Procediose a la firma y lectura del contrato de Unión. Desde lejos se veía en el palco una agrupación de cabezas, entre las cuales se destacaba la negra cabellera melodramática del disputador y sus quevedos de oro, y la barba nívea del Patriarca, resplandeciente al sol como la de Jehová en los cuadros bíblicos. Estaban Baltasar y Borrén apoyados en un lienzo de parapeto, de pie sobre un sillar de piedra, lo cual les permitía ver cuanto ocurriese. Ambos prestaban atención suma, comprendiendo que presenciaban un episodio interesante del drama político español.
—Aquí se incuba algo, hombre—exclamó Borrén inclinándose hacia su amigo.
—¡Claro que se incuba! ¡El desbarajuste universal... y el picadillo que van a hacer de España esos señores!
—Hombre, dice que no.... Dice que lo que desean es confederarnos, para que estemos más uniditos que antes... ¿no ve usted que esto se llama la Unión?
—¡Sí, sí, corte usted un dedo y péguelo después con saliva!
—A bien que una nación no es ninguna naranja para hacerse cuarterones tan fácilmente.... ¿Sabe usted lo que me contaron de ese viejecito... del Patriarca? Mire usted, yo me explico que sea republicano... ¡había cosas en aquellos tiempos antiguos! ¡Era el segundo de una casa rica... poderosa, hombre! El mayorazgo arrampló con todo, ¿eh?, mimos y hacienda, y a él le quedó un palomar viejo y la memoria de las azotainas.... Otro se hubiera hecho misántropo... Él se hizo filántropo y luego progresista, y luego federal... y es un bienaventurado que abraza a todo el mundo, y oye misa, y es incapaz de hacer daño a nadie... acá inter nos le tengo por algo chocho....
—¿Y aquel moreno... el de los quevedos?
—¡Ah! ese... ese dicen que es de los que quieren perder las colonias y salvar los principios: hombre de línea recta, de geometría.... Según Palacios, que lo conoce, la ecuación entre la lógica y el absurdo: no en balde es ingeniero. Si para lograr sus ideales tuviese que desollarnos... ¡pobre pellejo!
—¿Y si tuviese que desollarse a sí mismo?
—¡Cáspita!, de la epidermis ajena a la propia.... Con todo, no seamos escépticos, hombre. Allí tiene usted a aquel otro... al del bigote negro... el que está a la izquierda del Patriarca. Pues mire usted, hombre, que le ha costado ya dinero y disgustos esta mojiganga política... emigrado, encausado, maltratado... y se libró de ir a las Marianas... no sé cómo.... Hay humor para todo en este mundo sublunar.... ¡Y decir que cuando Dios produce chicas como esa se ocupen en politiquear los muchachos!
Al pronunciar estas palabras señalaba Borrén a Amparo, cuyos rojos atavíos la distinguían del círculo femenino que la rodeaba.
—Pues esa chica aún politiquea más que los barbudos... ¿no sabe usted...?
Y el incidente del banquete fue comentado, desmenuzado, acribillado por las dos bocas masculinas, que lo adornaron con festones satíricos. Entre tanto se leía el contrato de la Unión, y a pesar de que el sol no estaba en el zenit ni mucho menos, la gente arracimada y prensada producía una temperatura insufrible, y se oían exclamaciones de este jaez: «Nos morimos.—Nos asfixiamos.—¡Cuándo vendrá un poco de fresco!—Pero, hombre, no nos estruje usté.—Ave María, qué bárbaro.—Estese usté quieto.—Pues si no ve, fastidiarse: ¿sa figurao que vemos los demás? —¡Tan siquiera puede uno meter la mano en el bolsillo para sacar un triste pañuelo!—Cuidado con el reloj, palpa si lo tienes». Y la voz del lector del Contrato volaba por cima del mar de cabezas, y las palabras «garantías sacrosantas... dogmas de libertad... derechos invulnerables... ideales benditos... pueblo honrado y libre...» se dilataban en el cálido y sereno ambiente. Una lluvia de flores vino, de improviso, a oscurecerlo, y multitud de blancas palomas fueron lanzadas a él, abatiendo al punto el vuelo con aletear trabajoso, y cayendo sobre la muchedumbre, entorpecidas de tener tanto tiempo ligadas las patas. Un estruendoso cubo de cohetes de lucería salió bufando en todas direcciones; retumbó la música; hubo un minuto de gritos, vivas, estruendo y confusión, y nadie reparó en que un pobre viejo, un barquillero, salía del recinto mitad arrastrado y mitad en brazos de dos hombres. «Le dio un accidente», decían al verlo pasar, sin añadir otro comentario.
