Mathis encontró, supervisando los trabajos, al abad Georgel, el vicario general de su Excelencia. El conde fue hacia él mientras lo saludaba con cordialidad buscando su atención. El brazo derecho de Rohan saludó a Mathis demostrando estar disponible.
–Abad, soy el conde Mathis Armançon.
–Os esperábamos, ¿habéis tenido un buen viaje?
–Creo que sí.
El joven, sintiendo curiosidad por los papeles que tenía en la mano el religioso, echó un vistazo a los diseños.
–Son los proyectos del nuevo castillo, todavía hay mucho trabajo que hacer, pero como podéis ver vos mismo se trabaja sin descanso.
Mathis echó una ojeada a la nueva estructura que se entreveía entre los andamios donde los obreros trabajaban a un gran ritmo. El castillo había sido medio destruido, ahora se estaba intentando reconstruir aquella ala que no se había salvado.
El conde se dirigió hacia una mesa que formaba parte del mobiliario que había pertenecido a la mansión, refinada, pero quemada por diversos sitios. Allí, unos cuantos folios habían sido bloqueados con unas piedras.
–Estos son los planos completos –comentó el abad señalando los folios.
–Ya veo pero estoy observando la mesa.
–Estaba en uno de los salones, el fuego la ha desfigurado.
–Pero todavía es útil –Mathis seguía sintiendo curiosidad –Ha debido ser horrible.
–Yo estaba y os puedo asegurar que todavía hoy no consigo olvidar lo que sucedió –Georgel suspiró –Venid, os quiero mostrar algo.
El abad condujo a Mathis hacia un cobertizo cubierto con algunas telas enceradas y con un ademán veloz descubrió los restos de aquella noche. Una pila de utensilios informes, vigas y otros materiales indefinidos. El hombre cogió un poco de tierra y comenzó con su historia:
–La fachada y la parte central estaban iluminadas por llamas altas, lenguas de fuego que salían de las ventanas. Grupos de chispas caían por todas partes mientras que, en el interior del edificio, se escuchaban los derrumbes y ruidos sordos. Estancia tras estancia, local tras local, el fuego había tomado el control. Las paredes caían livianas, las habitaciones, privadas del techo, eran agujeros. Muchos, aquel día, se habían lanzado en medio de aquel infierno para salvar lo que podía ser salvado. Hombres valientes, intoxicados por los vapores mientras sentían aumentar el calor, la piel del rostro encendida, las sienes que latían y la respiración fatigosa: el orgullo de Rohan estaba quemándose, la suntuosa mansión estaba siendo devorada. Tapices valiosos que se enroscaban sobre si mismos, marcos que se quemaban, obras de arte sustraídas para siempre a la atención del mundo.
–¡Dios Míos! –exclamó atemorizado Mathis.
–Sí, y es a Él que hemos devuelto las almas de las víctimas. Hoy queda sólo el castillo alto donde os alojaréis junto con otros huéspedes.
–¿Y el cardenal?
–Su Excelencia se ha retirado al ala posterior de esta zona del edificio salvada de las llamas, destinada a su servidumbre y a las cocinas. En este espacio han sido almacenados todos los objetos que se han librado del incendio.
Conmocionado, Mathis tocó el hombro del religioso despidiéndose apesadumbrado.
Mientras paseaba por el parque, entre los setos geométricos de hoja perenne, reencontró la paz. Entre las espesas hileras de boj enano con los bordes a ras de tierra, intercalados con arbolillos de alheña podados continuamente, encontró el pabellón chino y a lo lejos reconoció el invernadero. Al levantar la vista, desde esa distancia vislumbró la construcción del castillo alto con una torreta que se elevaba sobre toda el área y al lado una iglesia de dimensiones medianas.
Volviendo atrás, Mathis pasó de nuevo por delante del edificio. La mirada recayó sobre trozos de vigas y sobre los muros ennegrecidos mientras que una camarera lo recibió con amabilidad y una reverencia.
–Bienvenido, conde, por favor seguidme a vuestros aposentos.
El noble aceptó la invitación de buen grado y en silencio recorrió los largos pasillos, advirtiendo un especie de soledad que pesaba sobre aquellos muros.
–Señor conde, estas son vuestras estancias. La cena está prevista para las siete en el salón de los querubines que se encuentra en la planta baja.
Con aquellas palabras la muchacha se despidió de Mathis.
El joven le dio las gracias con poco entusiasmo, luego, observando la habitación admiró el mobiliario. Cansado del viaje se dejó caer sobre el lecho. Mientras los ojos contemplaban el horizonte pintado en el cuadro enfrente de la cama, el sueño le ganó la batalla a los pensamientos de la misión que le había encargado su duquesa.
Antes de las siete, el joven aristócrata, estaba ya en el salón de los querubines.
Dos señoras: madame de Morvan, la noble nombrada por la duquesa Flavienne y otra dama desconocida, estaban hablando amablemente.
–Mathis, bienvenido entre nosotros –el saludo de Sylvie de Morvan fue alegre y amigable.
La marquesa, de mediana edad, era fascinante y propicia a pensamientos amables, incluso con alguna que otra arruga bien mantenida podía rivalizar con mujeres más jóvenes. Su presencia servía de apoyo a Mathis.
El joven hizo una reverencia a ambas damas esperando ser presentado.
–Conde Armançon, os presento a la condesa Cagliostro.
–Os conozco de algunas historias y lo más interesante es que todas las habladurías os describen como muy hermoso, y lo sois.
–Señora, la mujer de un gran hombre es por fuerza una mujer excepcional –replicó Mathis engreído por la apreciación. –La descripción que hace de vos Giacomo Casanova es la pura verdad.
La mujer sonrió graciosamente cubriéndose una parte del rostro con el abanico.
Seraphina Cagliostro tenía 27 años: la cabellera dorada, los ojos azul claro y las largas cejas resaltaban sobre un rostro de rasgos amables. Las formas generosas la convertían en apetecible.
–¿Vuestro marido está ahora en el castillo? –preguntó el conde.
–Está pero no se deja ver… siempre así, cada vez que se llega a un lugar nuevo, su preocupación es la de encerrarse en el laboratorio a trabajar. Sinceramente, no sé si conseguiréis conocerlo, su vida mundana es muy reducida.
El cardenal, acompañado por otro huésped, entró riendo por varias tonterías. El joven aristócrata, con una gran sonrisa, se acercó al Príncipe de la Iglesia que le tendía la mano, exhibiendo su anillo cardenalicio. Mathis, en señal de devoción, se inclinó para besar el zafiro.
–Conde Armançon, por fin habéis llegado –exclamó monsieur de Rohan.
–Sí, Eminencia, pero con un poco de retraso.
–Perfecto, perfecto… quiero presentaros al vizconde Ignace-Sèverin du Grépon. Ya veo que os habéis familiarizado con las otras señoras, por lo tanto demos comienzo a la cena –pontificó Su Eminencia.
Rohan caminó hacia el salón invitando a sus amigos a sentarse a la mesa.
La servidumbre puso sobre la mesa una gran cantidad de botellas y bandejas rebosantes de caza y verduras, mientras que encima de un alambicado mueble rococó desplegaban crostate d’albicoche2 , dulces de pasta de almendra recubiertos de chocolate espeso y fruta exótica, una visión golosa para los invitados. A la cabeza de aquella mesa rectangular, el dueño de la casa estaba