―El Papa quiere respuestas a sus dudas y nosotros se las suministraremos, pero con mis condiciones. Esa mujer debe ser convertida a mi causa, de cualquier manera.
―Confiad en mí, monsieur, estaré a la altura de la misión que me estáis pidiendo ―afirmó categórico el joven sosteniendo la mirada de su interlocutor.
Los ojos de Cagliostro eran insondables, él estaba decidido, aquella expresión fría asombró a Mathis.
―Conde Armançon, vuestra presencia aquí es un privilegio. Mi atención es un beneficio, si sabéis interpretar mis deseos, obtendréis una ventaja impensable.
―Palabras sagradas, miradme ―exclamó el cardinal orgulloso de su puesto al lado del mago.
―Dicho esto, sois libre. Si, sin embargo, queréis permanecer aquí y observar mi obra, hacedlo.
Mathis se quedó en muda contemplación delante de una damajuana. Pero la curiosidad lo empujó a hacer una pregunta:
―¿Qué habéis preparado?
―Vino egipcio. Será servido en la cena en honor de la enviada del Papa.
―Es muy especiado ―exclamó Mathis al olerlo profundamente.
―El sabor de la canela y de la nuez moscada es dulce y exótico y mitiga el más picante de la cúrcuma zedoaria. El cardamomo y el jazmín completan este precioso néctar.
―Parece delicioso.
El cumplido del joven alegró al alquimista.
―Conquistaré a la papista.
―¿Por qué el Papa os ha mandado a una espía?
―¡Me teme!
―¿Os teme a vos o tiene miedo de vuestra influencia sobre los otros?
―Para él soy el demonio. El éxito de mis experimentos lo aterroriza. En el pasado mi nombre era susurrado, ahora ya muchos lo gritan. Muchos poderosos de Europa se enorgullecen de mi amistad.
―Sois codiciado.
―Así me parece.
Mathis se movía en el laboratorio pasando delante de distintas retortas humeantes. Los olores eran intensos, el aire estaba viciado.
Cagliostro sacó de una carpeta de cuero unos folios. Eran pedidos de clientes. El conde intentó echar un vistazo, a lo mejor entre tantos habría podido encontrar a algún personaje muy importante.
―Por lo que parece tenéis mucho trabajo.
―Son tantos los que vienen, éste, por ejemplo, es vuestro tío Nicolas Armançon.
―¿Ah, sí? ¿Qué os ha pedido? Si es lícito...
―Mis famosas gotas amarillas.
―¿Qué beneficio aportan?
―Preservan del contagio, es un antídoto.
―Tan sólo puedo imaginar el uso que pueda hacer de él ―replicó conmocionado Mathis que no soportaba muy bien al tío. ―Si me permitís… vuestra riqueza es debida también a estas innumerables peticiones, aparte de a la transmutación del oro.
―En parte es verdad, pero mi tesoro son mis valiosos libros.
Mathis miró a su alrededor y asintió.
―También Pío VI querría meter en ella sus manos. Algunos son piezas únicas, imposibles de encontrar. Algunos ya han intentado sustraérmelos.
―¿Cuál es el que más apreciáis?
―Me gustan todos, pero… ―mientras se movió buscando un texto particular Cagliostro retiró mucho polvo ―Este es el que busca Pío VI.
Mathis cogió de las manos de Cagliostro un libro de medianas dimensiones.
―¿Sceptical chymist de Robert Boyle?
―Sí, el detractor de Paracelso. Ojeadlo y admiraros.
El joven conde atendió a la orden. Comenzó con curiosidad a pasar las páginas del libro publicado en el 1661. Valioso pero apestoso.
Hacia la mitad descubrió un tesoro. El interior del libro guardaba diversas monedas de oro. Apiladas unas sobre otras, encajadas en cinco agujeros hechos en el interior de las páginas.
―Estos son algunos de los florines de oro del banquero de Dios, Giovanni XXII, que hace más de cuatrocientos años, ha condenado la alquimia y producido víctimas ilustres. Sustrayendo a ellos textos raros ha cedido a continuación él mismo a los poderes de esta magia. Con unos pocos hombres, en gran secreto, ha creado doscientas barras de oro de un quintal cada una, transformándolas a continuación en dieciocho millones de florines de oro. Hoy en día, para la Iglesia, este experimento de Giovanni XXII no es un orgullo. Pío VI sabe que conservo las pruebas de la avaricia del pontífice.
―Así que, ¿la papista que viene hacia aquí, lo está haciendo para entrar en posesión de este tesoro?
―No lo puedo excluir.
―Sois realmente una amenaza para la Iglesia.
Celosamente Cagliostro volvió a coger el libro. Lo volvió a cerrar y dijo a Mathis de manera despótica:
―Ya os he dicho demasiado ―hizo una breve pausa y continuó molesto ―por lo que respecta a las pociones y a las pastillas ordenadas por vuestra duquesa, estarán listas antes de que partáis.
―Perfecto ―asintió Mathis, continuando con una petición ―os quería preguntar si entre vuestros compuestos tenéis también alguno que sea irritante para la piel humana.
―Nada más fácil, os la pondré en la orden de la duquesa ―le aseguró Alessandro.
El joven noble insistió:
―Sinceramente, lo necesitaría esta noche.
A Mathis se la había ocurrido una bienvenida especial para el barón de Seguret que llegaría al castillo durante la noche.
―Puedo intuir vuestras intenciones pero no quiero saber más.
―¿Satisfaréis mi petición?
―Secundaré vuestro deseo de manera discreta. Pero, visto que estáis más interesado en las bromas que en la ciencia, preferiría que me dejarais a solas con Rohan, el trabajo nos tendrá ocupados toda la tarde ―la orden de Cagliostro era categórica.
Mathis hizo una reverencia a los dos hombres y mientras salía, con cuidado de no dejarse ver, se acercó de nuevo a los libros y con rapidez de ladrón cogió un volumen y desapareció.
Aquella noche a los huéspedes se les sirvió la cena en la habitación. El vizconde du Grépon se estaba recuperando de la encendida confrontación que había tenido con Cagliostro y Rohan. La condesa Seraphina tenía una fuerte migraña y la marquesa de Morvan debía escribir unas cuantas cartas.
Mathis se echó sobre la cama y cogió el volumen sustraído en la cueva del alquimista hojeándolo con curiosidad. Inscrutabile Divinae era el titulo impreso sobre el pequeño libro. Al abrirlo pegó un bote, era la encíclica del Papa Pio VI del 25 de diciembre de 1775 contra la nueva filosofía de la Ilustración.
Las páginas estaban llevas de apuntes injuriosos, de viñetas satíricas y de comentarios ultrajantes contra el pontífice. El joven conde tenía entre las manos la prueba que la marquesa de Morvan le había pedido que le suministrase, aquella contra Cagliostro que le permitía difamarlo de manera irreparable.
Con la mirada perdida en el vacío, soñaba. Llamaron a la puerta. Olga, la camarera, entró, ayudada por Andràs, con la rica cena. Mathis escondió el librito debajo de la almohada y dio las gracias por el servicio prestado. El fiel matón al salir le dio la ampolla con la sustancia urticante que había ordenado.
Más tarde, con la preciosa botellita en el bolsillo,