– ¡Tira la soga para sí, pachucho! – Vociferaba a todo grito Lázaro, – Ahí está, holgazán. ¡Tírala a bordo! Por fin. ¡Desamarramos! – Hacía todo lo posible para que lo vieran en acción – decía palabrotas, se agitaba, se acaloraba…
A duras penas al motor se le aclaró la voz a fondo. Este comenzó a traquetear con aire enfermizo y apenas podía arrastrar a los fugitivos hacia el horizonte tras el cual se extendía la deseada Florida – puesto avanzado del sueño americano.
– ¡Yo quiero ver a papá! – mirando el agua tempestuosa tras la popa, Eliancito les hizo recordar que estaba a bordo.
– ¡Cálmalo, o si no yo lo tranquilizo! – Enseñó los dientes como un lobo a Elizabeth, le advirtió groseramente Lázaro – llévalo al camarote.
– Ahí tampoco hay sitio – le contestó Eliz mostrando la cara de pocos amigos y apretó al niño contra el pecho.
“Este Lázaro tiene un machete afilado, como una cuchilla. De estar mi papá aquí, sabría cómo arreglárselas…” – pensó Elián, y este pensamiento grato, junto con la manta de lana, con la cual mamá tapó al niño, empezó poco a poco a adormecer al joven pasajero del yate maldito. El aspecto poco atrayente de esta barcaza del sueño de manera adecuada correspondía a lo que le estaba predestinado por la suerte, ser el último refugio para los doce ciudadanos de Cuba, que se iban en búsquedas de una vida mejor.
La mayoría de ellos, a semejanza de Lázaro, no apreciaba su ciudadanía. Algunos, como don Ramón, quedaron sometidos a la voluntad ajena y seguían yendo por el trayecto trazado. Otros, como Elizabeth, actuaban instintiva y espontáneamente, obedeciendo a la primera emoción y prestando oído solo a una amargura fugaz y una ofensa insoportable a primera vista. Esto es una bien marcada característica de las mujeres latinoamericanas. Pero había entre esos desdichados, afectados por el virus de la desesperación y otros que intentaban hallar el suero de la salvación, no en el lugar donde lo producían, un hombrecillo que vagamente se imaginaba a donde lo llevaba una fea y destartalada embarcación del miedo, a la cual no se sabe por qué la tomaron por un deslumbrante buque níveo de la Esperanza…
* * *
Las incansables olas se batían contra los bordes, haciendo aflojar el yate, como un río feroz lanza de un lado al otro la canoa de los descuidados “extrémales” – fanes del balsismo. El mareo, novia eterna de la tormenta, cubrió a todos con un velo inmovilizador.
La gente, no acostumbrada al balanceo, vomitaba ahí mismo, en el camarote, sin atenerse a las reglas de urbanidad, y, ahora ya en voz alta, maldecía a Lázaro. En efecto, él convenció a todos que, habiendo calma en el mar y siendo el tiempo despejado, las lanchas fronterizas estarían yendo y viniendo por todos lados, lo que significaba que no se podía evitar la desgracia. Mientras que, en un día nublado, acompañado de una tormenta leve, no podrían ser abordados. En condiciones de mala visibilidad podrían pasar inadvertidos… Sería mejor que los advirtieran.
Uno de los remiendos en el fondo, junto a la quilla, estaba despegándose, y por ahí dejaba pasar el agua…
El ingenioso plan del intrigante se volvió contra él mismo. Transcurridas seis horas, después de iniciarse la travesía a ciegas, el motor exprimió de sí todos los jugos y se puso a escupir con gasóleo de mala calidad. En definitiva, bramando dentro de sus límites de potencia, empezó a rugir como una fiera herida de muerte, y en un instante se paró, o se deterioró o simplemente murió, y al final despidió hollín.
Lázaro no habría podido comprender la causa de la rotura, y no lo intentaba siquiera. La barcaza venía inclinándose estrepitosamente al borde izquierdo, y al mismo tiempo se hundía en el mar por el lado de la toldilla. Parecía ser, que el agujero se formó atrás en el lugar de aquel remiendo de acero. La presión del agua lo hizo saltar, como si fuera un corcho de champaña.
