Contentar al demonio. Eleanor Rigby. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Eleanor Rigby
Издательство: Bookwire
Серия: Desde Miami con amor
Жанр произведения: Книги для детей: прочее
Год издания: 0
isbn: 9788418013379
Скачать книгу
toda la planta. A Marc le iba toda clase de mujer exótica. No fue raro que se la quedara mirando durante todo su paseo.

      Era la mujer más guapa del mundo. Una diosa de ébano, como la llamaba su amigo Wentworth: alta, estilizada, de boca grande y labios gruesos, melena densa y ojos expresivos. Un recuerdo de la Naomi Campbell de los noventa. Vestía de manera favorecedora y era educada, agradable y divertida. Marc aún no había conseguido verle un solo defecto, a no ser que la timidez y la inseguridad pudieran contar como tales. En su humilde opinión, que no se tuviera creído su encanto, se lo añadía el doble.

      Oyó el suspiro de Jesse cuando Victoria ya había cruzado media pasarela. Para aquella mujer eran pasarelas, no pasillos.

      —No la voy a superar nunca —murmuró Jesse—. Nunca.

      —Es lo más razonable que te he oído decir en tu vida.

      —Lo sé. Es que es imposible, ¿verdad? Ella es perfecta.

      —Nick siempre dice que la perfección, como la belleza, está en los ojos de quien la mira. Y teniendo en cuenta que los hombres cambiamos mucho las perspectivas, quién sabe. Algún día podría parecerte desagradable a la vista.

      Jesse lo miró como si hubiese dicho una gilipollez. La había dicho, no se iba a esconder.

      —Pues ese día no es hoy. —Fue lo último que masculló, antes de que Victoria entrase con una sonrisa trémula.

      Marc salió de la reunión cuarenta y cinco minutos después, tan psicológicamente exhausto que le entraron ganas de meterse en la cama y dormir durante días. No había sido, ni de lejos, el peor caso asignado; empezando porque sabía a lo que se enfrentaba, conocía a las dos personas involucradas y él mismo había decidido —condicionado por la lealtad filial— hacer de mediador. Sin embargo, y justo por esos motivos, había resultado terrible. Ver a su hermano, al que tenía como un ejemplo de buena persona y a quien siempre deseó parecerse, suplicándole a Victoria que se lo pensara dos veces... Fue desgarrador. Y más todavía cuando las lágrimas venían tanto de una parte como de la otra. Victoria no sabía ya cómo negarse sin que se notara que le estaba doliendo.

      No se consideraba ningún sentimental. No buscaba emocionarse con nada y, cuando el corazón estaba cerrado a ese tipo de contactos, era difícil dejar una huella. Apenas veía películas, hacía años que no tocaba un libro por voluntad, jamás se había relacionado sentimentalmente con una mujer, y la única persona a la que quería tanto que no podía disimularlo falleció cuando entraba en la adolescencia. Partiendo de ahí, quedaba claro que no tenía mucha experiencia como ser emocional y era difícil arrancarle un atisbo de compasión. Pero lo que había ocurrido allí dentro fue devastador.

      En el sentido práctico estuvo relajado desde el principio. Nada de peleas por quién se quedaba la casa, o quién se adueñaba del perro. Pactaron la separación de bienes antes de casarse, no tenían hijos, apenas habían adquirido nada a nombre de los dos —salvo el animal— y ambos estaban dispuestos a ceder lo que el otro necesitara. Con la tontería, pareció una guerra de enamorados de «quédatelo tú»; «no, quédatelo tú» que en un determinado punto le puso bastante nervioso. Pero después de abandonar la cuestión material, y cuando hubieron quedado establecidas las características de la separación, fue cuando vino la charla cargada de sentimiento.

      Jesse era un Miranda y eso significa que seguía una regla de oro principal, la que el padre de los tres les metió en la cabeza por activa y por pasiva. Prohibido llorar. Los hombres no lloraban. Pues bien... Se había cargado esa norma, y se había cargado también el humor de Marc. Él siempre lo decía. Muy pocas cosas podían frustrarlo. Solo determinados recuerdos y ver llorar a su hermano mediano.

