucias.» Bruce hace la broma, porque en los sesenta las frecuentes redadas por drogas que protagonizó acabaron precipitando la separación de los Springfield.

      Palmer regresa al cabo de varias horas con el mal humor intacto. A continuación, intenta sacarme dinero por la entrevista y se me planta a un palmo de la cara a exigirme quinientos dólares la hora. «Soy un músico profesional y eso es lo que vale mi tiempo, colega», me grita a la vez que su rostro peludo enrojece por momentos. «¿Eres un estupa? ¿Trabajas para el gobierno de Estados Unidos?»

      Al caer la tarde, hace su aparición una panda de melenudos para ensayar. Por lo visto, esta variopinta pandilla con los ojos inyectados en sangre forma parte del último intento de Palmer por resucitar a los Springfield —«White Buffalo», en este caso—. Empieza a rular una pipa. Lo único que recuerdo es a un tipo tocando un instrumento de viento con la nariz. Al fondo se vislumbra vagamente a una mujer demacrada ocuparse de la cocina. Bruce se encorva sobre su bajo y empieza a pulsar las cuerdas entre resuellos, con los ojos cerrados, como en la quinta dimensión. Cuenta la leyenda que Palmer se quedó colgado en un viaje lisérgico en los sesenta y nunca acabó de regresar, pero por un instante parece inocente, incluso dichoso.

      «Compartir escenario con Neil es probablemente la experiencia más intensa… Cuando tocas con Neil, estás tocando para él», explicaba Palmer a la revista Mojo en 1997. «Las expectativas que tiene puestas en ti al tocar son enormes, jamás tocarás con nadie que esté tan en sintonía con el sonido perfecto. Y si te apartas un mínimo de como se supone que debe sonar aquello —si te distraes, te montas tu rollo y te pones a hacer algo distinto a lo que está acostumbrado a oír—, ya se encargará de que te enteres; no de una manera específica, puede ser en aquel mismo momento sobre el escenario o más tarde, cuando te pilla por banda a ti solo, ja, ja. Es bastante duro. O haces las cosas bien y a su manera, o no las haces.

      »Había siempre un control total de la situación, nunca te podías soltar. La cuerda floja sobre la que nos balanceábamos era: tiene que sonar suelto. Muy suelto… Pero él tiene que estar al tanto de cada nota que toca cada uno de los músicos, y poder apoyarse en ella. No es broma: lo escucha todo a la vez, desde la batería hasta todo lo demás. Si se te ocurre añadir una nota de más entre mil, se queda con el detalle y luego te lo echa en cara en plan: “Has cambiado una nota, esa nota en particular”; y tú ahí sin poder dar crédito, negando con la cabeza y pensando: ¿Cómo ha podido darse cuenta?»

      Neil se deshacía en elogios hacia Palmer como no lo hacía con ningún otro músico, y lo cierto es que debió de ser todo un portento allá por el año 65. Era un muchacho esquelético, con el pelo largo y gafas de abuela, tímido, pero intrépido en el plano musical. Las chicas le llamaban «Brucey bassey»32. Palmer sería un enorme catalizador en la vida de Neil Young, pero Neil tendría que rebuscar mucho entre toda la morralla de la escena musical de Toronto hasta llegar a dar con él.

      «Ahora ya entiendo de coches viejos, Comrie.» Aquellas fueron las primeras palabras que Young le soltó por teléfono a Comrie Smith, su viejo colega encargado de tocar los bongos, al final de una tarde de julio de 1965. Smith, que por aquel entonces ya tenía su propia banda, los Zen Men, se quedó sorprendido. Después de aquella carta garabateada que