―Mathis, ¿no os deja un poco perplejo esta ausencia del conde Cagliostro? ―preguntó la marquesa un poco enojada.
―Está trabajando ―respondió el joven conde en tono irónico.
También el cardenal se unió a la comitiva sin dar importancia a las palabras de su viejo amigo.
A las cuatro de la tarde tuvo lugar el concierto. Los nobles tomaron sus puestos de frente a los artistas a punto de comenzar con las arias. En el momento de afinar los instrumentos al contrabajo le saltó una cuerda. Para Mathis fue la ocasión para ser el alma de la fiesta por encima de la torpeza del músico que, con maneras apresuradas y torpes, intentó poner remedio al incidente. Resuelto el problema, la esperada de la artista vienesa dio el primer acorde. Los músicos empezaron con el movimiento alegre, restableciendo la atención en un público efusivo y alegre.
Con las elegantes notas de las distintas sonatas que tocaron, el tiempo transcurrió alegremente y los espectadores, raptados por la música, no se dieron cuenta de la llegada de otro huésped, el conde de Cagliostro.
De estatura media y de complexión robusta, el rostro redondo y los rasgos simétricos y armónicos, una nariz recta y bien formada, una frente amplia y alta y los expresivos ojos negros. Sin molestar se sentó al fondo de la platea permaneciendo en silencio hasta la conclusión del concierto.
Después de los aplausos finales, la atención se dirigió hacia él.
―Amigos ―dijo Rohan ―tengo el placer de presentaros a aquel que gracias a sus experimentos es ahora ya famoso en toda Europa: el conde Alessandro Cagliostro.
El cardenal se esforzó en presentar lo mejor posible a su amigo pero el hombre fue acogido con frialdad.
Ningún aplauso, ningún tipo de reconocimiento surtieron las palabras del cardenal y esto enfrió el entusiasmo del dueño de la casa y del famoso huésped.
Mathis, para rebajar la tensión, se levantó homenajeando a Cagliostro con una reverencia, conquistando el reconocimiento de Rohan.
―Finalmente tenemos el honor de conoceros ―exclamó el conde de Armançon todavía inclinado en señal de respeto.
―Gracias, conde. Sí, delante de vos tenéis a aquel que es mi guía, el ejemplo en el que me inspiro: misericordioso con los infelices, amable con las necesidades de los menos favorecidos, me sirve de inspiración en su entusiasmo por el prójimo necesitado.
A pesar de que Rohan había hablado en modo enfático de su amigo, aquellas palabras no surtieron tampoco el efecto esperado en sus huéspedes. Las miradas desconfiadas y juiciosas de la marquesa de Morvan y del señor du Grépon decían mucho.
Después de un justificado resoplido Cagliostro comentó con cierta sutileza:
―Vuestro entusiasmo me emociona, conteneos caballeros.
―Los buenos ejemplos se imitan sólo en la gloria y en la virtud ―volvió a la carga du Grépon.
―Somos demasiado educados con respecto a vos ―dijo a continuación la marquesa de Morvan molestando al alquimista.
―Eximio Gran Cofto habladnos un poco de vos ―le pidió Mathis.
―Sobre mi vida se han dicho cosas buenas y a veces cosas malas se han escrito. Es verdad, no tengo títulos académicos pero las curaciones que he hecho por todas partes son un loable testimonio de mi ciencia. Los ataques a mi persona por parte de esos doctores que infaman mi obra no son otra cosa que celos.
―Sinceramente ―intervino el vizconde ―los doctores que yo conozco no sienten ninguna envidia hacia vos. Vuestras obras os ridiculizan. Hace unos años habéis convencido a un anciano noble de que eráis capaz de hacerlo rejuvenecer y devolverle las fuerzas. Sois sólo un fanfarrón.
Sonriendo y mirando a los otros invitados el vizconde Ignaze-Sèverin continuó hablando:
―Es inútil que concluyáis el caso del pobre iluso, ya habéis comprendido por vos mismo cómo han ido en efecto las cosas.
