Habiéndose despertado pronto Mathis se dio cuenta de que era el único huésped despierto en todo el castillo. Decidió no tomar el desayuno solo e investigar los alrededores de la residencia. Observó los altísimos abetos plantados a los lados y las fontanelas dispuestas simétricamente en los jardines.
El joven conde fue hasta los límites del parque y, transcurrida una buena hora paseando, decidió volver a entrar en la mansión. Se dirigió hacia la estancia a la derecha de la entrada, de donde provenían las voces familiares de los otros nobles. En la mesa el anciano vizconde y la marquesa de Morvan estaban desayunando.
El primero estaba ocupado tomándose un té mientras que la dama tenía en la mano un plato de dulces, ésta, al ver entrar a Mathis, le dijo:
―Buenos días, conde. Sed amable conmigo, echadme un poco de té, agradecería incluso el mismo que está saboreando el vizconde.
El conde fue hacia una consola y sirvió a Sylvie.
―Buenos días, vizconde, ¿a vos en que os puedo servir? ―dijo risueño Mathis volviéndose al anciano noble que no lo había saludado.
―En nada ―respondió du Grépon.
El conde Mathis, hambriento, volvió a la consola rebosante de manjares y se sirvió. Después de prepararse un plato se sentó al lado de la marquesa y la mujer comenzó a hablar:
―¿Habéis dormido bien, conde?
―Magníficamente, marquesa.
―¿Habéis dormido solo? ¿Ninguna condesa os ha visitado?
―¡No! ¿Qué queréis decir, señora? ―el joven estaba desconcertado.
―A la condesa de Cagliostro no le habéis sido indiferente ayer, y se sabe que es una buena potranca.
Ante aquel descaro de la marquesa, el vizconde, que estaba saboreando su té, tragó por el sitio equivocado, casi ahogándose.
―Ignace, ¿va todo bien? ―exclamó la noble preocupada.
El vizconde tosió e hizo una señal afirmativa con la cabeza intentando recuperarse.
―Marquesa, ¿conocéis bien a la condesa? ―preguntó Mathis todavía confundido por la broma de la mujer noble.
―No, pero sus modales son de dominio público, como también las del maleducado de su consorte que ni siquiera se ha dignado a dejarse ver, ni trasmitir sus saludos.
―Por lo que he entendido, el conde Cagliostro es una persona muy atareada, tanto que no tiene tiempo para la vida social. Él mismo es consciente de su don y de lo que tiene que hacer, actúa por el bien común.
Placenteramente sorprendida por las palabras de Mathis, la dama replicó:
―Os veo muy apasionado defendiendo al siciliano, ¿estáis seguro de que vale la pena?
―Sabed, amada marquesa, ante los prodigios que él ha producido yo no puedo hacer otra cosa que creerle. De otro modo, ¿cómo podría juzgar a un hombre así sin caer en una irreverente arbitrariedad?
El vizconde du Grépon tomó al vuelo la ocasión para echar leña al fuego:
―Yo, señores, sostengo que además de ser un bufón, es de esos que se pavonean.
―Efectivamente, es un hombre muy extraño, pero hay testigos de sus empresas cumplidas con éxito ―continuó con su defensa Mathis.
―Jovencito, dada vuestra edad, no estáis todavía acostumbrado a ciertos sujetos que engañan a las personas de buena fe acuden a él ―replicó con pasión el noble Ignaze-Séverin ―En Londres ha estado implicado en el escándalo de los números de la lotería al persuadir a una burguesa acomodada para que le diese sus joyas. Ni siquiera hace dos años, Catalina de Rusia, a pesar de no conocerlo, le anticipó el dinero que sabía que le sacaría con sus artimañas. Vive como un rajá pero ningún banquero le ha hecho pagar nunca una letra de cambio o dado una bolsa de dinero.
―Vos, vizconde, según me parece, sois su mayor detractor, no sólo por el hecho de que conocéis anécdotas espinosas sobre su vida ―puntualizó Mathis.
―Es necesario saber de todo de los propios enemigos para poder desafiarlos ―concluyó el vizconde.
La marquesa se unió a su amigo:
―También yo tengo información sobre el siciliano.
Aquella afirmación capturó la atención del joven conde:
―En Varsovia, parece ser que ha sido bien acogido por el príncipe Poniski.
Interrumpiéndola, el vizconde dijo:
―Madame, esto fue porque el heredero al trono es un apasionado de la alquimia. Cagliostro en ese país ha encontrado un inocentón de rango, ideal para sus fines. Por no hablar también de otros poderosos de Europa, gente que ha creído en sus charlatanerías de vendedor de sueños.
―Amigos, os lo ruego, todos los hombres comenten errores, intentemos permanecer indiferentes a las noticias con respecto a este científico y juzguémoslo sólo después de haberlo conocido ―concluyó Mathis, harto de los prejuicios.
―¡Conde! Me asombráis, sois prudente y posibilista, estoy complacida ―la noble dama se puso seria y dispuesta a polemizar ―pero, ¿estáis seguro de que no sea un jactancioso y presuntuoso hombrecillo que se beneficia de una inesperada buena suerte?
―Podría ser, pero quiero conocerlo.
―Conde, vuelvo a repetir que vuestra ingenuidad es debida a vuestra edad. Haced caso de la experiencia, yo y la marquesa somos personas de mundo y sabemos reconocer a los malhechores y aquí, con Rohan, tenemos a uno de la peor especie.
―Por vos, vizconde, albergo una gran estima y estaré dispuesto a honraros en el momento en que consigáis desenmascarar a Cagliostro pero, por el momento, permanezco en zona neutral.
―El vil huye de la confrontación, si sólo pudiese debatir con él, estoy convencido que callaría a ese embaucador ―continuó hablando el vizconde seguro de sus intenciones.
―Estoy convencida que lo conseguiréis y yo os daré mi apoyo ―afirmó con decisión la marquesa de Morvan sonriendo al amigo vizconde.
La ausencia de Cagliostro alimentaba las discusiones acerca de él, financiando aquella máquina de maledicencia que ahora ya se había puesto en marcha contra él. El vizconde, el peor de sus detractores, no hacía otra cosa que echar descrédito y desprecio sobre el alquimista y también la marquesa hacía sus críticas, aunque estas resultaban más sosegadas, a pesar de ser igualmente calumniosas. Ambos nobles se habían unido en una guerra sin cuartel contra el conde Cagliostro, defendido solamente por su amigo Rohan, máximo admirador y su obediente discípulo.
El Príncipe de la Iglesia Rohan, después de haber concedido audiencia toda la mañana y disertado en la mesa con sus apreciados huéspedes, organizó un pequeño concierto para ellos por la tarde. La jornada soleada consintió que se desarrollase el acontecimiento en el gran quiosco del parque. Los aristócratas se prepararon para escuchar al clavicémbalo a una famosa concertista vienesa.
La agradable temperatura era adecuada para que las damas mostrasen sus escotes, luciendo cada una sus propios encantos.
La condesa Seraphina se unió a los otros convidados bastante tarde. Su exigencia de aparentar le imponía una larga preparación. Su traje había sido traído desde Italia, confeccionado con un tejido veneciano con referencias a la Serenísima y a su grandiosidad. Por otra parte, Casanova era su estimado admirador. Valiosas eran sus joyas, un feliz homenaje a su famoso marido que se enorgullecía de haberlas creado él mismo.
El vizconde saludó a la recién llegada y tomó la palabra:
―Queridísima condesa, ¿dónde habéis encerrado a vuestro consorte? Me convertiré en vuestro cuidadoso guardián.
―¡Ja,