Ahora nadie pensaba acerca de los hábitos náuticos del piloto-impostor. El pánico no deja lugar a las reflexiones cuando todos concibieron que el buque estuviera hundiéndose, el miedo ya había expulsado los últimos focos del raciocinio. Los ancianos fueron las primeras víctimas. No pudieron salir siquiera a la cubierta superior. El camarote quedó inundado en unos segundos. Entre ellos quedaron sepultados los padres de Lázaro, doña María Elena y don Ramón, y cinco desgraciados más.
Una enorme ola cubrió la cubierta sin que dejara la mínima posibilidad de encontrar allí un refugio. Ahora la gente estaba cara a cara contra el mar. La barcaza, mejor dicho, los restos que quedaron de esta, se despedía expidiendo los últimos gorgoteos y pompas efervescentes…
Hallándose fuera del yate, Elizabeth vio a unos pobretes que se ahogaban, los cuales uno tras otro iban hundiéndose. No gritaba como los mayores, no pedía ayuda. Allí, a unas veinte yardas de ella, estaba el pequeño Eliancito. Él combatía contra las olas, sintiendo que ya se le agotaban las últimas fuerzas, y bataneaba con sus pequeñas palmas el océano cruel. Tenía miedo. No podía ver sus salpicaduras, se lo impedían hacer las olas pesadas, de las cuales se hacía más y más difícil escurrirse.
Su padre todavía no aparecía… ¿Dónde está? Ahora aparecerá el salvavidas, y luego llegará a nado su taita. Obligatoriamente llegará hasta aquí, habrá que resistir un poquito. Es que su papá le enseño a nadar…
Juan Miguel en este momento realmente venía corriendo para socorrerle. Se aproximaba a la orilla inconsciente, la arena porosa le obligaba a desacelerar la velocidad, pero ya el agua le llegaba a la rodilla. Apartando con las manos las olas endiabladas, iba avanzando más y más. Estas le pegaban bofetadas, haciéndole borrar al mismo tiempo las lágrimas de su desesperación. Él gritó por su incapacidad y presintiendo algo muy horrible…
La nota, esa extraña nota de Elizabeth con una palabra alarmante “Perdóname”. Una súplica humana, expresada mediante un verbo en forma imperativa. “Perdóname” siempre lleva prácticamente un significado global, y casi nunca se refiere un deseo de ser indulgente por alguna culpa concreta. Por eso, probablemente, es más fácil implorar perdón por todo lo hecho. “¿Por qué perdonarle?… – Juan Miguel estaba atormentado por las dudas, – ¿Dónde está Eliancito? ¿Para qué Eliz se llevó todo el dinero? ¿Qué ocurrió?
Algo desconocido lo empujó afuera, a la calle, a la avenida, al océano… Iba guiado al encuentro por la inminencia.
Las olas le pegaban en el pecho, mientras que él solamente intentaba resistir y no cometer una locura. Quería moverse a nado y no pudo explicarse a sí mismo hacia adónde y para qué… Se sentía como una partícula de arena, impotente e inútil. Pero en este mundo había una persona, un hombrecito mucho más vulnerable, este era su Eliancito. Ya por eso no debía ser debilucho. Es que él es el padre…
– ¡Elián!… – gritaba Juan Miguel a la lejanía infinita, pero su voz iba perdiéndose en un ruido roncador de las hileras amenazadoras. Las falanges alineadas de las olas venían avanzando, y la presión iba creciendo. Ellas lo hacían revolotear con escarnio, intentando tragarlo con los molederos remolinos de espuma, pero el hombre permanecía parado, seguía llamando a su hijo:
– ¡Elián!…
Su niño permanecía callado. Sabía que su papá lo estaba mirando, que él de un instante a otro le tendería la mano y lo salvaría. Como en aquella ocasión… Su papá no dejará que él se ahogue…
Ya no había ninguna barcaza. Elizabeth pudo visualizar una figura más, estaba al lado, a unas diez yardas, agarrada a un neumático inflado. Lázaro se valía de él para desplazarse por el agua y era el único accesorio de salvamento que había en la embarcación ya hundida. Con la mano libre remaba en dirección opuesta al lugar donde Eliancito, con sus últimas fuerzas, pretendía mantenerse a flote.
– ¡Vuelve! ¡Atrás! – rogó Eliz, Lázaro se encontraba más cerca a su hijo. Pero su llamamiento condenado quedó sin respuesta. Él continuaba alejándose, sin poder imaginar que