Una tarde, tenía poco más de tres años, estaban todos sentados alrededor de la mesa para cenar. La cocina estaba bien iluminada y calentada por el fuego de la gran chimenea. La habitación se comunicaba con un amplio vestíbulo oscuro en el fondo del cual había una puerta de entrada de la casa y a mitad del pasillo la escalera llevaba a las habitaciones de arriba. Todos estaban en torno a la mesa. La niña, silenciosa como de costumbre, estaba sentada con la espalda vuelta hacia la entrada. De repente emitió un grito y bajó de la silla.
–¿Qué pasa? ¿Qué sucede?
Giovanni la cogió enseguida en los brazos aterrado mientras que ella continuaba gritando aferrada al cuello del padre.
–¿Qué has visto?
Corrieron todos a la entrada. Todo estaba tranquilo.
–No hay nada, mira, no hay nada, ¿ves?
La estancia iluminada estaba vacía.
Se esforzaron en estar cerca de ella y consolarla, para convencerla de que no había sucedido nada y nada podía ocurrir. No atendía a razones y continuaba temblando y llorando desconsolada por aquella sombra que había aparecido de repente en su alma. Luego, cuando se dio cuenta de que muchos, demasiados, compartían su inquietud, se liberó del abrazo del padre, se sentó tranquilamente en su puesto y continuó comiendo dejándolos a todos asombrados porque, sin utilizar las palabras que todavía no sabía, con su comportamiento compuesto y silencioso parecía decir a todos Perdonadme y no os preocupéis, esto son cosas mías y ya me ocupo yo. Ahora, os pido que me ignoréis.
Nunca había tenido problemas con la madre. Intuía su actitud y no quería contradecirla. De ella poseía, la aparente y natural tranquilidad de modales y el dominio de sus emociones, pero también la profunda certeza de su comportamiento, fruto de elecciones meditadas con la consciencia de deber asumir las consecuencias. Eran, en el carácter, muy parecidas, pero nunca le había mostrado una particular adhesión, como si de ella hubiese recibido todo desde el momento del nacimiento y entre ellas no hubiese nada más que descubrir.
Fascinada por el padre, sus ojos se iluminaban con una profunda emoción cuando lo veía, feliz de poder estar sobre sus rodillas o sobre sus hombros, casi tan alta como para dominar el mundo.
–Cláclá, ven aquí –le decía él por la noche antes de ir a la mesa. Y mientras las mujeres acababan de preparar la cena, en invierno, cerca de la chimenea, entre los aromas familiares que se confundían en la casa al final de la jornada, o en verano, debajo del porche en que se mezclaban los olores de la tierra y los de los animales, Giovanni la ponía a caballito sobre sus piernas y la hacía volar, sostenida por las fuertes manos de él.
–¡Oplá, oplá!
Eran raros los momentos en que se la sentía reír fuerte. Cuando, al final del juego, después del último vuelo, el más alto, él la tomaba en brazos, casi sin aliento, olfateaba profundamente el olor de su chaqueta de trabajo y la risa permanecía durante mucho tiempo en sus ojos.
A su fiesta se unía también Antonio, pero no se divertía tanto como ella. En ciertos momentos sentía que era casi un intruso y, advirtiendo un ligero malestar, se alejaba para volver a sus ocupaciones anteriores o para hacer de espectador de sus diversiones. Giovanni, al pasar a su lado, le acariciaba la cabeza o le cogía el mentón entre los dedos y lo movía con vigor. –¡Eh, jovencito! –decía.
Antonio, Antonino, no tenía el carácter de la hermana. Vivía su infancia de manera más tranquila mirando a su alrededor con más incertidumbre, buscando consuelo en las atenciones que le prodigaban su madre y sus tías. Aunque Clara tenía dos años menos, cuando estaban juntos era ella la que tomaba las decisiones y él, de buena gana, se sometía, sin mucha resistencia.
Era la niña la que mandaba en sus juegos.
