Emilia Pardo Bazán: Obra literaria completa. Emilia Pardo Bazán. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Emilia Pardo Bazán
Издательство: Ingram
Серия: biblioteca iberica
Жанр произведения: Языкознание
Год издания: 0
isbn: 9789176377260
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      —No, pues yo te quería decir de que... allí... como ya tengo aprendido el oficio... es decir, vamos, que quedándome las herramientas por lo que me debía tu padre de soldada... allí, yo, como ya en la quinta del mes pasado libré... y como vamos....

      —¿Acabarás hoy o mañana? Habla expedito, que parece que estás comiendo sopas.

      —Mujer, quiérese decir... que si tú admites el arriendo del trato, puedes, es decir, podemos... casarnos los dos.

      La risa homérica que soltó la insigne Tribuna al verse requerida de amores por aquella montés alimaña, se cambió presto en cólera al advertir que Chinto continuaba brindándole su mano y corazón con las discretas razones ya referidas.

      —Porque yo, lo que es tenerte voluntá... te tengo muchísima, ya desde mismo que te vi... y me gustas que no sé, que parece que mismo no pienso sino en tus quereres... así me veo yo tan destruido, que cuasimente no como y propiamente no me quiere dormir el cuerpo.... Por trabajar, ya sabes que trabajaré hasta que me reviente el alma... y por mantenerte....

      —¡Mira... si no te sacas de delante, repelo, hago contigo una desgracia!—gritó furiosa ya Amparo dando al mozo, que estaba próximo a la puerta, un soberano empellón para arrojarle del cuarto. Pero el movimiento brusco y familiar despertó la sangre aldeana de Chinto, y con los brazos abiertos se fue hacia Amparo. Esta a su vez sintió que renacía la chiquilla callejera de antaño, y bajándose prontamente, alzó del suelo una botita y estampó el tacón de plano en la inflamada mejilla que vio próxima a las suyas: y con tanto brío menudeó los golpes, que a uno que le alcanzó entre los ojos, el bárbaro galán hubo de exhalar imprecaciones sofocadas, retrocediendo y dejando el campo libre. Mal segura aún la muchacha, agarró una silla; mas sobraban ya los aprestos bélicos, porque el mozo, restituido a la razón por el vapuleo, se había arrojado de bruces sobre la cama, y escondiendo y revolcando el rostro en la ropa tibia aún del cuerpo de Amparo, lloraba como un becerro, alzando en su dialecto el grito primitivo, el grito de los grandes dolores de la infancia que reaparece en las siguientes crisis de la existencia.

      —¡Madre mía, madre mía!

      Encogiose Amparo de hombros y fuese a su Fábrica, que urgía el tiempo y era preciso ganar el pan, porque el entierro del viejo había consumido sus menguados ahorros. Al regresar contó a su madre lo ocurrido, y con no pequeña admiración oyó que la impedida la reprendía por no haber aceptado la propuesta matrimonial; y es el caso que la lógica de la tullida parecía contundente.

      —¿Tú qué eres, mujer?—le decía—. Cigarrera como yo. ¿Y él qué es, mujer? Barquillero como tu padre que en paz descanse. Que te dicen por ahí si eres graciosa, si eres tal y cual.... Conversación y más conversación. ¿Él trabaja, eh? Pues a eso vamos, que lo otro... patarata.

      Sin querer oír más, la muchacha declaró que no sólo repugnaba casarse con semejante bestia, sino que iba a echarlo de casa volando: no era cosa de tener que atrancar la puerta cada vez que se vistiese. No y no: antes prefería que la aspasen viva que sufrirlo allí a todas horas. Lamentose la tullida, recordó que el jornal de Chinto las ayudaba a vivir; todo se estrelló contra la firmeza de la Tribuna. Y cuando volvió de fuera Chinto a soltar el tubo vacío y a entregar, cabizbajo y humilde como un borrego, sus ganancias del día, Amparo le intimó la orden de no dormir ya aquella noche en casa. El mozo la oyó con rostro entre abatido y atónito; y así que se convenció de que se le condenaba al ostracismo, salió de la estancia a paso redoblado. La tullida se inclinó hacia su hija cuanto pudo para decirle:

      —Mira que le debemos cuartos.

      —Se los restregaré por la cara—respondió Amparo con magnífico desdén.