      Por esa razón, y porque se le había acabado la última estilográfica con tinta color cobalto —y debían ser de esa marca, de ese color—, salió del edificio cinco minutos después del cese para dar una vuelta por los pequeños negocios cercanos. Sabía que eso solo era contraproducente. Cuando algo le afectaba, necesitaba ponerse automáticamente a hacer otras cosas. Se llenaba de trabajo hasta olvidar qué le estuvo preocupando. Y servía, porque además de tener una voluntad de hierro y estar lleno de energía inacabable, era de pensamiento acelerado y las ideas no se le agotaban. Por eso pasaba el día trabajando, inventando y añorando el éxito.

      Lamentablemente, ese era solo uno de sus dos estados. El segundo, el que no siempre era desencadenado por algún motivo, se contraponía a esa fuerte exaltación y ansia de superación personal. Estaba caracterizado por el ánimo irritable, las pocas ganas de comer y la continua sensación de ser inútil, odio a sí mismo y, sobre todo, de que nada de lo que estuviera haciendo tenía ningún sentido. Ese estado podía asaltarle en cualquier momento del día, sin que él pudiese prevenirlo. Al menos había aprendido a disimularlo.

      En ese momento se sentía así. Inservible. Uno más. Alguien incapaz de conseguir algo tan sencillo como aliviar la tristeza de su hermano, o la de su cuñada, a la que también tenía aprecio. Era una suerte que no hubiese decidido estudiar leyes para rescatar a los malamente acusados y castigar a los malos, o se sentiría más patético aún.

      Se paró delante de la librería en la que solía comprar sus estilográficas específicas. Era un sitio enorme donde le gustaba pasar las horas, aunque luego no fuese a adquirir nada. Todo lo que tuviese que ver con libros o con herramientas de papelería le encantaba. Su madre adoraba todas las estupideces que estaban expuestas en la vitrina. Pequeñas libretas con portadas de colores brillantes, estuches de bolígrafos de gel, la tinta china... Se tomaba tan a pecho la tarea de escribir, que había decidido conservar todos los blocs emborronados con pentagramas y composiciones al azar. Marc se preguntaba si los que compraban esas libretas tan bonitas las rellenaban con contenido al nivel, justo como la última señora Miranda.

      Estaba curioseando el escaparate, cuando una melena negra captó su atención, no muy lejos de donde tenía puestos los ojos. La reconoció enseguida gracias a la nitidez de la cristalera. Pudo quedarse mirándola hasta cerciorarse de que era ella. Estaba absorta en el contenido del libro que sujetaba.

      Marc se acercó un poco más hasta pegar la nariz al cristal. No la había visto en la última semana porque su reunión más próxima era a finales de la siguiente, y no se le ocurrió ninguna excusa decente para molestarla. Tampoco se veía estable o preparado para hacerlo. Necesitaba estar de un humor concreto para impresionar a una mujer; no podía presentarse delante de ella, la más importante de todas por su relevancia frente al caso, con la melancolía que arrastraba o con un estado de ánimo irritable. O eso se había estado diciendo, cuando la verdad era que Aiko era un ejemplo de persona que no sabía cómo tratar, porque le rompía todos los esquemas. El abrazo que le dio, unido a la alabanza de su supuesta valentía, no pudieron estar calculados. Debió improvisarlos. Y la idea que tenía de ella no se correspondía con la de alguien capaz de componer en el acto una muestra de cariño. Menos una como esa...

      Bah, podría no haber sido especial. Tal vez abrazaba a todo el mundo, pero él no podía recordar la última vez que alguien se había saltado su regla básica del espacio vital para confortarlo. Jesse era el único al que abrazaba, y porque se ponía tan pesado con sus repetitivos «¿un abracito? ¿Sí? ¿Un abracito? Veeeenga» que no le quedaba otro remedio si no quería acabar con jaquecas.

      Maldita fuera, ese gesto le había sacado de sus casillas en el momento, y aún una semana después le tenía pensando. Esas cosas se avisaban, joder. Necesitaba preparación física y psicológica para devolverle el abrazo a alguien y no parecer Robocop.

      Sacó el móvil de los pantalones. Iba siendo hora de seguir haciéndose su amigo, ya que tenía un momento libre y ella estaba adorable con un vestido corto blanco. Le apetecía verlo de cerca, y si podía ser, tocarlo también. Pero como amigo, ¿eh?

      Aprovechó que tenía su correo electrónico para teclear algo en un e-mail nuevo. Esperaba que siguiera las últimas tendencias y tuviera descargada la aplicación.

      De: Marc Miranda

      Para: Aiko Sandoval

      Asunto: