La velada transcurrió alegremente entre manjares soberbios y bebidas añejas. El conde Mathis se entretuvo con el dueño de la casa conversando de esgrima. Jean-Baptiste se enorgullecía de una prestigiosa colección de armaduras y, vanidoso como era, quería mostrárselas al joven. Las dos salas del tesoro incluían una miríada de panoplias y corazas dispuestas sobre un lado de la pared, una serie de yelmos con cimeras y otros de tipo barbuta1 . Los pertrechos completos, pertenecientes a personajes ilustres de la historia, se apoyaban sobre tapices provenientes de Savonnerie.
El marqués de Villedreuil, como sus antepasados, amaba la confrontación en el campo, las campañas militares, pero también las reuniones mundanas y los bailes, subyugado por aquella vanidad de la que no podía sustraerse.
A última hora de la tarde, después de las diversiones y los juegos de cartas, Mathis y la duquesa decidieron tomar el camino de vuelta a casa. Durante el trayecto en la carroza la mujer, más resuelta que nunca, pidió al joven que cumpliese una misión en su nombre.
–Conde, sabéis perfectamente cuánto me fío de vos, por desgracia debo poneros al corriente de que, durante los días de fiesta de la princesa de Lamballe, no estaremos juntos...
–Madame, ¿vais a dejarme sólo en vuestro castillo?
–No he dicho esto, vos no vais a estar solo en mi mansión. Es más, tendréis mucho que hacer, trabajaréis para mi demostrándome vuestra lealtad.
El joven insistió:
–¿Qué queréis decir exactamente?
–Esos días vos iréis al castillo de Saverne y, justo en ese lugar, conoceréis a muchas personas entre las que se encuentra el conde Cagliostro. Lo que quiero es un informe detallado de lo que ocurra y, sobre todo, desearía también poseer algunas de sus pociones para mis fines.
El conde se quedó en silencio escuchando con solicitud las instrucciones de la mujer, comprendiendo que la duquesa había decidido no aceptar la invitación de Rohan.
–Sí, haré como ordenáis, pero no os escondo la desilusión que me provoca el alejarme de vos.
–Mi queridísimo Mathis, después de todo sólo deberéis ser paciente durante unos días.
–¿Unos días? –exclamó desesperado el noble
–Sí, lo habéis entendido, pero no os angustiéis, veréis como la diversión no os va a faltar, sin embargo, cuidado, debéis recordar siempre que estaréis allí para desempeñar una misión que es muy importante para mí.
Catorce días más tarde
–Conde, os diré los nombres de los invitados que encontraréis con Su Excelencia cuando seáis su huésped. El príncipe de la Iglesia Louis René Edouard de Rohan, puesto que está emparentado con los Borbone y los Valois, aquí en Francia tiene un gran prestigio. El purpurado es un hombre exagerado, no se preocupa de las críticas, seguro de su poder. Es el ídolo de los salones de Francia, es amable y galante con las mujeres, pero vanidoso y narcisista como nadie y quiero aprovecharme de su debilidad.
La duquesa, sin apartar la mirada de Mathis, se acomodó en el asiento ajustándose el corpiño a la vez que movía el escote.
–Monsieur Seguret, es el hijo de un primo mío y tiene unos diez años más que vos.
Al oír pronunciar aquel nombre el conde se sobresaltó.
–¿No me digáis que también él estará presente?
–Sí, uno o dos días solamente. Conozco la antipatía que tenéis por Faust Seguret, pero no quiero comentarios por vuestra parte. ¿Lo entendéis? Os hará feliz conocer a la marquesa Sylvie de Morvan, dama de la corte y mujer ingeniosa.
–Un espíritu libre y una mujer particularmente hermosa –subrayó el conde interrumpiendo a la duquesa.