—XX— Zagal y zagala
Y del accidente se murió aquella noche misma, sin confesión, sin recobrar los sentidos. ¿Fue el sol abrasador? Mil veces le cayó verticalmente sobre el cráneo al señor Rosendo en sus épocas de vida militar, y vamos, que el de la isla de Cuba pica en regla.... ¿Fue el haber vuelto a manejar las tenazas y a elaborar barquillos para el extraordinario consumo de aquellos días solemnes? ¿Fue, como dijeron algunas comadres, el orgullo de ver a su hija tan elocuente y bizarra, y tan agasajada por los señores de la Asamblea? Quédese para la posteridad el arduo fallo, si bien parece infundada la última suposición, por cuanto el señor Rosendo, lejos de manifestar complacencia cuando la chica se metía en semejantes trifulcas, rompiera pocos días antes su mutismo para decirle cosas muy al alma sobre eso de buscar tres pies al gato y perder su colocación por locuras. El servicio militar había formado de tal suerte el carácter del viejo, que la insubordinación era para él el más feo delito, y su divisa, obediencia pasiva, automática; así es que amenazó a Amparo, poniendo los ojos fieros y la voz tartajosa, con romperle una costilla si volvía a leer periódicos en la Fábrica. Algunos años antes no hubiera amenazado sino ejecutado; pero la cigarrera, desde que lo es, sale en cierto modo de la patria potestad, y por eso se creyó el señor Rosendo en el caso de guardar consideraciones a su progenitura. Sabiendo cuánto influyen en los sacudimientos cerebrales y en las hemorragias internas los accesos de furor, puede creerse que, tal vez, la rabia y no el orgullo de ver a su hija elevada al rango de Tribuna del pueblo determinaron en la pletórica constitución del viejo la apoplejía fulminante.
En fin, a él lo enterraron y quedáronse las dos mujeres cual es de suponer en los primeros momentos: aturdidas, maravilladas de ver cómo «se va uno al otro mundo». Desequilibrio económico no lo hubo, porque Amparo, indultada, había vuelto a la Fábrica, y Chinto, trabajando como un mulo porfiado que era, ganaba lo mismo que antes y traía fielmente la colecta todas las noches según costumbre, con la diferencia de que ni recogía ni reclamaba su mezquino sueldo. Pareció el nuevo sistema muy ventajoso y cómodo a la tullida, que venía a estar como si tuviese dos hijos y ambos ganasen para sustentarla. Pero Amparo vivía inquieta habiendo advertido cierto peregrino cambio en la actitud y modales de Chinto. Mostrábase este mandón y muy interesado por las cosas de la humilde casa, que indicaba considerar como suya; se tomaba otra vez la libertad de esperar a la muchacha a la salida de la Fábrica, y aun de acompañarla a la ida, si lo consentía la labor de los barquillos; gastaba con ella chanzas finas como tafetán de albarda, y en suma, desde la muerte del viejo, le daba de protector y cabeza de casa, sin que en modo alguno procediese como criado, único papel que Amparo le señalaba siempre, mortificada de ver que el tosco paisano le prestaba servicios. Indignada y ofendida, tratole con más despego que nunca, y para colmo de disgusto, vio que Chinto correspondía a sus desaires con rústicas ternezas y a sus muestras de desvío con pruebas de confianza y afición. Una vez le trajo un pliego de aleluyas, y otra, como le oyese alabar ciertos pendientes de cristal negro, fue y se los presentó a la noche muy orondo.
Ella se negó a estrenarlos.
Hallábase una mañana Amparo en su cuarto vistiéndose para salir a la Fábrica, cuando sintió que una mano indiscreta alzaba el pestillo, y con gran sorpresa encontró delante de sí a Chinto, de un talante como nunca lo había visto la muchacha, pues traía el sombrerón ladeado sobre la oreja, los carrillos sofocados, el aire resuelto y un cigarro de a cuarto en la boca: preparativos todos que había juzgado indispensables el paisanillo para realizar la proeza de «cantar claro». La muchacha cruzó prestamente su bata que aún tenía sin abrochar, y arrojó al osado una mirada olímpica; pero Chinto venía tal, que ni las ojeadas de un basilisco le hicieran mella.
—¿A