Ana y Amparo figuraban entre los grumetes. La Comadreja hacía un grumete chusco, travieso y cínico; Amparo, el más hermoso muchacho que imaginarse pueda. Todo lo que su figura tenía de plebeyo lo disimulaba el traje masculino; ni las gruesas muñecas, ni el recio pelo dañaban a su gentileza, que era de cierto notable y extraordinaria. La comparsa recorrió los talleres, bailando y cantando, recibiendo bromas de las señoras , y alegrando la oscuridad de las salas con la nota blanca y azul de sus trajes. Sin embargo, no se podía dudar que la victoria quedaba por los labradores. A la cabeza de estos estaba una mujer, casada ya, celebrada por buena moza, Rosa, la que llenaba con mayor presteza los faroles de picadura. Con el traje propio de su sexo, Rosa era un tanto corpulenta en demasía; con el de labrador no había que pedirle. La camisa de lienzo labrado dibujaba su ancho pecho; el calzón se ajustaba a maravilla a sus bien proporcionadas caderas; pendiente del cuello llevaba un ancho escapulario de raso bordado de lentejuelas y sedas de colores. Debajo de la montera, un pañuelo de fular azul, atado como lo hacen los paisanos, le encubría el pelo. Apoyábase en la moca o porra claveteada de clavos de plata, y con acento melancólico y prolongado, cantaba una copla del país, y contestábale desde enfrente una morenita vestida de ribereño, con su chaleco muy guarnecido de botones de filigrana y su faja recamada de pájaros y flores extravagantes, echando la firma , consistente en tres versos irregulares, improvisados siempre, con sujeción al asunto de la copla; al concluir la firma , salían del corro de espectadores varios ¡ju... jurujú! agudísimos. Lo que hacía maravilloso efecto era oír, en los intervalos en que callaban las cantoras, unas malagueñas resonando en el otro extremo de la sala, mientras por su parte la estudiantina se consagraba a las habaneras, cual si la anarquía de los trajes se comunicase a las canciones. En la comparsa de las señoras había una chica poseedora de bien timbrada voz y de muchísimo donaire para las coplas propias de la ciudad, tan distintas de las rurales, que al paso que en éstas las vocales se alargan como un gemido, en las otras se pronuncian brevemente, produciendo al final de algunos versos una inflexión burlesca:
En el medio de la mar
Suspiraba una ballenaú
Y entre suspiros deciaú
Muchachas de Cartagenaú.
¿Y quién tenía valor para trabajar en medio de la bulliciosa carnavalada? Algunas operarias hubo que al principio se encarnizaron en la labor, bajando la cabeza por no ver las máscaras; pero a eso de las tres de la tarde, cuando la inocente saturnal llegaba a su apogeo, las manos cruzadas descansaban sobre la tabla de liar, y los ojos no sabían apartarse de los corros de baile y canto. Ocurrió un incidente cómico: el taller del desvenado quiso echar su cuarto a espadas, y organizó una comparsa numerosa; empeñáronse en formar parte de ella las más ancianas, las más infelices, y la mascarada se improvisó de la manera siguiente: envolviéndose todas por la cabeza los mantones, sin dejar asomar más que la nariz o una horrible careta de cartón, y colocándose en doble fila, haciendo de batidores cuatro que llevaban cogida por las esquinas una estera, en la cual reposaba, con los ojos cerrados, muy propia en su papel de difunta, la decana del taller, la respetable señora Porcona. Así colocadas y con extraño silencio recorrieron los talleres, dando no sé qué aspecto de aquelarre a la bulliciosa fiesta. Al punto recibió título aquella nueva y lúgubre comparsa; llamáronle la Estadea , nombre que da la superstición popular a una procesión de espectros.
