90 millas hasta el paraíso. Vladímir Eranosián. Читать онлайн. Newlib. NEWLIB.NET

Автор: Vladímir Eranosián
Издательство: ЛитРес: Самиздат
Серия:
Жанр произведения: Иронические детективы
Год издания: 2018
isbn:
Скачать книгу
hacer disgustar a este buen joven, que se pasaba el día entero con el pequeño Eliancito, dejando aparte su tiempo libre. Es claro, no era una persona impecable, como lo son realmente los varones, pero hasta ahora, por lo visto, está ciego de amor por una zorra indigna, ya que sigue viviendo tras el divorcio con ella bajo un mismo techo.

      Todos creían que Juan Miguel y Eliz algún día volverían a unirse obligatoriamente. Ya que los dos querían apasionadamente a su hijito. La gente creerá de buena gana en un cuento, y no en el reportaje en directo de un testigo de vista. Doña Marta lamentó tener un insomnio progresivo, que hubiera armado un lavado a la madrugada y hubiera puesto a secar la ropa. Ahora la mujer sabe mucho más de lo que necesita y eso empeora el proceso del sueño. Es malo que te convenzas una vez más de la injusticia del mundo. Es bueno que esta provenga solo de la gente imperfecta.

      Cansada Eliz se dejó caer al sofá y al instante se durmió, así pasó inadvertido un pintoresco amanecer increíble. Un ligero vientecito del océano ahuyentaba las bandadas de cirros, dando el camino al sol que se despertaba. Este resplandor polícromo se revelaba en las formas de colores lila, rosado o azul. Era, ni más ni menos, una auténtica obra maestra. Aquí uno contempla un milagro prosaico, el que no puede ser captado por los seres altivos, y que se abre tan fácilmente a los que pueden sentir el dolor ajeno como el suyo propio, y alegrarse tanto de los éxitos propios como de los demás…

      * * *

      Juan Miguel fue el primero en despertarse. Hoy era un día no laborable, lo que significaba que él debía cumplir la promesa dada al chiquillo Eliancito y dirigirse a Camagüey para mostrarle un pez exótico, un marlín azul, y tiburones amaestrados.

      Los amigos-buceadores siempre lo recibían y atendían como al huésped más deseado. Ya hace mucho tiempo que no quería solo admirar los extravagantes palacios submarinos de arrecifes de coral.

      Eliz trabajaba todo el tiempo. Completamente otra cosa era Elián, este recordará para siempre la primera odisea subacuática. Estando en la misma costa, uno puede contemplar los bancos de coral y los peces tropicales en la Playa Santa Lucía. Allí le enseñará a Elián cómo nadar a estilo braza, ya que su hijo hasta el momento solo asimiló su propio estilo de nadar, no aprobado por el Comité Olímpico Internacional. Allí le permitirá al hijo que se ponga el traje de buzo, le enseñara cómo se ha de ajustar la careta y usar el balón de oxígeno, le permitirá sumergirse unas veces bajo la vigilancia del instructor, el cual le relatará sobre la vida de los buceadores.

      Los muchachos zambullistas se especializaban en entrenar a los pequeñitos. Decían que disponían de equipos de buceo de tallas pequeñas y sin riesgo alguno se podía sumergir a Elián, atado a un cable, de unos cinco metros. Juan Miguel rechazó rotundamente esta idea. Para qué acelerar los acontecimientos. Para la segunda ocasión del programa ideado esto era más que suficiente.

      – ¿Papá, veremos los buques hundidos? – seguía preguntando el chiquillo acalorado antes de emprender una lejana travesía marítima en espera de un milagro.

      – Esto será un día de entrenamiento. Los galeones, de los piratas y españoles, no desaparecerán hasta la próxima visita más profesional tuya. Cabe decir, para ese momento ya habrás aprendido a nadar a estilo braza. Te lo prometo.

      – Comprendido – lo aceptó Elián.

      Eliancito nadaba bastante bien, y para un niño de seis años eso sería algo excelente. Solamente se agitaba mucho, y por eso se cansaba pronto. Al tragar una considerable porción de agua salada, empezaba a entrar en pánico, pero era un tipo especial de pánico – taciturno, tesonero y lo paradójico era que eso fuera fundamentado.

      Sí, tenía miedo, pero no de ahogarse. Temía reconocer a papá abiertamente su estado de insolvencia. Es que él ya es adulto, sabe nadar. Aún sabía que su papá estaba al lado, a unas diez yardas. El padre está observándole y controla la situación y en el caso de que su hijo de veras empiece a ahogarse siempre lo sacará del agua o le echará un salvavidas. Algo parecido ocurrió el otoño pasado. En la época de las lluvias en la playa Cayo-Sabinal…

      Aquel día los amigos –buceadores los llevaron en una lancha pequeña de un embarcadero en Playa Santa Lucía hasta un lugarcillo maravilloso, declarado como reserva nacional. Aquí numerosas bandadas de flamencos competían exhibiendo su finura y elegancia con los ibis blancos y lindaban con legiones de tortugas marinas, pesadas y torpes tipo Chaelonidae, que tomaban el sol. A una de estas el chiquillo hasta pudo tocarle el caparazón de la tortuga.

      Cuando Pedro el amigo de Juan Miguel, el instructor de buceo, le mostró al niño una pesadísima barracuda que acababan de capturar, Elián estaba loco de admiración y quiso tocarla. Apenas hubo rozado la aleta del pez, este bruscamente movió la cola y se contrajo, y un poco más se habría deslizado de las fuertes manos del tío Pedro.

      Unánimemente se decidió que había que freír a la intratable moradora del océano en una fogata y comerla por complacer el apetito que se había desatado. Fue preparado un plato exquisito en el propio litoral. Una vez terminada la comida, el padre pidió a Eliancito que le ayudara a recoger la basura – ya que no se permitía dejarla en la blanca arena cubana.

      Organizaron el festín en la misma lancha. Habiendo tomado un tentempié, los viajeros se dirigieron hacia la bahía de Nuevitas, a una cueva rocosa, un paraje muy elogiado solamente entre los conocedores de tales maravillosos lugares costeros. Aquí, probablemente, escondían sus botines los corsarios de Henri Morgan – filibustero inglés que horrorizaba la Corona española.

      – Aquí tienes veinte y cinco centavos – entregando al hijito la moneda, Juan Miguel le advirtió en voz baja que Elián debía entrar solo en la cueva – tales son las reglas. De otra manera el Santo Cristóbal no cumpliría tu deseo. Lo debes pronunciar con susurro y solo una vez, tapando la boca con la palma de la mano. De este modo… Solamente a las paredes se les permite oír los deseos íntimos de los niños pequeños y hacerlos pasar a la consideración del Santo Cristóbal. En las paredes se puede confiar, ellas pueden guardar los secretos.

      – ¿Se puede encargar solo un deseo? – Elián, con los ojos desorbitados, pronunció intimidado.

      – Solamente uno, lo más importante – afirmó el padre – Por eso, míralo bien antes de que le pidas algo.

      – ¿Puedo pedirle una patineta auténtica? Es que la mía, hecha de una tabla y cojinetes, la vienes reparando cada día.

      – Ya no se puede, es que me has contado lo de tu deseo recóndito, y yo te advertí que lo guardaras en estricto secreto.

      – ¡Es que tú eres mi papá! – se ofendió el niño resentido, intentando clasificar y ordenar en la mente sus innumerables deseos según el grado de importancia de estos.

      – Tales son las reglas. Yo no las he ideado. Son como las normas de tráfico. Si no te guías por estas, entonces obligatoriamente sufrirás algún accidente. El hombre como tal debe subordinarse a ciertas normas. De otra manera, simplemente no podrá sobrevivir. ¿Lo has comprendido? Así que apresúrate, apúrate. Y no olvides echar la moneda en el hueco, en el centro de la cueva. Verás adonde tirarla – allí en el fondo hay cantidad de monedas.

      – ¿Resulta que el Santo Cristóbal necesita dinero? – Preguntó desconfiadamente Elián.

      – Todos necesitan dinero. Pero no lo aceptará de todos los deseosos. Solamente de aquellos que lo merecen. No le importa cuánto dinero has dejado – es que uno puede dar cien pesos y otra persona no juntará un centavo siquiera. Él tomará el dinero de los que de verdad quieren a su país y obedecen a los padres.

      – ¿Y si yo quiero mucho a mi país, puedo encargar un solo deseo o varios? ¿Aunque sean tres? – Elián se puso a regatear el derecho de encargarse para sí una nueva bici china a cambio de la patineta, del machete de juguete, que brilla en la oscuridad en una funda de cuero, y un enorme Mickey Mouse de peluche. O, siquiera, un Batman mecánico, en el caso de que todos los Mickey Mouses se hayan agotado. Si no, por si acaso hasta podrá ser aprovechado un Mickey de plástico pequeño como el que tiene Lorencito.

      – No, solo un deseo – se oyó