–Monsieur Armançon, respetad a una dama noble como la marquesa de Morvan –exclamó la duquesa fulminando al joven con una mirada. –Continuamos, el vizconde Ignace-Sèverin du Grépon. Es un hombre de una honestidad única, puntilloso, estará allí para cuestionar y criticar al conde Cagliostro. A pesar de su edad, es realmente adverso a ocultistas y magos, la alquimia y las ciencias alternativas le dan miedo, convirtiéndolo en agresivo.
La dama miró fijamente al joven con complicidad, preocupándose por aconsejarle:
–Os sugiero que lo convirtáis en vuestro amigo, de objetar lo menos posible a sus provocaciones y de permanecer neutral. Sed astuto y casi adulador, una fría pero meditada diplomacia es lo que distingue a los hombres sabios.
Cuando acabó de hablar, la duquesa miró fijamente a los ojos al joven.
–¿Qué sucede, conde? Os veo confuso. ¿Las personas que os he nombrado os dan miedo? Todos ellos son, de distinta manera, amigos míos, gracias a mí ya os han aceptado y tendréis la ocasión de haceros conocer y cabe esperar que lo hagáis de la mejor manera.
–Os puedo asegurar que no temo a ninguno de ellos, os temo a vos. Ambos sabemos que tendré problemas para permanecer indiferente a las provocaciones de ese balón inflado que es el barón Seguret y debido a esto os desilusionaré. Nos detestamos mutuamente y estoy seguro de que habrá algunos enfrentamientos entre él y yo.
Después de escuchar las inquietudes del conde, la mujer con un tono suave contradijo a Mathis:
–Vos conocéis perfectamente las sutilezas de la sinceridad y hacéis un buen uso de ella pero conmigo debés tener cuidado. Os estáis justificando por cosas que pensáis hacer, yo no os daré mi aprobación. También yo tengo personas que me desagradan, envidiosos preparados para quitarme de en medio con sus informaciones. En la Corte se vive a diario una competición a veces difícil, se sale adelante gracias a las alianzas y resisten hasta que se consigue la benevolencia de nuestros reyes. Os mando a Saverne por mi cuenta, os estoy confiando un trabajo importante. Necesito el apoyo de Rohan y de Cagliostro, vuestra enemistad con Faust, sinceramente, no me importa nada.
–Perdonad mi egoísmo.
Las excusas del joven conde eran sinceras y la dama suavizó el tono intentando tranquilizar a su protegido:
–Conde, tengo una gran confianza en vos y no es por casualidad que estáis a mi lado desde hace unos años, no me desilusionéis.
Los ojos de la duquesa decían, con su mirada, que sus deseos no podían ser malinterpretados. Mathis estaba obligado a seguir sus órdenes.
Capítulo 1
Durante el viaje hacia Alsacia, Mathis pensó en muchas cosas, sobre todo en la duquesa que le había cambiado la vida y que lo había introducido en Versalles.
El joven conde era consciente de su atractivo, de aquel poder de seducción que el destino le había concedido. El regalo era tangible. Sus ojos y su rostro perfectos le habían abierto muchas puertas.
El conde se dedicó a la lectura, ciertos cuentos lo llevaron más allá de los lugares conocidos. Fantaseaba con la mansión del famoso cardenal. El castillo de la familia Rohan estaba situado un poco antes de la frontera con la antigua Prusia.
El viaje proseguía con paradas y momentos de tranquilidad que permitían al noble quedarse dormido.
Cerca de la pequeña ciudad el conde fue avisado por su guardaespaldas Andràs, sentado al lado del conductor. Faltaba poco tiempo para entrar en la ciudad. El conde, curioso, comenzó a escrutar las construcciones que, poco a poco, se estaban materializando ante sus ojos, al principio casas aisladas, luego cada vez más numerosas hasta llegar a un centro urbano. La carroza llegó hasta las proximidades de una cuesta sobre la que se elevaba una estructura de notables dimensiones. La entrada conducía a un viejo edificio adyacente que, tiempo atrás, era el