      A los dos minutos se presentó otra vez Chinto, cargado con los chismes de la barquillería, tenazas, cargador, lebrillo, y hasta un haz de leña; Amparo se puso en actitud defensiva cuando le vio blandir en el aire los hierros; mas no fue sino para desunirlos con fuerza bovina y tirarlos a un rincón desdeñosamente; y en seguida, juntando las tarteras, la leña y el cañuto de hojalata, lo pateó todo hasta reducir a añicos los cacharros y a un bollo informe el reluciente tubo. Ejecutada la hazaña, a puntapiés mandó los tristes restos a las esquinas de la habitación, de la cual se retiró sin volver atrás el rostro.

       —XXI— Tabaco picado

      A los pocos días supo Amparo en la Granera, convento laico donde nada se ignora, que Chinto andaba pretendiendo ingresar en el taller de la picadura. Empezó a correr y comentarse en la Fábrica la leyenda del mozo transido de amor que por estar cerca de su adorado tormento se metía en los infiernos del picado, en el lugar doliente a cuya puerta hay que dejar toda esperanza. De qué manera se las compuso Chinto para lograr su deseo, no hace al caso: lo cierto es que obtuvo la plaza, y que Amparo se lo encontró frecuentemente a la entrada y a la salida, triste como can apaleado por su amo, y sin que le dijese nunca más palabras que «Adiós, mujer... vayas muy dichosa». No cabía que Amparo, generosa de suyo, dejase de ser la primera en trabar otra vez conversación con él: hablaron de cosas indiferentes, de sus respectivas labores, y Amparo prometió visitar el taller de Chinto: que con venir diariamente a la Granera, no lo conocía aún. La Comadreja la acompañó en la visita. Descendieron juntas al piso inferior, con propósito de aprovechar la ocasión y verlo todo. Si los pitillos eran el Paraíso y los cigarros comunes el Purgatorio, la analogía continuaba en los talleres bajos, que merecían el nombre de Infierno. Es verdad que abajo estaban las largas salas del oreo, y sus simétricos y pulcros estantes; el despacho del jefe, y el cuadro de las armas de España trabajadas con cigarros, orgullo de la Fábrica; los almacenes; las oficinas; pero también el lóbrego taller del desvenado y el espantoso taller de la picadura.

      En el taller del desvenado daba frío ver, agazapadas sobre las negras baldosas y bajo sombría bóveda sostenida por arcos de mampostería y algo semejante a una cripta sepulcral, muchas mujeres, viejas la mayor parte, hundidas hasta la cintura en montones de hoja de tabaco, que revolvían con sus manos trémulas, separando la vena de la hoja. Otras empujaban enormes panes de prensado, del tamaño y forma de una rueda de molino, arrimándolos a la pared para que esperasen el turno de ser escogidos y desvenados. La atmósfera era a la vez espesa y glacial. La Comadreja andaba a saltos por no pisar el tabaco, y a veces llamaba por su nombre a una de las desvenadoras.

      —¡Hola... señora Porcona!—exclamó dirigiéndose a una que parecía tener los párpados en carne viva y los labios blancos y colgantes, con lo cual hacía la más extraña y espantable figura del mundo—. ¿Hola... cómo le va? ¿Cómo están esos parientes? Tú no sabes—añadió volviéndose a Amparo—que la señora Porcona es parienta, muy parienta, del señor de las Guinderas, aquel tan rico que tiene dos hijas y vive en el Malecón y viene aquí a veces: y él se empeña en negarlo y en no darle un ochavo; pero ella se lo ha de ir a cantar a las hijas el día que vayan más majas por el paseo. ¿Verdá, señora Porcona?

      —Yyyy... y es como el Evangelio, hiiigas...—contestó una voz temblona como el balido de la cabra, y aguardentosa además.

      —Explíquenos el parentesco, ande—sugirió Amparo prestándose a la broma de su amiga.

      La vieja alzó sus manos sarmentosas, se las pasó por los sangrientos ojos, y con muchas oscilaciones del labio inferior:

      —Aunque.... Diiios en persona estuviese allí—pronunció señalando a uno de los gigantescos panes de tabaco—, yo no he de contar mentira. Oíd, espectadores del caso. Es de saber que el padre del padre de mi madre, o quiérese decir mi bisabuelo, digo, el abuelo de mis padres, era cuñado carnal, o quiérese decir, medio hermano de la abuela de la madre política del señor de las Guinderas.... De modo y manera es, que yo vengo a ser parienta de muy cerquita, por la infinidá de la sangre....

      —Y es mucha picardía que no le den siquiera un realito diario para aguardiente—sugirió malignamente la Comadreja.

      —¡Aaaa... guardiente!—clamó la vieja acentuando el trémolo—. ¡Diera Diiiios pan!

      —Vamos, que un sorbito ya