Con aquella afirmación el vizconde se marcó un punto a su favor pero su interlocutor respondió cambiando de tema:
―Estas difamaciones os hacen comprender cuán temido soy por los doctores tradicionales y mi confirman que su conocimiento de la medicina no es par al mío. Os exhorto a reflexionar sobre todo lo que estoy a punto de deciros: ¿cómo es que estos iluminados temen tanto mi persona?
―Quizás porque están dotados de aquellas acreditaciones que a vos os faltan, porque vuestra fanfarronería es evidente y no comprenden cómo podéis recolectar tanto éxito de la nada.
―Según mi parecer esos mediocres doctores que creen tener todos los conocimientos, ante lo concreto de los resultados que yo consigo con mis curaciones, creen no tener armas para hacerme frente y ser inferiores.
―Quien generosamente os ha ayudado se ha empobrecido, no recuerdo ninguno que se enorgullezca de enormes riquezas después de vuestro mágico paso. Sois un desastroso ciclón.
El prelado abrió los ojos como platos e intervino para ayudar a su protegido.
―Os lo suplico, tranquilizaos, vizconde ―se entrometió Rohan ―dejad a un lado vuestros ciegos prejuicios que os están haciendo juzgar injustamente a Alessandro, sois vos el que os engañáis, dejad que yo hable en su defensa.
―Os escucho, Eminencia, esperando que seáis prudente.
―Señores, sería muy honesto ser considerado con el hombre que pone a disposición del prójimo los poderes de sanación magníficamente concedidos por Nuestro Señor Omnipotente. No debemos hacer otra cosa que ayudar a su obra y admirar su buen sentido, empujándolo a continuar en la honorable empresa. Sabiamente deberemos, asimismo, extraer de ello una enseñanza, implorando la continuación de ella con ayudas cristianas. Mi amigo Cagliostro hace propaganda del arte y el trabajo del curandero tan bien que incluso los más escépticos que se enfrentan a la evidencia de los hechos se quedan asombrados. Yo mismo he podido constatar los milagros: el príncipe de Soubise, mi hermano, enfermo de escarlatina, desahuciado por todos los médico, después de las curas de Cagliostro ha sanado. Su voz seductora y profunda pone de manifiesto esos pensamientos inspirados e importantes que quiere divulgar. La fascinación del misterio consigue encantar a todos, intrigando y emocionando a las gentiles mujeres de Europa e interesando a los hombres sensatos. Como ya acostumbro a decir, este Paracelso demuestra ser un poderoso hombre con cualidades milagrosas.
―¿Paracelso? Cardinal, también vos, os suplico que no despotriquéis, este es un mago de cuatro patacones.
―¡Vizconde! ¡Cómo osáis! Las palabras injuriosas que estáis usando me ultrajan. Sois merecedor de la excomunión. Me habéis llamado blasfemo y a Alessandro mago, estoy muy desilusionado.
―Os pido excusa sólo a vos, cardenal.
―Definir a Cagliostro como mago, según mi parecer, ofende su obra en todos los campos e incluso en sus misiones caritativas.
De nuevo, du Grépon fue asaltado por un fuerte descontento:
―Mago, en cambio, sería apropiado ya que en Venecia, bajo un falso nombre, quería convencer a todos de que era capaz de transformar el cáñamo en seda y de poder fabricar oro.
―Monsieur, vuestra insistencia es incalificable ―espetó enseguida el cardenal.
Mathis permaneció escuchando, reflexionando sobre toda esta cuestión de manera imparcial.
La marquesa, en cambio, se lanzó sobre el alquimista:
―Lo que estoy por afirmar es vox populi. Vuestros dos mil y pico años de edad me hacen reír. Según vos, excelso inmortal, no ha habido ningún personaje de la historia que no os haya consultado antes de cada una de sus empresas. Decidme, ¿habéis embrollado a nuestro amigo Rohan, haciéndoos perdonar aquella irreverente teoría de que habéis conocido a Jesucristo?