– Treinta pesos convertibles – le dio a conocer “El Che”.
– Es poco – la puta balanceó negativamente la cabeza – ¡Cuarenta!
– En el hotel hay aún – lo reconoció de pocas ganas el imitador.
– ¿Estás con carro? – ¡Que pregunta estúpida, cómo el huésped de un hotel de dos estrellas puede tener un coche! – Bien, habrá que tomar un taxi hasta el hotel. Te esperaré en el coche. En Cárdenas tengo una casa. Eso requerirá de ti quince pesos más. ¿De acuerdo?
El argentino se puso a fumar un “Cohíba”, imitando así un ataque de asma. Luego, mostrando una fila alineada de dientes blancos, expresó:
– ¡Forever!
– Hoy tendré que follar con un loco – comentó el caso la muchacha Yoslaine.
El proxeneta hizo salir a la chica, y a un viejo conocido, que estaba a la salida, le entregó un peso arrugado. El taxista taciturno con una impenetrable cara de confidente precisó la dirección del punto de destino. La verdad es que cuando el chófer vio al argentino con la imagen del Che comprendió que esta situación no huele a propina. Tales idiotas pagan de acuerdo a las indicaciones del taxímetro. La chica ya había empujado al Che en el salón y estaba dispuesta a zambullirse en él. Lázaro la paró.
– ¡¿Y mis diez?! – mantenía fuertemente el asa de la portezuela.
– Lo dejamos para después – intentó deslizarse la moza.
– ¡Eso no estaba así acordado! – estando ya a punto de gritar, refunfuñó Lázaro.
– OK. Dame, por favor, diez convertibles a cuenta de mi honorario – se dirigió ella al argentino. Aquel no pudo extraer inmediatamente del bolsillo trasero del pantalón el billete arrugado y se lo entregó a la doncella.
Yoslaine descontenta le alargó el dinero a su guía, y despidiéndose le regaló una mirada despreciativa.
Lázaro tomó lo suyo, echó una risita nerviosa con la esquina de la boca, e invitó a la señora al salón con un gesto de comediante con el fin de golpear demostrativamente la portezuela.
Todo fue así. Golpeó con la portezuela y arrimó el billete arrugado a la nariz. Por lo visto, quería una vez más cerciorarse de que el dinero, sin embargo, huele. En ese dulce momento una mano velluda, aplicando un brusco movimiento, arrancó el muy arrugadísimo billete debajo del órgano olfatorio de Lázaro.
“¡Diablo!” – maldijo a todo el mundo el jinetero desgraciado, concibiendo que le está tocando el brazo una mano fuerte y pesada, la del morrocotudo teniente Manuel Murillo. Este había sido puesto a vigilar al ex barman después de la prisión. Junto con el sargento Esteban de Mendoza los dos eran un par de policías conocidos en el distrito, a los cuales los llamaban Grande y Pequeño. Estos sobrenombres eran los más neutrales de todos los apodos y motes, los cuales servían para denominarlos a sus espaldas.
– ¡Hasta cuánto puede jugar uno! – soltó con amenaza el teniente corpulento.
A Yoslaine y al mariquita infortunado, haciendo la imagen de héroe, lo estaba sacudiendo fuertemente el colega del teniente, el paticorto sargento Mendoza, cuyo sobrenombre más injurioso era la palabra “baño”. Si pasaba a visitar a alguien, Mendoza ante todo preguntaba dónde se encuentra el cuarto de baño. Todos sin excepción comprendían que en el caso dado estaba buscando un retrete – el sargento padecía de los riñones, cargado con urocistitis y hemorroides, con añadidura. En cuanto a los detenidos siempre apuraba los asuntos, era una cosa hecha a la represión y muy concreto, dando el precio para obtener la indulgencia para esta.
– Veinte – no le cedía a la chica, al mismo tiempo convencía al argentino, que había usurpado la imagen del Che, que en lo que se refiere a él no tenía ningunas pretensiones y, además, no dudaba que los veinte convertibles tendría que darlos el turista. Si no, a la palomilla nocturna de largas pernas la ha de acompañar al departamento el pernicorto guardador de la ley.