Diríase que el mago Carnaval, con poderoso conjuro, había desencantado la Fábrica, y vuelto a sus habitantes la verdadera figura en aquel día. Muchachas en las cuales a diario nadie hubiera reparado quizá, confundidas como estaban entre las restantes, resplandecían, alumbradas por una ráfaga de hermosura, y un traje caprichoso, una flor en el pelo, revelaban gracias hasta entonces recónditas. Y no porque la coquetería desplegada en los disfraces llegase al grado que alcanza entre la gente de alto coturno que asiste a bailes de trajes y suele reflexionar y discurrir días y días antes de adoptar un disfraz—habiendo señorita que se viste de Africana por lucir una buena mata de pelo, o de Pierrette por mostrar un piececito menudo—; no por cierto. Semejantes refinamientos se ignoraban en la Fábrica. Ni a las viejas se les daba un comino de enseñar en la fuga del baile la seca anatomía de sus huesos, ni a las mozas un rábano de desfigurarse, verbigracia, pintándose bigotes con carbón. El caso era representar bien y fielmente tipos dados; un mozo, un quinto, un estudiante, un grumete. Habíalas con tan rara propiedad vestidas, que cualquiera las tomaría por varones; las feas y hombrunas se brindaban sin repulgos a encajarse el traje masculino, y lo llevaban con singular desenfado. Y de un extremo a otro de los talleres, entre el calor creciente y la broma y bullicio que aumentaban, corría una oleada de regocijo, de franca risa, de diversión natural, de juego libre y sano; una afirmación enérgica de la femenidad de la Fábrica. No cohibidas por la presencia del hombre, gozaban cuatro mil mujeres aquel breve rayo de luz, aquel minuto de júbilo expansivo colocado entre dos eternidades de monótona labor.
Hacia las cuatro de la tarde no cabía ya la algazara y bulla en las salas; todo el mundo perecía de calor; a las disfrazadas de paisanos las ahogaba su traje de paño, y se apoyaban, descoyuntadas de tanto reír, molidas de tanto bailar, roncas de tanto canticio, en los estantes, abanicándose con la montera. La Comadreja, que ya no sabía cómo procurarse un poco de fresco, tuvo una idea.
—Si nos dejasen armar un corro en el patio, chicas, ¿eh?
Pareció de perlas la ocurrencia, y salieron al patio de entrada, y de allí al magro campillo colindante, y perteneciente también a la Fábrica. Estaba el día sereno y apacible; el sol doraba las hierbas quemadas por la escarcha, y se colaba en tibios rayos oblicuos al través de los desnudos árboles. El ambiente era más templado que otra cosa, como suele suceder en el clima de Marineda durante los meses de febrero y marzo. Al desembocar en el campo la alegre multitud, huyeron espantadas unas cuantas gallinas y algunos borregos sucios y torpes patos, que correteaban por allí, y eran los únicos pobladores del mezquino oasis, limitado de una parte por la vetusta tapia, de otra por cobertizos atestados de fardos de vena, y de otra por el taller de cigarros peninsulares, aislado del edificio de la Granera. Al punto se formaron dos corros con más espacio que arriba, y la frescura de la tardecita restituyó las ganas de bailar a las exhaustas máscaras.
¡Oh, si ellas hubiesen sabido que desde las próximas alturas de Colinar las miraban dos pares de ojos curiosos, indiscretos y osados! De la cima de un cerrillo que permitía otear todo el patio de la Fábrica, dos hombres apacentaban la vista en aquel curioso cuanto inesperado espectáculo. Uno de ellos rondaba muchas veces las cercanías de la Granera, pero nunca en aquel predio había visto más seres vivientes que canteros picando sillares de granito, y aves de corral escarbando la tierra. Baltasar ignoraba los detalles del Carnaval de las cigarreras, y apenas entendería lo que estaba viendo, si Borrén, mejor informado, no se tomase el trabajo de explicárselo.
—Generalmente estas mascaradas son de puertas adentro; pero hoy, como hace calor y el día está bueno, salen al fresco a bailar.... ¡Qué casualidad, hombre!
—Casualidad es, tiene usted razón. En todas partes he de encontrármela.
Y al decir así, señalaba el teniente al corro de los grumetes. Mientras los paisanos punteaban y repicaban un paso de baile regional, los grumetillos habían elegido el zapateado , donde la viveza del meridional bolero se une al vigor muscular que requieren las danzas del Norte. Bien ajena que la viese ningún profano, puesta la mano en la cadera, echada atrás la cabeza, alzando de tiempo en tiempo