–Hacemos como que tú eres el papá, llegas a caballo y yo te preparo la cena. Imaginemos que este es mi jardín y tu me vienes a buscar…
Antonino seguía las indicaciones, contento de estar en su compañía sin que surgiesen peleas. Físicamente, más menudo que la hermana, tenía unos grandes ojos oscuros, a veces un poco temerosos, que miraban a su alrededor felices de poder recibir el consenso de la familia. Dócil y reservado, no ponía barreras entre sus peticiones de afecto y el deseo de los adultos de concedérselo. Se dejaba querer sin complicaciones.
Por la madre sentía una auténtica adoración, ampliamente correspondida por ella. Cuando estaban juntos Giulia salía de su reserva y los ojos, más bien severos, sólo a él reservaban destellos de infinita dulzura.
Con el padre no estaba nunca completamente cómodo. A pesar de que Giovanni no fuese un hombre rudo, se sentía un poco atemorizado por su presencia y se refugiaba, con mayor facilidad, entre los brazos de la mujeres de la casa.
Con tres años de diferencia nacieron los gemelos : Agnese y Luciano.
Para Giulia, los últimos meses del nuevo embarazo, fueron un auténtico tormento: la panza se había convertido en enorme y aquel fue uno de los veranos más calurosos y más largos de los últimos años. Tenía las piernas siempre hinchadas y le costaba mucho moverse. Ada y María intentaban que reposase lo más posible y estaban secretamente felices de poder sustituirla incluso en su rol de madre. A pesar de que Giulia no se lamentaba demasiado todos estaban preocupados por ella. Giovanni, sobre todo en los últimos tiempos, volvía a casa a mitad de la mañana o durante las primeras horas de la tarde para preguntar cómo se sentía. A menudo la encontraba tumbada en la cama, en la penumbra de su dormitorio, apoyada en dos almohadas para intentar respirar con menos dificultad.
Cuando finalmente llegó el día del parto, el 18 de septiembre, el doctor Marinucci no la dejó ni un momento y durante toda la noche siguió el parto con preocupación.
A las diez de la mañana nacieron los dos gemelos: pequeños y violáceos, mostraban las señales del difícil parto y parecían demasiado débiles, pero la niña comenzó a llorar de manera decidida y se calmó enseguida cuando la acercaron al seno, succionando con inesperada energía la leche materna. El pequeño, en cambio, se cansaba muy pronto y sus comidas eran muy largas y agotadoras. En cuanto fue posible sus tías comenzaron a preparar para él las papillas de leche, azúcar y aceite, que pudiesen añadirse a su alimentación y dejar reposar a la madre, exhausta por una lactancia que se prolongaba durante horas.
Superados los primeros meses Agnese se convirtió en una niña robusta y hambrienta, muy semejante al padre en su físico vigoroso.
Giulia, por su parte, después de los primeros días de enorme cansancio, fue feliz al sentirse liberada de aquel peso que le impedía moverse y, a pesar de todo el trabajo, en poco tiempo volvió a estar serena y a redescubrir la alegría de ocuparse de la familia. Las tías ahora eran indispensables para la marcha de la casa. Cada una de ellas, finalmente, había encontrado su papel en el engranaje haciendo de esta manera que desapareciese toda tensión subterránea.
El médico había desaconsejado nuevos embarazos y entre los dos cónyuges no se habló más de tener otros niños.
Capítulo II Mayo de 1915
Giulia, como cada mañana, se levantó pronto, incluso antes de que amaneciese. Le gustaba moverse por la casa silenciosa, en camisón, con los cabellos recogidos en una trenza desaliñada. Gozaba con aquellos pocos instantes de soledad, parada delante de la ventana que daba al largo camino arbolado, con la luz que comenzaba a filtrarse y prometía el sol de mayo. Ordenaba de esta manera sus pensamientos antes de cerrarlos en un cajón secreto del que no sabía si durante la jornada de trabajo tendría tiempo para hacerlos salir.
Con cuidado de no despertar a nadie, con gestos medidos, preparaba el fuego en la cocina al lado de la gran chimenea y comenzaba a calentar la leche para todos.
–¿Ya levantada?
La voz de Giovanni, casi en un susurro, no la cogía de sorpresa. Lo esperaba. Era de esta manera todas las mañanas. Las palabras eran