Al huir del café, como si huyese de sí mismo, dejando a su madre y a sus hermanas ocupadas en agotar los sorbetes, sintió que le daban una palmadica en la espalda, y volviéndose conoció a Borrén, que ya hacía días estaba de retorno de Ciudad Real, contando que allí había unas chicas... hombre, ¡cosa notable! Se cogieron del brazo y se dieron a vagar por las calles, que no aconsejaba otra cosa la serenidad y hermosura de la noche de estío. Baltasar desahogó sus cuitas en aquel amigo pecho. Él no estaba ciego por Josefina, ni cosa que lo valga; pero ahora recelaba que sería mal visto plantarla de golpe y porrazo.
—Entreténgala usted—aconsejó maquiavélicamente Borrén—y distráigase por otro lado. ¿Va usted a vivir así a su edad? ¡Pues no faltaba más, hombre!
—Es una diablura: en este pueblo todo se sabe, y después, líos, historias, lances que molestan.... Se me figura que voy a pedir que me destinen a Andalucía o a Cataluña.... Si me quedo aquí, hay una muchacha que me da, a veces, en que pensar... ¿y para qué se ha de meter uno en un atolladero?
—Una muchacha.... No es la de García, ¿eh?
—No, hombre.... Esos son solaces a la alta escuela y por todo lo fino, que no le quitan a uno el sueño.... Es... una cigarrera.
—¡Hola... picarón! ¿Esas tenemos, y tan calladito?
—Usted mismo me la enseñó y me habló de ella.... La chica del barquillero.
Borrén chasqueó la lengua contra el paladar.
—¡Yaaaá lo creo! ¡Toma, toma! ¡Pues si es una joyita, hombre! ¡Caramba con usted y cómo lo gasta! ¿No se lo decía yo a usted, eh?
—Debo advertir que por ahora no hay nada. No se eche usted a maliciar ya.
—Principio quieren las cosas, hombre.
Hablaban así al atravesar una calle principal, cuando de pronto les llamó la atención el corro de gente parada a la puerta de una sociedad de recreo. Dentro del marco de las iluminadas ventanas se veían agitarse figuras negras que gesticulaban animadamente, y detrás de ellas medio se columbraba una mesa servida con copas, botellas y dulces. A veces se dibujaba sobre el fondo de luz la silueta de una mano que alzaba una copa, y el clamor que seguía al brindis era delatado por el retemblido de los cristales.
—El Círculo Rojo—dijo Borrén—. Están obsequiando a los delegados de Cantabria.
—¡Llegar por mar ahora mismo y tener humor para correrla!—exclamó el teniente—. ¡Lástima de naufragio!
—¿A usted qué le parece de estas algaradas, Sobrado?
—¿Qué me ha de parecer? Que antes de dos meses nos embromarán allá por Navarra los del Terso....
—¡Quia! Eso nunca, hombre. Eso murió, y los muertos no resucitan.
—Usted entiende más de chicas guapas que de política, amigo Borrén. Nos van a divertir, créame usted. Ya anda en danza Elío, un militar si los hay.... Eso se va a organizar; verá usted cómo salen de la tierra igual que los hongos cuando llueve, pero equipaditos y con armamento. Y estos otros también van a sacar las uñas por Barcelona y donde haya blusas y fábricas. Lo peor de todo es que harán de España mangas y capirotes....
Un golpe de gente que desembocaba en la calle cortó la réplica de Borrén. A la luz del astro nocturno se veía blanquear los instrumentos de metal y los papeles de música. Al llegar ante el Círculo Rojo instaló la banda sus atriles, en el centro del corro que aumentaba; y previas algunas palabras en voz baja y un golpe de batuta, rasgó los aires el bullanguero himno que todo español conoce y ama o detesta. Del concurso partieron gritos.
—¡Himno de Garibaldi!
—¡Marsellesa, Marsellesa!—contestó un grupo más compacto.
Y enmudecieron los metales, y presto volvió a alzarse su formidable acento, entonando la trágica Marsellesa. Impensadamente se abrieron las ventanas del Círculo, y fue como si la sala llena de claridad, de gente y de tumulto, se viniese a meter entre los espectadores.
En primer término asomaron las cabezas los recién venidos, y al punto calló la música y se oyeron vivas a los delegados, a Cantabria, dominando el clamoreo una voz aguardentosa que desde la esquina repetía incansable «¡Viva la honradez!». Una mujer se adelantó, y entrando en el círculo de luces, gritó con voz fresca y potente:
—¡Que brinden a la salud del pueblo!... ¡Que brinden!...
Volviose uno de los delegados, y al punto le trajeron una copa rebosando Champaña, que elevó a los cielos al pronunciar el brindis. Las luces de los atriles alumbraron su barba de nieve, sus mejillas sonrosadas como las de los viejos de la pintura arcádica. Baltasar sacudió el brazo de su confidente.
—¿La ve usted?
—La veo. ¡Olé y qué guapa se pone todos los días, hombre!
—Pero se me hace muy cargante con estas cosas políticas. Las mujeres no tienen más oficio que uno.
—Sí, hombre... quién la mete a ella... tiene chiste.
—Es una epidemia. Almorzamos política y comemos ídem. Se va volviendo España un manicomio. ¡Bah! Si no estuviese aquí, donde todo el mundo me conoce, las extravagancias de esa muchacha no dejarían de divertirme.... ¿La ve usted aplaudiendo a rabiar al del brindis? ¿Cómo se llamará ese ciudadano? Parece el Oroveso de Norma .
—Psh... mañana lo sabremos.
—XVI— Revolución y reacción mano a mano
En la calle de los Castros estaba Carmela, la encajerita, descolorida como siempre y ocupada en oír de boca de Amparo el relato de los sucesos de la víspera. Asomada Carmela al tablero, disimulaba su talle encorvado ya por la habitual labor; pero no sus ojos ribeteados y cansados de fijarse en la blancura del hilo. No obstante su atareado vivir, la encajera gastaba humor apacible e inalterable y poseía la dulzura de las personas melancólicas, una benevolencia claustral. Amparo narraba animadamente; los delegados de Cantabria habían desembarcado entre inmenso gentío que llenaba el muelle y la ribera: ella pensó por la mañana alumbrar en la octava de San Hilario; pero ¡qué octava ni octava!, en cuanto supo la venida del buque, allá se plantó, en el desembarcadero, abriéndose calle a codazos.... Los delegados son unos señores..., ¡vaya!, de mucho trato y de mucho mundo: ¡saludan a todos y se ríen para todos!, ¡republicanos de corazón, ea! (y aquí Amparo se descargó una puñalada en el pecho). A la señora María, la Rinchona , mira tú, porque dijo que les quería dar la mano, la abrazaron a vista de todo Dios... luego los había acompañado al Círculo Rojo, y oído la serenata, y el discurso que echó uno de ellos... ¡un viejo que parece un santo!, y otro... un señor serio, de mal color....
—¿Y qué tal, predican bien?
—¡Dicen cosas... que se le hace a uno agua la boca de oírlas! Quisiera yo que estuviesen allí los que creen que la federal trae desgracias y belenes. El viejo no habló sino de que ya no había tiranía... de que todo se iba a arreglar con moralidad y atención... de que nos quisiésemos mucho los republicanos, porque ya todo ha de ser concordia entre los hombres.
—Tú