Sea como sea, el pseudo Che se despidió del último billete que disponía de veinte pesos convertibles. Los dejaron libres. El taxi a toda velocidad se dirigía al hotel barato y la chica se prometió no tener nunca más relaciones con Lázaro Muñero. Este buitre desgraciado trae solo disgustos. Es como si atrajera desdichas. Donde está Lázaro, ahí siempre hay problemas…
¿Teniente, y yo qué tengo que ver? – Ahora, cuando soltaron a la puta, ya no había motivo de temer algo. ¡No hay testigo, – no hay delito! – No estoy bajo arresto domiciliario, sino solo estoy bajo la vigilancia. ¡Resulta que ya no puedo divertirme siquiera!
– He aquí lo que has conseguido, Lázaro – el teniente cerró las esposas en las muñecas del delincuente.
– “Helado”, ¿qué ha cometido este malvado? – muy rápido preguntó el sargento Mendoza dirigiéndose al compañero. La cuestión es que Murillo, como millones de otros golosos, no era indiferente al riquísimo helado cubano de “Coppelia” y no perdía la oportunidad de comprarse un helado sin ponerse en la cola, utilizando la posición oficial. A los pequeñuelos, que les indignaba la conducta de Murillo, este les explicaba que estaba muy apresurado porque debía arrestar a un delincuente muy peligroso. Dos chiquillos suyos le pidieron a papá que les trajera helados.
A las presuposiciones razonables de los adolescentes acerca de que el helado de igual manera se derretiría hasta que el policía lo llevara hasta sus niños, el sin prole Murillo contestaba que no habría tiempo para derretirse. Él no tacañeaba en este caso, ya que se ingeniaba a exterminar la golosina como si fuera un meteoro. Necesitaba pocos minutos para acabar con los helados. Sí, minutos porque, habitualmente, ya que él no se limitaba a dos-tres porciones. La cifra aceptable para Helado era “seis”. El teniente conocía a fondo los problemas de la urinaria y otras evacuaciones, y ya un año entero intentaba obtener en el Departamento de Policía a un nuevo compañero de trabajo, que no sea tan listo como el favorito de la jefatura, el sargento Mendoza. En su labor ingrata, el apresuramiento solamente causa daño.
Este charanguero quedaba satisfecho con las menudencias y hasta no podía imaginar que en sus redes ahora quedó atrapado un “pez gordo”.
Solamente el teniente Murillo, el que decidió que no valía la pena dar a conocer el asunto a su socio, conocía de vista a Lázaro Muñero.
– Mendoza, pasa por “La Rumba” – ahí hay un magnífico cuarto de baño. Haz tus necesidades apremiantes, mientras tanto hablaré con un viejo conocido.
– Bien – sin pensarlo mucho, Baño se dirigió al club.
– Ahora escucha, guapetón – haciendo una mueca terrible y, además, empujando con el dedo índice en el pecho del sospechoso, rugió a Lázaro el policía – Tu amiguito Julio César ya no tendrá la oportunidad de ingresar en el “Club de Cantineros”. Aunque resultó ser un chivato de primera. Tu cómplice te entregó con los callos, y lo hizo como en la palma de la mano. Es así como arreglaron el asunto con el alemán. Lo de “Che Guevara” es una buena jugada tuya – hay que acostumbrarse, ya que estarás encarcelado en la ciudad de la guerrilla, en Santa Clara. Estarás tras las rejas unos veinte años, como político. Un robo con allanamiento en un hotel es un sabotaje ideal contra uno de los artículos fundamentales del presupuesto del estado. ¿Sabes qué instrucciones nos cursan antes de montar la patrulla? Nos advierten que soplemos el polvo de los turistas. ¿Y no ves eso? ¡La policía vial no los detiene por exceso de velocidad, y hasta no los multan en el caso de conducir en estado de embriaguez! Nos tapamos los ojos a todo eso. Solamente que vengan de turistas al país. ¡Que traigan esas divisas malditas! ¿¡Y tú qué estás haciendo?! Estás socavando. ¡Eso es! ¡Estás socavando! ¿Pero lo sabes que estás socavando?
Al haber concebido que de improviso llegó el apocalipsis, la frente de Lázaro se cubrió de sudor. Meneaba la cabeza de manera inadecuada, pero el teniente Murillo percibió esos