—No por cierto.... ¡Diversión! ¿Qué diversión ha de ser? Pero es curioso.... ¡Hubo vivas, y mueras, y un silbido vergonzante, y abrazos, y apretones de manos!
—¡Bien por el que silbó!—dijo Lola batiendo palmas—. ¡A eso quería yo ir, a silbar con la llave de la puerta!
—Dice el tío Isidoro—intervino Clara—que si esto sigue así van a tener que cerrarse los comercios y se concluirá la industria.
—¡Y también se cerrarán las iglesias!—recalcó Lola con más calor aún—. ¡Malditos revoltosos! ¡A silbar, a silbar debió ir todo el mundo!
—¡Psss! ¡Por Dios!—suplicó Josefina—. Estamos llamando la atención.... Luego dirán que nos metemos en política.
—Pues yo me meto... ¿y qué? Ahora todo el mundo se mete—afirmó Lola.
—¡Ay... yo no! Qué ridiculez, ¿eh, Sobrado? Yo no entiendo de eso.
—¿No tiene usted opiniones, polla?
—No... es decir, no me gustan los alborotos; ¡cuando hay trifulca el teatro está tan soso!... Ni queda humor para vestirse y salir.
—Vamos, usted debe tener sus preferencias.... ¿Será usted carlista?
—¡Ay, no!... ¡La Inquisición me da un miedo!...—dijo riendo.
—¿Republicana?
—¡Qué horror! ¡Cosa más cursi...!
—Moderada, ea. Es usted moderada, de fijo.
—Tal vez, tal vez, algo moderada.... La pobre Reina me da mucha lástima.
—Bueno, ahora ya sé que es usted moderada y lo voy a divulgar por ahí para que la prendan a usted por conspiradora.
—No, por Dios, que no sueñen que hablamos de estas cosas.... Se reirían de mí y dirían que parecemos un club. ¿No sabe usted alguna noticia? ¿Qué me cuenta usted del prestidigitador que trabaja en el teatro?
—¿El húngaro? ¡Bah! Como todas esas funciones.... Muy pesado, mucho cubilete y los pistoletazos de cajón....
—¡Pistoletazos! Los odio: me asustan atrozmente. En viendo que preparan la pistola, ya estoy tapándome los oídos: las chicas se ríen y mamá me dice siempre: «Niña, que te miran...». Pero yo no puedo....
—¡Mejor! Si la miran a usted, ¿qué más quieren los espectadores? —declaró Baltasar cediendo a la destreza con que Josefina traía el diálogo al terreno personal.
Mientras pasaba este coloquio, las madres, que venían detrás, se sentaron en un banco, sin que su plática, por versar sobre asuntos de muy otra especie cediese en animación a la de la gente joven. Un momento, al pasar por delante de ellas, Lola se volvió a preguntarles no sé qué; al mismo tiempo Josefina tocó levemente en el codo a Baltasar, el cual se inclinó, y por movimiento simultáneo cayeron los brazos de ambos y sus manos se unieron el espacio de un segundo, depositando la mano varonil en la femenina un papelito blanco, tamaño como una mariposa. Susurraban las acacias, llenaba el aire el misterioso silabeo de las conversaciones de última hora, y el amoroso gemido del mar, besando el parapeto, completaba la sinfonía.
Ni se escapó el detalle del papel al ojo avizor de la viuda ni a la vigilante atención de doña Dolores, quien puso torcido y avinagrado gesto, levantándose al punto y anunciando que era hora de retirarse. Al tiempo que regresaban las dos familias, desde las Filas a la calle Mayor, la señora de Sobrado meditaba una épica pequeñez, una tontería trascendental y feroz que le sirviese para dar despachaderas a las de García y quedarse sola con sus hijas. Y como llegasen cerca de las puertas del café de la Aurora, que dejaban pasar la luz amarilla y cruda del gas, ocurriósele, por fin, la liliputiense estratagema, y con felina amabilidad dijo la viuda:
—Y ahora, ¿qué se hacen? Nosotros pensábamos entrar a tomar un refresco.... ¿Nos acompañarán ustedes? Un sorbetito, cualquier cosa....
—¡Jesús... pues no faltaba más!—contestó la viuda, abochornada como persona a quien ofrecen de mala gana y por fórmula un obsequio que cuesta dinero—. Nosotras tenemos que hacer, y nos retiramos.
—¡Baltasar!—gritó doña Dolores a su hijo, que iba delante con las muchachas—. ¡Baltasarito, entra aquí, que vamos a tomar sorbete!...
—Vengan ustedes, señoritas—murmuró el teniente, creyendo que se trataba de convidar a la familia García.
—No, estas señoras no quieren nada—se apresuró a advertir la madre, clavando a su hijo a la puerta del café con una mirada elocuentísima.
A pesar del aplomo de buen género que creía Josefinita poseer, se vieron a la claridad del gas sus ojos preñados de lágrimas de orgullo y su tez encendida, como si la abofeteasen. Dijo un seco «adiós» a Clara y Lola; a Baltasar y a doña Dolores ni palabra. Cogiose del brazo de la viuda y pronto se confundieron en la oscuridad del fin de la calle sus espaldas, erguidas con dignidad propia de espaldas de destronadas reinas. Baltasar se volvió hacia su madre.
—Pero, mamá...—pronunció.
—¡Chsss!—murmuró ella en voz baja, casi al oído del mancebo...—. Eres un bolo, que te comprometes en público con ellas, y tienen medio perdido su asunto. Van a quedar en la calle, chiquillo.... He confesado a la infeliz de la madre y no pudo negármelo.... Yo ya lo sabía por un abogado. Va muy mal todo eso.... Niñas, sentaos—añadió dirigiéndose a Lola y Clara—. Mozo, cuatro medios de leche y barquillos....
—Yo no tomo...—dijo Baltasar.
—Mozo, tres medios no más.... Pues mira como andas, porque esa mocosa con su gesto de todo me fastidia, te va a envolver.... La tendrás que mantener, y a las cuñaditas, y a la viuda....
—Pero si no pienso... usted todo lo abulta. Sólo que las cosas hechas así de este modo se comentan y dan que hablar.... ¿No se empeñó usted misma en que las acompañase?
—Con permiso de ustedes—dijo el mozo colocando en la mesa tres vasos de leche amerengada coronados de canela, y un cestito de paja lleno de barquillos. Clara y Lola se pusieron a chupar su refresco, comprendiendo que no debían oír el diálogo de su madre y hermano.
—Que las acompañases, sí... porque no me figuraba yo que iba a resultar tal compromiso.... Si pierden el pleito, ni sé cómo pagarán las costas.... Han de acudir al bolsillo del prójimo; acuérdate de lo que te digo; como si todo el mundo tuviese ahí el dinero a disposición....
—Pues yo—declaró Baltasar—no vuelvo a meterme en otra.... Mire usted bien las cosas antes, porque esto de andar así, hoy tomo y mañana dejo, es ridículo y le pone a uno en evidencia. Dirá la gente que cazamos... que cazo un dote.... ¡Ya ve usted!
—¡Dios quiera que los cazados no seamos nosotros!—tartamudeó doña Dolores con las mejillas horriblemente sumidas por los esfuerzos de absorción que practicaba, a fin de convertir su barquillo en bomba ascendente de la leche garrapiñada.
—XV— Himno de Riego, de Garibaldi. Marsellesa
Era Baltasar un hijo, no de este siglo, sino de su último tercio, lo cual es más característico y peculiar. Calificábanle las señoras de atento; sus compañeros, de muchacho corriente y agradable; su tío, de chico listo y con el cual se podía departir acerca de asuntos de comercio. Su temperatura moral no subía ni bajaba a dos por tres; no se le conocía ardor ni entusiasmo por ninguna cosa; la fiebre de la mocedad no le había causado una hora de franca y declarada calentura. Ni juego, ni bebida, ni mujeres le sacaban de quicio. En política era naturalmente doctrinario. Su madre le juzgaba mozo de gran porvenir y altos destinos, porque dejándole la paga para gastos menudos y diversiones, Baltasar ahorraba y nunca se halló sin blanca en el bolsillo del chaleco. Destinado a la carrera militar, más por vanidad de su